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Dobló una esquina justo cuando un cachorro de beagle se lanzaba hacia la calle. Jay pisó el freno. Bruno chocó contra el salpicadero.

– ¡Cristo! -Un utilitario en sentido contrario patinó hasta detenerse.

Un hombre alto y delgado de algo más de veinte años, que corría con una correa en una mano, esprintó entre los coches, gritando al perseguir al huidizo perro.

– ¿Estás bien, colega? -le preguntó Jay a Bruno, con el corazón desbocado.

Bruno volvió a trepar al asiento del copiloto y le dedicó un ladrido al cachorro díscolo mientras Jay pasaba los escasos edificios hasta llegar a la cabaña. Junto a la casa, Bruno presionaba su hocico contra el cristal y agitaba su cola.

– ¿Crees que este es tu hogar? -inquirió Jay, y aparcó delante de la destartalada vivienda con su porche descolgado y el descuidado patio-. ¡Ni hablar!

Pero entonces, ¿cuál era? ¿Su aséptico apartamento de Nueva Orleans? Aquello no era mejor.

A decir verdad, desde el Katrina, Jay no había dejado de moverse, sintiéndose como si no perteneciera nunca más a ningún sitio. Su renovado apartamento le había parecido de repente pequeño y asfixiante, y cuando pasó aquellos meses con Gayle mientras salían juntos, sintió como si no perteneciera a aquel lugar en absoluto; siempre preocupado por si llevaba puestos los zapatos en casa o por si había derramado café en la alfombra… no, esa casa era demasiado perfecta; todo estaba en su sitio excepto Jay. Él había sido lo único que Gayle había escogido y que no encajaba en su hogar o en su vida.

Luego estaba el estudio de Kristi, donde podía abrir una cerveza, comer pizza fría un domingo por la mañana o dejar sus pantalones tirados por el suelo.

– ¿Y qué? -dijo en voz alta.

El apartamento de Kristi Bentz no era la respuesta que buscaba para sus necesidades de un hogar estable, no más que aquella cabaña perteneciente a sus primas.

Sin gustarle el rumbo que su mente parecía decidida a tomar, Jay salió de la camioneta. Bruno saltó al exterior, preparado para levantar la pata y marcar cada descuidado arbusto o pino que llevaba hasta la puerta principal. Jay descargó la parte trasera de la camioneta, acarreando los sacos de cemento, los elementos ligeros, y las latas de pintura. Llevó todo al interior, dio de comer al perro y se fue directo a la ducha.

Sus pensamientos volvieron a Kristi y a su noche de sexo. Después de todas las advertencias que se había hecho, sus reprimendas mentales, había caído en la misma vieja trampa y terminado en su cama. Justo donde realmente había querido estar. Y por Dios, como científico no creía en toda esa tontería del romanticismo. El sexo, después de todo, era sexo. Unas veces mejor que otras. Pero en realidad no se había creído lo de la conexión emocional. En algún momento incluso había esperado que, tras tumbarse en la cama con Kristi y pasar horas haciendo el amor, de alguna forma milagrosa pudiera haberse curado de ella.

Por supuesto, estaba equivocado.

Seriamente equivocado.

Con Kristi, había algo más que una simple gratificación sexual. Siempre lo hubo. De hecho, para ser sincero consigo mismo, había admitido que su fascinación por ella estaba peor que nunca.

– Muy bien, Romeo -murmuró, quitándose la ropa y adentrándose en la ducha del cuarto de baño verde fosforito. No podía evitar sentir sino deseo porque ella estuviese con él, por poder lavar su cuerpo con jabón, sentir sus manos deslizándose hacia abajo sobre su piel, besar sus pechos mientras el agua caía en cascada sobre ellos, y levantarla, sentir sus piernas a su alrededor y…

Uh, demonios. Se estaba provocando una erección con solo pensarlo. Se enjabonó con rapidez, manipuló los grifos para que saliera el agua fría, y se quedó ahí mientras su erección bajaba. En cuestión de minutos, se secó con una toalla, y luego se puso unos vaqueros limpios y una camiseta de manga larga de su bolsa deportiva. Después calcetines y zapatos, y tras coger su ordenador portátil, salió de nuevo por la puerta, llamó a Bruno, que yacía sobre la abundante hierba del patio, junto a un roble, donde una ardilla había sentado su residencia en una rama fuera de su alcance.

– Ríndete -le advirtió Jay a su perro mientras la ardilla, agitando la cola, emitía unos chillidos agudos-. Vámonos.

Durante los días fríos, llevaba al viejo sabueso con él a todas partes. Bruno estaba contento de esperar en el coche mientras Jay hacía los recados. Mientras la temperatura lo permitiese, Jay se imaginaba que era mejor que tener al perro encerrado en aquel destartalado sitio durante tantas horas seguidas.

Salió del camino de entrada hacia la calle. Próxima parada, la ferretería, seguida de la casa Wagner, la cual podría estar abierta por la tarde. Pensó que tal vez pudiera incluso parar en la cafetería para almorzar, ver a Kristi en acción.

Ella lo odiaría.

Y a él le encantaría.

* * *

Kristi no tenía mucho tiempo, pero, con la bici, acortó a través del campus, pasando entre peatones, corredores y patinadores hacia la casa Wagner. Hoy la casa tenía un aspecto menos siniestro ante la oscura luz del día; el tejado de pico afilado, las ventanas de cristal biselado, gárgolas sobre los bajantes; todo ello era parte del estilo arquitectónico de una época pasada. Antes de dejar su apartamento, Kristi se había tomado la molestia de obtener una nueva lista de estudiantes en la escuela, y localizó a Marnie Gage en la misma. La fotografía de Marnie había aparecido en la pantalla junto a su escueta biografía, la cual informaba de que se había graduado en el Instituto Grant en Portland, Oregón, y ahora era una estudiante superior de Lengua que llevaba de un cursillo de teatro.

Una vez más aparecía el departamento de Lengua, pensó Kristi. No hacía falta tener un doctorado para imaginar que la chica estaba, o había estado, en el mismo grupo de asignaturas que Kristi y las chicas desaparecidas. Kristi estaba empezando a creer que el departamento al completo estaba involucrado de alguna manera en aquel club vampírico alternativo, o lo que fuera eso.

– Es ridículo -dijo para sí.

Pero ¿lo era?

Su piel se erizó y volvió a percibir que alguien la estaba observando. Alguien oculto. Alguien malvado.

Sintió un escalofrío, una ráfaga de aire frío impactando en su nuca. Bajo un cielo cubierto de nubes que amenazaban lluvia, Kristi apoyó su bicicleta contra la verja de hierro forjado y comprobó la puerta. Estaba cerrada. Por supuesto. A pesar de empujarla con fuerza o de hurgar en el pestillo, no se movió, y las horas de acceso colgadas sobre la puerta indicaban que el museo no abriría sus puertas hasta las dos de la tarde. Supuestamente, el museo cerraba a las cinco y media.

Pero la noche anterior había abierto.

La misma Kristi había estado en su interior. Junto con Marnie Gage y al menos otra persona, puede que más. ¿Habían estado en el sótano al que se bajaba por la escalera cerrada? ¿Se trataba del lugar de encuentro que Lucretia había mencionado antes de negarlo?

– Esto es muy extraño -se dijo. Examinó la antigua construcción mirando entre los barrotes de hierro forjado de la verja, pero tan solo pudo ver la parte superior de las ventanas del sótano, oscuras y opacas. Probablemente lo usaban como almacén. No había reuniones secretas donde corriese la sangre, o reverenciados vampiros.