Bentz vio la salida hacia Baton Rouge y giró el Crown Vic hacia el carril.
– Todo lo que sé es que mi hija ha desaparecido y que están pasando un montón de cosas raras. -Pensó en Kristi. En su sonrisa. En sus ojos verdes, iguales que los de su madre. En cómo disfrutaba tomándole el pelo, o en cómo bromeaba con él y lo llamaba «papi» cuando intentaba conseguir algo de él. Se sintió vacío en su interior. ¿Cuántas veces tendría que pasar por esto? Ella era la luz de su vida, y de repente sintió una punzada de culpabilidad por la felicidad encontrada con Olivia. ¿Habría ignorado a Kristi, su única hija? Mierda, incluso había culpado a Jay McKnight por abandonarla cuando en realidad estaba enfadado consigo mismo.
– No te castigues por ello -lo tranquilizó Montoya, encendiendo su cigarrillo, que impregnó el coche con olor a humo-. Y no me digas que no lo haces. Lo veo en tu cara. Ya he pasado por esto contigo antes. La encontraremos.
Viva o muerta.
La frase atravesó la mente de Bentz, pero no la repitió. No podía pensar que jamás volvería a ver a su hija con vida.
– ¿Qué coño estás haciendo aquí? -inquirió Mai, apuntando con su pistola a Jay, quien se echó al suelo inmediatamente.
– Soy su novio, ¿recuerdas? Creo que yo debería hacerte esa pregunta a ti. Soy del laboratorio criminalista, por el amor de Dios.
– fbi.
– ¿Qué?
– Me has oído. Soy una agente de campo del fbi. He estado trabajando de incógnito en el caso de las chicas desaparecidas desde que se esfumó la segunda víctima.
Jay levantó la vista hacia ella y vio la dureza en su pequeño rostro. Estaba muy seria cuando sacó su placa.
– Levántate. -Le indicó el movimiento con la pistola, y luego fue hacia la puerta y la cerró de golpe.
En cuanto guardó el arma en su funda, Jay se puso en pie y examinó la placa. Había visto las suficientes durante su vida para reconocer su autenticidad.
– ¿Qué está pasando?
– No tengo autorización para…
– Kristi ha desaparecido -espetó él-. No sé dónde demonios está, así que no me vengas con esa mierda federal. ¿Qué diablos sabes?
– No puedo decírtelo. Jay sacó su móvil del bolsillo.
– Entonces podrás explicárselo tú misma a Rick Bentz.
– ¡Basta ya! No puedes intimidarme.
– No nos queda tiempo.
Aquello pareció convencerla. Se apartó un mechón de pelo negro de los ojos, lo miró y murmuró algo acerca de la falta de protocolo, pero se sentó en el borde del sofá antes de hablar.
– Una cosa por otra, McKnight. Tú me cuentas todo lo que sabes y lo resolvemos juntos. -Levantó su dedo índice-. Solo por ahora. Necesito aclararme.
– Hecho. -No dudó ni un instante.
– Llevo trabajando en este caso durante meses, encubierta, y luego llega tu novia y empieza a joderlo todo, ¡amenaza y pone en peligro todo lo que he estado haciendo durante medio año!
– ¿Tú pusiste aquí la cámara?
– Ya estaba allí. Hiram, el presunto encargado, espiaba por diversión. Era su propio espectáculo privado de muchachitas. -No pudo ocultar el desprecio en su voz-. Debería haberlo detenido, pero claro, estaba averiguando cosas. Descubrimos la cámara después de que desapareciera esa chica, Atwater, y decidimos dejarla, solo por si el asesino regresaba.
– ¿Usasteis a Kristi de cebo?
– No la estábamos poniendo en peligro -insistió Mai.
– Pero tampoco la avisasteis. -Jay estaba furioso, con ganas de estrangular a la pequeña mujer.
– No podía revelar mi identidad. Obviamente descubriste la cámara, así que regresé para recolocar los libros que pusiste sobre la lente.
– Entraste por la ventana -aventuró, y ella asintió, con un matiz de frialdad en su sonrisa-. ¿Entonces, dónde está Kristi?
– No lo sé. Creía que podría estar contigo.
– ¿No hiciste que nadie la siguiera?
Mai lo miró a los ojos.
– ¿No sabes a dónde fue? Jay sacudió su cabeza.
– Mencionó algo sobre volver a ver Everyman, la obra del padre Mathias…
– Trabajo en la compañía -le interrumpió-. Sabemos que hay algo detrás de Mathias, pero nada que podamos probar; y no, Kristi no ha asistido a la representación de esta noche. Las grabamos.
– ¿Las grabáis?
– Con el permiso de la administración. -Su semblante era frío como la piedra. -No lo sabemos todo sobre este tipo, pero estamos bastante seguros de que es un cabrón de primer orden.
– ¿Pero no sabéis quién es?
– Estamos en ello.
– ¿Y no habéis arrestado a Dominic Grotto?
– No es nuestro hombre.
– ¡Él es quien está metido en toda esa mierda de los vampiros! -El gato llegó a la ventana de un salto, echó un vistazo a los extraños y salió disparado bajo el sofá. Jay cerró de golpe la ventana y la lluvia se deslizó por los cristales.
– Te digo que no tenemos nada contra él.
– Querrás decir que no lo teníais -apuntó Jay-. Eso ha cambiado. Ahora tenemos los cuerpos -afirmó-. Cuerpos desangrados con evidencia de homicidio. Marcas de dientes en los cuellos de las víctimas. Apostaría mi brazo derecho a que esas marcas coinciden con los dientes de Grotto.
Mai se quedó mirándolo. Sopesaba sus opciones, como si pudiera anular su anterior acuerdo. Finalmente, miró su reloj.
– Muy bien, hagamos esto. Iremos a hablar con Grotto y veremos lo que tiene que decir el rey de los vampiros. Por el camino, me cuentas todo lo que sabes sin omitir una sola palabra.
– Perdóname padre, porque he pecado -susurró el padre Mathias, arrodillado junto a su cama. ¿Cómo había sido tan fácilmente tentado y llevado por el mal camino? Él había creído que era por un bien mayor. O así había tratado de convencerse a sí mismo.
Pero Dios lo sabía. El padre Todopoderoso podía ver tan fácilmente la oscuridad que era el alma de Mathias, y reconocer la decepción, la maldad, que permanecían en su interior.
¿Cuántas veces había tratado de confesar sus pecados al padre Anthony? ¿Cuántas veces había buscado el consejo de alguien más sabio y devoto que él mismo? Aun así, no lo había hecho.
Cobarde, se burló, conociendo su debilidad.
Cerró los ojos y agachó su cabeza, con sus manos entrelazadas en una sentida súplica.
– Por favor, padre, escucha mi oración -susurró, oyendo el sonido del creciente viento, la proximidad de una gran tormenta. La lluvia ya golpeaba los cristales de las ventanas y corría por los canalones, borboteando ruidosamente en los bajantes.
En algún lugar de arriba, una rama se agitaba, golpeando contra una de las ventanas del ático.
Era una prueba de la furia de Dios.
Su rabia todopoderosa.
Un recordatorio de lo pequeño e insignificante que era el padre Mathias.
Se evadió en su oración y no oyó el ruido de unos pasos a lo largo del pasillo. No era consciente de que ya no estaba solo. Absorto en la absolución por sus malas obras, y ofreciendo su arrepentimiento, no se dio cuenta de que había entrado un intruso hasta que ya era demasiado tarde.
Y entonces, el crujido de una de las losetas del suelo le heló la sangre, perdió su entonación…
Los pelos de la nuca se le pusieron de punta cuando se dio la vuelta y se encontró mirando el rostro del mal. Unos ojos oscuros y desalmados lo miraban directamente. Sus labios color rojo oscuro se encogieron en una mueca espantosa. Unos blancos colmillos, que parecían gotear sangre, reflejaron la tenue luz de la lámpara.
Mathias ahogó un grito, pero era demasiado tarde.
La encarnación de Lucifer había descendido sobre él. Aquel diablo, a quien había vendido su alma de forma tan deseosa, había regresado para cobrar su deuda.