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Jay prestó toda su atención hacia la pantalla, donde una periodista con un anorak azul luchaba contra el viento y la lluvia bajo un cielo amenazador mientras miraba hacia la cámara. El reportaje había sido grabado delante del edificio de ladrillo en el que Kristi Bentz había vivido años atrás como novata. Una imagen de Kristi tal como era entonces, con su largo pelo castaño, su cuerpo atlético y sus ojos profundos e inteligentes, crepitó en su cerebro. Había sido un estúpido con respecto a ella en el pasado, creyendo que era la mujer de su vida. Por supuesto, desde aquella vez, había comprendido lo equivocado que estaba. Afortunadamente, ella rompió la relación, y él se había evitado un matrimonio que probablemente hubiera terminado siendo una trampa para ambos ¡Para que hablen de familias disfuncionales!

«… Desde aquel día, una semana antes de Navidad», decía la periodista, «nadie ha visto a Rylee Ames con vida.». Una foto de la chica de veinte años apareció en la pantalla. Con los ojos azules, cabello rubio con mechas y una brillante sonrisa, Rylee Ames parecía el arquetipo de la chica californiana, tipo animadora, aunque la periodista decía que había asistido al instituto en Tempe, Arizona, y en Laredo, Texas.

«Les ha informado Belinda del Rey, transmitiendo para la wmta, en Baton Rouge.»

Rylee Ames. El nombre le resultaba familiar.

Interesado, Tay se apresuró en acceder a la página web del colegio y comprobó la lista de su clase, una que estaba actualizada con nuevos estudiantes o clases perdidas en sus programas. El primer nombre de la lista era Ames, Rylee.

Su radar policial estaba en máxima alerta y tuvo que tirar de las riendas de su mente para no caer de un horripilante escenario en otro peor. Violación, tortura, asesinato; había presenciado tantos crímenes violentos, pero trató de no precipitarse en ninguna conclusión, todavía no. No había pruebas de que hubiese sido víctima de ningún crimen, tan solo que había desaparecido.

Los chicos de su edad faltaban a clase, cambiaban de colegio o se marchaban de vacaciones de esquí, o a conciertos de rock sin decir nada a nadie. Podría haberse escapado.

Pero puede que no. Había trabajado el suficiente tiempo en el laboratorio criminalista de Nueva Orleans para tener un mal presentimiento acerca de esta estudiante que nunca había conocido. Dio un nuevo trago a su cerveza y leyó más abajo en la lista.

Arnette, Jordan.

Bailey, Wister.

Braddock, Ira.

Bentz, Kristi.

Calloway, Hiram.

Crenshaw, Geoffrey.

¡Espera! ¿Qué?

¿Bentz, Kristi?

Sus ojos se centraron en la pantalla, fijándose en el familiar nombre que aún le causó un impacto, disparándole la presión sanguínea.

¡No puede ser! ¡Estaba invadiendo sus pensamientos!

¡Kristi Bentz no podía estar en su clase! ¡No era posible! ¿Qué clase de cruel giro del destino o ironía sería aquella? Pero allí estaba su nombre, real como la vida misma. No era tan estúpido como para pensar que podía tratarse de otra estudiante con el mismo nombre. Tenía que afrontar el hecho de que la vería de nuevo tres horas por semana, los lunes por la noche.

¡Mierda!

La lluvia aporreaba las ventanas y él miraba la lista de la clase como si estuviera hipnotizado. Imágenes de Kristi revolotearon por su mente: pelo largo que flotaba como si huyera de él a través de un bosque, el juego de luces y sombras que la atrapaba bajo el toldo de ramas, su contagiosa risa; emergiendo de una piscina, el agua goteando de su tonificado cuerpo, su sonrisa triunfal si había ganado la carrera, su ceño profundo e impenetrable si había perdido; tumbada debajo de él sobre una manta, en la parte de atrás de su camioneta, la luz de la luna resplandeciendo sobre su cuerpo perfecto.

– ¡Basta ya! -dijo en voz alta, y Bruno, siempre alerta, se puso de pie en un instante, ladrando bruscamente-. No, chico, solo es… no es nada. -Jay apartó inmediatamente las estúpidas y viscerales imágenes de sus aventuras de juventud. No había visto a Kristi en más de cinco años, e imaginaba que habría cambiado. Y en cuanto a todas sus fantasías románticas sobre ella, había otros recuerdos que no eran tan bonitos. Kristi tenía mucho genio y una lengua afilada como una navaja.

Hacía tiempo que pensaba haber hecho bien al librarse de ella.

Pero la verdad era que había leído y escuchado acerca de sus devaneos con la muerte, sobre sus encuentros con psicópatas, sobre su larga estancia en el hospital, recuperándose del último ataque, y él se había sentido mal, incluso hasta el punto de llamar a un florista para mandarle un ramo antes de cambiar de idea. Kristi era como una mala costumbre, una de la que un hombre no podía quitarse. Jay estaba bien mientras no oyera hablar de ella, leyera sobre ella o la viese. Todas aquellas viejas emociones estaban encerradas bajo unas llaves bien custodiadas. Había estado interesado en otras mujeres. Había estado comprometido, ¿verdad? Aun así, tener que verla todas las semanas…

Probablemente sería bueno para él, decidió repentinamente. «Para fortalecer el carácter», como su madre solía decir siempre que se metía en problemas y tenía que pagar el precio del castigo, normalmente en manos de su padre.

– Demonios -murmuró bajo su aliento como si fuera la clave de la cuestión en que estaba metido. Su mandíbula se deslizó hacia un lado y, durante un segundo, se permitió fantasear sobre enseñar en una clase en la que Kristi fuese su alumna, en la que tuviera que atenerse a su criterio, a su control. ¡Jesús! ¿En qué estaba pensando? Había decidido hace mucho tiempo que no volver a verla era lo correcto. Ahora parecía que tendría que verla durante tres horas seguidas, una vez por semana.

Tras apurar su cerveza, la colocó con un golpe seco sobre su escritorio. No había alterado todo su maldito plan de trabajo, ni comenzado a trabajar en turnos de diez horas, ni tenido que pasar por el suplicio de cambiar su vida al completo tan solo para tener que ver a Kristi cada semana. Apretó tanto la mandíbula que le dolía.

Puede que dejara su clase. En cuanto se diera cuenta de que asistiría a la clase de la doctora Monroe, Kristi probablemente cambiaría de programa. No había duda de que ella no deseaba verlo más de lo que él deseaba tratar con ella. Y la idea de que él iba a ser su profesor probablemente la ahuyentaría, dejaría sus clases. Por supuesto que lo haría.

Bien.

Leyó el resto de la lista de clase de treinta y cinco estudiantes interesados en la criminología; ahora treinta y cuatro. Su mirada regresó al primer nombre de la lista: Rylee Ames. Inquieto, Jay se rascó la incipiente barba de su mentón.

¡Qué demonios le había ocurrido?

Capítulo 2

– … Ni música alta, ni mascotas, ni fumar, todo está aquí, en el contrato -dijo Irene Calloway, a pesar de que ella misma olía sospechosamente a humo de tabaco. Con sus setenta y pocos años, unos escasos mechones cortos de pelo gris que asomaban por debajo de una boina roja, Irene lucía delgada como un palillo en el interior de sus anchos vaqueros gastados y su camiseta demasiado grande para ella. A modo de chaqueta llevaba una varonil camisa de franela, y observaba a Kristi a través de unas gafas de gruesos cristales. Kristi y ella estaban sentadas a una pequeña mesa rayada, en el estudio amueblado que había en la tercera planta. El lugar tenía una suerte de encanto, con sus techos abuhardillados, la vieja chimenea, los suelos de madera y las ventanas de cristales empañados. Era acogedor y tranquilo, y Kristi no podía creer en su suerte al haber encontrado aquel lugar. Irene golpeó con su dedo largo y nudoso sobre la letra pequeña del contrato.

– Lo he leído -le aseguró Kristi, aunque la copia que ella había recibido por fax estaba borrosa. Sin más dilación, firmó ambas copias del contrato por seis meses y le devolvió uno de ellos a su nueva patrona.