Выбрать главу

Kristi no perdió ni un segundo. Corrió hasta la tercera planta y, una vez allí, se dirigió hacia la puerta de la habitación que daba al patio trasero, en la que estaba segura de haber visto a Ariel, u otra persona, permanecer frente a los deformes paneles de cristal.

Oyó el pesado avance del padre Mathias subiendo las escaleras.

– Señorita… por favor… no está permitido…

Kristi giró el picaporte y la puerta se abrió de golpe hacia una estancia vacía. Era la que contenía la casa de muñecas victoriana. No había nadie en el interior pero la casa de muñecas, que antes estaba cerrada, ahora estaba abierta, mostrando sus habitaciones perfectamente amuebladas.

– ¿Hola? -llamó Kristi, alterando las motas de polvo, pero nada más. Comprobó el armario, tan solo para asegurarse.

Estaba vacío.

Pero, junto a la ventana que estaba sobre el porche trasero, colgaba una túnica negra con una bolsa por encima, ambas de cara a la ventana… igual que la pasada noche, cuando había registrado la casa.

¿Se había confundido?

¿Creyó haber visto una cara cuando en realidad no era sino aquella túnica y la bolsa?

– ¿Satisfecha? -inquirió Georgia, entrando con sus tacones junto al padre Mathias; su pálida piel estaba encendida debido al esfuerzo del veloz ascenso-.

¿No hay nadie escondido en los rincones? ¿Ninguna chica muy asustada? -preguntó sacudiendo su cabeza-. Conozco las historias que se cuentan sobre esta casa; y sí, a principios de los años treinta una persona fue asesinada aquí; el crimen jamás se resolvió. También sé del grupo de chicos góticos que rondan por aquí, fascinados por la arquitectura y la historia de la mansión, pero en realidad no es más que un museo, lleno de objetos muy valiosos y personales. Por lo tanto no podemos permitir que nadie, ni siquiera tú, vaya por ahí correteando descontroladamente. Si en verdad has perdido tus gafas, lo cual sospecho que es una absoluta patraña, regresa cuando la señora Katcher esté de servicio y pueda ayudarte, por favor.

– Anoche una chica entró en la casa -insistió Kristi-. Yo la vi. La seguí. Entró aquí y… desapareció. ¿Quizá… en el sótano?

– ¿Otra chica? ¿O era la misma que estaba asustada?

– Era distinta.

Georgia resopló conteniéndose.

– ¿En el sótano? ¿Por qué?

– Creía que usted podría decírmelo.

– Tan solo se utiliza como almacén.

El padre Mathias permaneció en el umbral, casi como si temiese entrar.

– Acabo de estar en el sótano y no está desierto -le comentó a Georgia-. He encontrado indicios de ratas. Creo que deberíamos llamar a un exterminador, pero aparte de muebles viejos, arcones y cajas, no hay nada allí abajo. -Metió una mano en un profundo bolsillo de su sotana y sacó un pañuelo, con el que secó su frente.

– Sí, llama a alguien para que se encargue del problema. -Georgia se mostraba indiferente-. En cuanto a ti… -Miró hacia Kristi-. ¿Quién eres tú? Kristi se planteó mentir, pero era algo demasiado fácil de descubrir.

– Kristi Bentz. Estudio aquí.

– Bien, Kristi; si realmente entraste anoche en la mansión, cometiste allanamiento -expuso Georgia, apretando las comisuras de los labios-. Si descubrimos que falta algo, créeme, llamaremos a la policía y tu nombre aparecerá.

– ¿No tienen cámaras de seguridad? -preguntó Kristi-. Ya sabe, con todos esos objetos tan valiosos, supongo que tendrán algún sistema de seguridad instalado. Comprueben la cinta.

– Hasta ahora, no habíamos necesitado ninguno -aclaró el padre Mathias con frialdad.

Georgia inspiró con fuerza.

– Obviamente es algo que necesitamos discutir en la próxima reunión de la junta. Ahora, señorita Bentz, es hora de que se marche.

– Te acompañaré hasta la salida -se ofreció el sacerdote-. Se me ha hecho tarde. Ya tendría que estar preparando la misa.

No tenía ningún sentido discutir, y también Kristi tenía que marcharse.

En cuanto el padre Mathias la acompañó afuera, incluyendo el acto de abrirle la puerta, Georgia Clovis la siguió con su abrigo ondeando a su alrededor mientras se dirigía hacia un elegante Mercedes negro.

Kristi había pensado en mencionar el nombre de Marnie Gage, pero decidió guardarlo para sí por el momento. Puede que pudiera hablar con Marnie. No interrogarla, sino ganarse su confianza, hacerse su amiga, aunque hasta ahora su plan de penetrar en el círculo interno del culto vampírico no había dado resultado. No solo con Ariel, sino que ahora Lucretia la evitaba como a la peste.

Sonaron las campanas de la capilla interrumpiendo sus cavilaciones, mientras el sacerdote se apresuraba en bajar los escalones para abrir la verja y sostenerla para ella.

– Ten cuidado -le susurró tan suavemente que estuvo a punto de no oír las palabras-. Que el Señor esté contigo.

Kristi se dio la vuelta, pero él ya se encontraba corriendo hacia la iglesia y no tuvo tiempo de perseguirlo. Tras ponerse el casco, Kristi subió a la bicicleta, cogió velocidad y cambió de piñón, mientras la lluvia empezaba a caer de forma más continua, chocando contra el asfalto y deslizándose bajo el cuello de su chaqueta. El aviso del padre Mathias resonaba en su cabeza al poner rumbo a la cafetería. La goma de sus ruedas zumbaba sobre los caminos de cemento y ladrillo, y al pasar sobre los charcos que empezaban a formarse. Bordeó la biblioteca y luego aceleró a lo largo de un aparcamiento, antes de llegar a una calle principal y recorrer seis manzanas hasta la parte de atrás del restaurante.

¿Qué era lo que el sacerdote trataba de decirle? Obviamente que abandonase. Pero había algo más, estaba segura, secretos que no estaba dispuesto a compartir.

Su corazón latía alocadamente cuando se bajó de la bicicleta y la encadenó junto a un poste. Tras quitarse el casco y secarse las gotas de la cara, se dirigió hacia el interior, directamente al corazón del caos. El Bard's Board estaba lleno de la gente que esperaba para el brunch, gente de pie y que esperaba una mesa. Los cocineros trabajaban sin descanso, los camareros anotaban los pedidos y se apresuraban entre las mesas, y los ayudantes las limpiaban en cuanto quedaban libres.

Uno de los hornos se había estropeado la noche anterior, y uno de los encargados de la freidora, quien se consideraba un «manitas», trataba de arreglarlo. Se encontraba de rodillas, con su cabeza en el interior y sus enormes zapatos del número cuarenta y seis en mitad de la diminuta cocina, de forma que todo el mundo tenía que saltar por encima de él.

Kristi se ató el delantal, se lavó las manos y agarró su libreta. No tenía tiempo para pensar en lo que había pasado en la casa Wagner.

– ¡Gracias a Dios que estás aquí! -Ezma pasó como una exhalación con una bandeja llena de vasos de agua-. Los nuevos no pueden seguir el ritmo.

– Creía que yo era una de las nuevas.

– Me refiero a «Tonto» y «Boba» -masculló Ezma entre dientes-. No sirven para nada. -Desvió su mirada hacia dos camareros. Uno de ellos, «Tonto», era un chico alto y delgado que no parecía tener más de dieciséis años y su verdadero nombre era Finn. «Boba» era una chica de unos veinte años, con mejillas sonrosadas, inquietas trenzas marrones y unas curvas que no se molestaba en ocultar. Su verdadero nombre era Francesca, pero no parecía funcionar. Incluso durante aquel alocado bullicio, Tonto-Finn se tomaba su tiempo para ligar con ella, y Boba-Francesca se pasaba el tiempo ignorando sus mesas.

Kristi examinó los platos especiales.

– ¿Esto es todo? -preguntó al advertir que algunos de los productos más populares, las crepés de gamba, el pastel de cangrejo y el estofado de langosta habían sido eliminados de la pizarra; todavía eran tenuemente visibles sus nombres shakesperianos.

– Con el horno estropeado estamos limitados a lo que estaba preparado de antemano o a lo que puede freírse. Ofrece los buñuelos de pez gato y el jambalaya.