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– Puedo sentirlo -le dijo Elizabeth al oído mientras Kristi trataba de alejarse de sus habilidosas y agobiantes extremidades-. Puedo sentir cómo me rejuvenece.

Oh, por el amor de Dios. ¡Ni hablar! Trató una vez más de alejarse, incluso aunque creía que sin el brazo de Elizabeth a su alrededor, podría hundirse en la bañera, deslizarse bajo la pringosa superficie y ahogarse en su propia sangre. Los espejos de la habitación le permitían contemplar con horror e incredulidad cómo su propio rostro se volvía blanco. Vlad el Horrible permanecía al borde de la bañera, listo para introducirse con ellas.

Su piel se erizó ante la idea y quiso gritar, protestar a los cielos, pedir ayuda. Pero era demasiado tarde. Su voz no dejaba salir más que el más leve de los susurros y Vlad, al mirarla, lo sabía. La sonrisa en sus perversos labios, el brillo de impaciencia en sus ojos, le decían que él disfrutaba del sufrimiento de Kristi, su último destino.

Era un monstruo. Un mortal que se veía a sí mismo como algo más. ¿Quién era aquel psicópata que lamía sangre, que fingía ser un vampiro, que daba clase en el colegio mientras daba caza a las estudiantes? No había duda de que adoraba a Elizabeth, quien casi parecía ser su dueña. Casi.

– Eres como un perro con correa -le dijo Kristi-. Te utiliza.

– Como yo la uso a ella -replicó, irritado. Se estiró hacia su cuello y Kristi esperaba que intentase ahogarla. En cambio, uno de sus dedos se enganchó en la cadena de oro y se la arrancó de su cuello-. Esto me pertenece -afirmó, cerrando su mano sobre el vial de sangre como si fuera uno de los pedazos de tiza que sostenía durante sus aburridas clases. Le lanzó una mirada a Elizabeth-. Tendremos que ahorrar unas cuantas gotas para uno más. -Sus labios se torcieron en una malvada sonrisa, revelando sus dientes afilados como agujas.

– No eres más que un fraude -le dijo Kristi, sintiéndose mareada, apenas capaz de concentrarse. Cuando Vlad se inclinó de nuevo hacia delante, ella le escupió en la cara; el escupitajo goteó en el interior de la bañera.

– ¡Qué! ¡No! -Elizabeth casi se muere del susto-. ¡El agua no puede ser contaminada!

Sin darle importancia, Vlad recogió el escupitajo flotante y gruñó.

– No pasa nada.

– Pero…

– Chist. He dicho que no pasa nada -le dijo de forma más severa, y Elizabeth, pese a estar irritada, se calló.

A Kristi se le encendió una luz en la cabeza y volvió a escupir. Esta vez, el esputo aterrizó sobre la pierna de Elizabeth.

La mujer gritó, y Vlad enseñó sus dientes una vez más.

– Te voy a arrancar tu jodida garganta -la avisó, con los ojos en llamas.

¡Bien! ¡Termina con esto! Pero las palabras no cobraron forma, con la fuerza de Kristi diluyéndose. Vlad vio su debilidad y se regodeó con una sonrisa triunfante, sus perversos y falsos colmillos, brillantes bajo la luz de las velas-. Es nuestra -aseguró, con tanta fuerza que su voz retumbó en la cámara subterránea.

Kristi abrió la boca para protestar, para gritar, pero tan solo surgió un pequeño sonido.

Era demasiado tarde.

Vio su propia piel perdiendo color, sabía que estaba temblando a pesar del cálido baño; sentía como iba perdiendo la consciencia. La oscuridad se cernía, y de una forma que sería un bienvenido alivio de su tormento.

No llegaba ninguna ayuda. No podía luchar.

Su sangre manaba, coloreando el agua con un tono más oscuro.

Se estaba muriendo, marchándose lentamente, lo sabía.

Jamás volvería a ver a Jay.

Nunca discutiría con su padre.

Todo estaba perdido…

Mientras la negra cortina se cerraba ante sus ojos, se preguntó vagamente si existiría un cielo. ¿Y un infierno? ¿Se elevaría su alma y volvería a ver de nuevo a su madre? Jennifer Bentz, quien se había convertido en poco más que un recuerdo, tan deteriorado como las fotos del viejo álbum que había encontrado en el ático. ¿De verdad volvería a verla de nuevo?

Se le hizo un nudo de lágrimas en la garganta al acordarse de aquella madre que apenas recordaba mientras era mantenida a flote por una psicópata que deseaba su sangre más que otra cosa.

Dios mío… tal vez debería simplemente dejarse llevar.

Jamás se había sentido tan sola.

Jay, pensó débilmente, y casi lloró con el pensamiento de cuánto lo amaba.

Tenía frío y la negrura que flirteaba con ella empezó a inundarla. Kristi había sido una luchadora durante toda su vida; puede que finalmente fuera el momento de sucumbir.

* * *

Voces.

Jay oyó un sonido de voces.

Levantó su mano hacia Bentz, quien asintió.

Con tensión en los nervios, agachados y dispuestos para un ataque en la oscuridad, cada uno de ellos ocupó un lado del largo túnel que se abría a una cámara oscura y enorme. La habitación estaba vacía, salvo por media docena de sillas situadas en arco, alrededor de una plataforma elevada, como un escenario, sobre el que se posaba un desgastado diván de terciopelo. Una neblina púrpura se elevaba desde el suelo, y una luz roja palpitaba, casi como un latido, al iluminar la sala.

Las voces salían de una puerta abierta que llevaba de vuelta hasta los túneles.

Se separaron sin decir una palabra, ocupando cada uno un lado del siguiente túnel. Había ramificaciones, puertas que parecían estar cerradas. Pero al final del oscurecido pasillo, una habitación brillaba con una luz parpadeante, como si estuviera iluminada por cientos de velas.

Sin hacer ruido, se dirigieron hacia la puerta, y las voces llegaron a los oídos de Jay.

– Su sangre fluye, Elizabeth… cubriendo tu cuerpo… ya casi ha terminado. El corazón de Jay estuvo a punto de detenerse.

Apretando los dientes, intercambió una mirada con Bentz, asintió y entraron de golpe en la habitación, donde Kristi yacía, blanca como el papel, en una bañera rebosante de una espesa agua roja y que era ocupada por otra mujer, quien levantaba su mirada hacia un hombre desnudo que se disponía a entrar en la bañera.

– ¡Las manos sobre la cabeza! -rugió Bentz.

El doctor Preston volvió su cabeza.

La mujer se giró y Jay casi titubeó.

¿Althea Monroe? ¿La mujer a quien había sustituido? ¿La profesora que debería estar cuidando de su frágil y despechada madre? ¿Era ella quien estaba en una bañera llena de sangre con Kristi?

– ¡Al suelo! -ordenó Bentz-. ¡Ahora mismo, cabronazo!

– ¡Vlad! -vociferó Althea-. ¡Mátalos!

Como si ella tuviese un completo control sobre él, Preston se movió, cuchillo en mano. Arrojó el cuchillo a Jay con increíble decisión y, en el mismo movimiento, corrió a través de la habitación, directo hacia Bentz. Con las manos extendidas y los dientes al descubierto, se abalanzó sobre él.

Jay se agachó, y el cuchillo pasó rozándole el hombro; un dolor le bajó por el brazo.

Bentz disparó su arma contra el hombre desnudo hasta que cayó a sus pies. En un instante, Jay estaba al pie de la bañera sacando a Kristi de aquella agua espesa y roja. Estaba inconsciente, su cuerpo pálido y débil; los cortes de sus muñecas, oscuros con manchas carmesí. Jay se desgarró su camisa, haciendo tiras para vendas. Ahora no podía perderla. Ni hablar. Tenía que salvarla. Enrolló frenéticamente el tejido alrededor de su muñeca derecha.

– ¡No! -rugió Althea-. ¡La necesito! -Al salir de la bañera, se abalanzó sobre ella; sus ojos brillaban de locura. ¡Bang, bang, bang!

Un arma disparó y el cuerpo de Althea se retorció cuando las balas atravesaron su carne.

Ahogó un chillido, cubriendo sus heridas mientras caía gritando.

– No, no… oh, no… Cicatrices… No puedo tener… cicatrices… -La sangre salió por su boca con esas últimas palabras.