Con las rodillas doloridas, tragó con fuerza, saboreó la sal de sus lágrimas en la garganta y pensó en el grupo al que se había unido, aquellos que la habían abrazado voluntariamente.
Sin hacerle preguntas.
Sin tener prejuicios.
Y el líder… Elevó su mirada hacia el crucifijo y sintió que Cristo podía ver dentro de su alma, percibir las imperfecciones de sus bordes. Amaba a Dios. Lo amaba.
Pero necesitaba amigos. Una familia aquí, en la tierra. Sus propios padres la dejaban de lado.
Las chicas de las hermandades eran un puñado de niñatas creídas y superficiales.
Pero sus nuevos amigos…
Volvió a santiguarse, se puso en pie y se volvió, solo para encontrarse con el padre Tony, que estaba en el balcón mirando hacia ella. Vestido de negro, su alzacuello contrastaba duramente con su camisa y pantalones negros; era un hombre alto y apuesto. Demasiado apuesto para ser sacerdote. Ella apartó la mirada, sorbiendo por la nariz, limpiándose con incomodidad las lágrimas de sus ojos, pero oyó sus pasos en la escalera, sabía que no podía llegar a las puertas talladas de la capilla sin toparse con él, hablar con él, puede que incluso ser persuadida para entrar en el confesionario.
Pronunció una pequeña oración y se apresuró en pasar junto a las filas de bancos, y casi había llegado a las puertas principales cuando él dobló una esquina en la escalera y descendió el último tramo de escalones hacia el vestíbulo, donde había unas velas encendidas; las pequeñas llamas se agitaban a su paso.
– Ariel -susurró, con un discernible matiz italiano en su acento. Sus bellos rasgos se mostraban solemnes y preocupados-. Algo te atormenta -dijo suave, deliberadamente. Con sus cálidos dedos, le tocó la mano con gentileza.
– Sí, padre -asintió, incapaz de evitar que las lágrimas corrieran por sus mejillas.
– Igual que tantos otros. Sabes que no estás sola. Debes tener fe en el Señor. -Sus oscuras cejas se juntaron y sus ojos, de un claro azul etéreo, buscaron los de ella. Ariel apreció la tirantez en las comisuras de su boca, el hecho de que su nariz, obviamente, había estado una vez rota-. Habla conmigo, hija mía -propuso con suavidad, de forma casi seductora.
Ariel tragó saliva. ¿Osaría confiar en él? Sus pensamientos privados eran tan personales, su dilema era tal que ningún hombre mortal lo comprendería, y aun así se sintió tentada. Al permanecer frente a una mirada que, sin duda, podía escudriñar en su alma, se preguntó cuánto podía ella desnudar su alma y cuánto podía prolongar su mentira.
Kristi se bebió su último trago de café y dejó la taza sobre el fregadero; luego se aseguró de que hubiera una rendija en la ventana pare que Houdini entrara y saliera a voluntad. La luz del sol se filtraba en su apartamento, era la primera vez que hacía un día despejado desde que se mudó. Y la claridad del cielo le levantaba el ánimo de alguna forma, un bienvenido cambio después de sumergirse en cultos, vampiros y chicas desaparecidas; investigando, haciendo esquemas o conectándose durante horas a Internet para buscar nuevos artículos y páginas personales. Estaba empezando a entender a las chicas desaparecidas, a ver el sentido de sus disfuncionales vidas familiares. ¿Acaso le importaba a alguien?
Kristi había acudido a la decana de estudiantes para recibir un gélido «No es asunto tuyo» que le indicaba que la Universidad se limitaría a guardarse las espaldas de la mala prensa.
Frustrada, tensa y aprovechando únicamente unas pocas horas de sueño cada noche, Kristi apenas tenía tiempo para respirar. Había pasado unas cuantas horas en la oficina de la secretaría para obtener acceso a los archivos referentes a las direcciones y familias de las chicas desaparecidas y espiar sus trabajos e historiales. Todavía continuaba trabajando en la cafetería, asistiendo a toda una serie de clases y luchando por estar al día con montañas de trabajos de clase.
Y las chicas desaparecidas siempre estaban con ella.
En su mente durante las clases, o al caminar a través del campus, o mientras estaba en el trabajo. Había empezado a realizar algunas incursiones sociales, conociendo amigas de las chicas, pero eran escasas, sin relación entre ellas y extremadamente calladas. De todas las chicas que había tratado de entrevistar, ninguna tenía ni idea de ningún grupo especial al que hubiera pertenecido alguna de las chicas, aunque notó que escondían algo.
Algo que ella estaba totalmente decidida a descubrir.
Incluso si tenía que pedir ayuda a alguien del personal. Había estado enfrentándose a la idea, pero se había cansado de golpearse la cabeza contra un muro de ladrillos.
Hoy, bajo la luz del sol, se sentía exaltada. Durante más de una semana, el clima había calado hasta sus huesos, la humedad de la noche le había hecho desear acurrucarse junto al fuego e instalar un doble o triple cierre en las puertas.
Nunca se había enfrentado seriamente al miedo; no después de que su madre muriese, ni siquiera tras los intentos por acabar con su vida. Pensaba que era extraño no sufrir ataques de pánico, teniendo en cuenta todo lo que había pasado. Pero últimamente, en lo más crudo del invierno, en el interior de aquel apartamento del que una mujer había desaparecido, en el campus donde había tenido tan pocos amigos, las cosas habían cambiado. En ocasiones se sentía tan paranoica como su padre policía quien, incluso aunque no había salido de Nueva Orleans, parecía estar detrás de ella echándole el aliento en la nuca.
Pero no hoy. No con aquel sol de enero que alejaba a las nubes.
Tras coger su mochila con el ordenador portátil, se dispuso a salir de su apartamento.
Era el jueves de la segunda semana y ya se encontraba en el centro de varios dilemas. Primero, estaba el asunto de Jay y sus sentimientos contrapuestos hacia él. Durante la segunda clase se había limitado a su trabajo, sin llegar a cruzar su mirada con la de ella salvo por un instante, menos que con cualquiera, mientras reconstruía la prueba de la escena de un crimen que implicaba al asesino en serie padre John. Jay se había mostrado fríamente clínico en su análisis de los diferentes fragmentos de pruebas que la policía había encontrado. Durante el descanso, Jay estuvo tan asediado por estudiantes interesados como después de clase. No parecía haberse dado cuenta de su marcha.
¿Y qué? No pasa nada. Es lo mejor que puede pasar, trató de convencerse a sí misma. Él es tu profesor. Fin de la historia.
Y aun así, el hecho de que básicamente la había ignorado le molestaba más de lo que deseaba admitir. Pero claro, sabía que estaba a punto de arreglarlo; para bien o para mal, tenía que acercarse a Jay, hablarle, comprometerle y, según esperaba, conseguir su ayuda.
– Eso sería de lo más divertido -se dijo a sí misma.
Su otra encrucijada era más complicada de resolver, pensó mientras daba con una chaqueta y se la echaba sobre los hombros. Durante los últimos diez días, de vez en cuando, Kristi había visto de reojo a Ariel O'Toole, la amiga de Lucretia. Una vez en la librería, otra en el centro de estudiantes, una tercera vez junto a la casa Wagner; y todas y cada una de las veces que Kristi había visto a la chica, Ariel estaba pálida, descolorida, con la piel del color de la ceniza.
¿Estaba enferma?
¿O a punto de tener un accidente?
¿O todo era producto de la imaginación de Kristi?
Nadie más parecía darse cuenta. ¿Podía ser que la apariencia de Ariel no existiera más que en su cabeza? ¿Exactamente igual que la muerte que estaba segura de haber visto en los rasgos de su padre una y otra vez? ¿Debería acudir a Ariel? ¿Hablar con ella? ¿Mencionárselo a Lucretia?
Frunció el ceño ante semejante idea mientras introducía el teléfono en su bolso. Si le hablase a alguien de su recién descubierta habilidad para predecir la muerte de una persona, la tomarían por una chiflada. ¿Acaso tenía alguna prueba de ese don? Bueno, una muy pequeña. Una mujer a quien había visto en un autobús y que se volvió gris delante de sus ojos había muerto una semana más tarde. Pero entonces, según el obituario cuando Kristi lo comprobó, tenía noventa y cuatro años.