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Kristi apoyó su puño contra la cadera de Jay.

– Estás de broma, ¿verdad?

– No he encontrado mucho que comer en tu casa -respondió al tiempo que guiñaba un ojo.

– Ni yo tampoco. -Había estado tan ocupada que no se había dado cuenta del hambre que tenía, pero, ahora que las cosas se habían tranquilizado, su estómago rugía.

– ¿Entonces qué sugieres?

– Que me esperes fuera y me lleves a cualquier otro sitio para almorzar.

– Todavía mejor, pediremos algo del menú para llevar y volveremos a tu apartamento. Hay algo que quiero enseñarte.

– Dame quince minutos para terminar con la sección -le pidió mientras él arrastraba su silla, recibiendo una mirada maliciosa de la dueña, quien le había sentado específicamente donde él le había pedido.

Kristi terminó enseguida, desató su delantal, lo lanzó a la cesta de la ropa sucia y se despidió con la mano de Ezma, que aquel día tenía doble turno. Unos minutos después, empapándose bajo la lluvia, Kristi llevó su bicicleta hasta la camioneta de Jay, la arrojó en la parte trasera y apartó a Bruno del asiento al subir al interior. La cabina estaba invadida por el picante aroma de tomates, ajo y marisco.

– No me digas que la dueña te ha aconsejado el jambalaya.

– Sonaba bien. -Jay salió marcha atrás del aparcamiento al tiempo que Bruno se subía al regazo de Kristi y se dirigían a su apartamento.

Igual que una pareja casada, pensó lacónicamente mientras los limpiaparabrisas apartaban la lluvia. El marido llega y recoge a su mujer del trabajo.

– Hoy he llegado tarde a mi turno -comentó ella bajo el sonido de una canción country que sonaba en la radio-, porque hice una parada en la casa Wagner. -Kristi le hizo una rápida y resumida versión de lo que le había ocurrido y Jay la escuchó en silencio mientras cubrían la escasa distancia hasta el apartamento de Kristi. Cuando hubo terminado, finalizando con la advertencia del padre Mathias, su expresión era seria.

– Puede que sea el momento de ir a la policía.

– ¿Con qué? ¿Con una especie de advertencia sobre mi allanamiento? No creo que ni Georgia Clovis; oh, disculpa, Georgia Wagner Clovis, ni el padre Mathias Glanzer sean una gran amenaza.

– Ya me he cruzado con Georgia -dijo él-. Yo no la subestimaría.

– ¿Te has cruzado con ella?

– En uno de los encuentros entre la facultad y la administración. Ella estaba allí, junto a su hermano y su hermana. -Miró hacia Kristi-. Por lo que pude observar, no existe un gran cariño entre los herederos de Wagner. Se evitaron durante toda la noche. Georgia parece ser el perro dominante de la manada.

– ¿Es esa tu forma de decir que es una perra?

Jay torció sus labios por una de las comisuras.

– El resto del clan no era para tirar cohetes. Su hermano, Calvin, parecía estar incómodo a más no poder, como si estuviera obligado a asistir al encuentro; y la hermana menor, Napoli, conservaba las apariencias, pero me dio la sensación de que no los echaba demasiado en falta. Un grupo extravagante. Todos ellos cansados de ser Wagner, como si ese apellido tuviese el mismo peso que Rockefeller o Kennedy.

– Te cayeron bien, ¿no? -bromeó ella.

– Eran de lo más divertido.

Kristi sonrió y rascó a Bruno por detrás de las orejas.

– ¿Y cuáles son tus planes para el resto del día?

– Tengo tarea esta tarde. Calificar unos trabajos.

Ella gruñó, al saber que el suyo estaría entre ellos.

– Dame una matrícula de honor, ¿quieres? Me vendría bien.

– Ya te lo he dicho. Voy a ser más duro contigo.

– Hmmm. ¿Qué puedo hacer,… para que cambies de idea?

Jay curvó sus labios y fingió pensarlo bien durante un rato.

– Me quedo con el sexo.

– ¿Sexo a cambio de una matrícula de honor?

– No. Simplemente me quedo con el sexo.

Kristi emitió un sonido amortiguado.

– No soy tan fácil, profesor McKnight. A lo mejor quieres llamar a Mai Kwan. Esta mañana estaba muy pendiente de ti. Creo que tiene un flechazo.

– Un flechazo -repitió con aire pensativo-. ¿Qué hay de usted, señorita Bentz?

– Nada de eso.

– Eres una pésima mentirosa. Tienes un flechazo mayúsculo por mí.

– Eso es completamente de tu invención.

Jay sonrió como un bobo y ella tuvo que apartar la mirada; su corazón latía atropelladamente con una absurda felicidad. Sabía demasiado bien que se estaba enamorando de Jay, algo que se había jurado a sí misma que jamás ocurriría. Y, maldita sea, él lo sabía. Lo veía en aquella sonrisa de suficiencia, incrustada en su atractiva barbilla, necesitada de un urgente afeitado. Que se fuera al infierno.

Tras ajustar los limpiaparabrisas a una mayor velocidad, Jay continuó.

– Así que pensé que trabajaría desde tu casa.

Kristi dejó escapar una tenue sonrisa. La idea de estar encerrada con él durante el resto de la tarde, con la lluvia golpeando en los aleros del tejado, puede que un fuego tras la rejilla de la chimenea, sonaba como el paraíso. Necesitaba un descanso, necesitaba dejar de pensar en chicas desaparecidas, vampiros y viales de sangre.

– Suena bien.

– Sí, creo que pareceré muy concienzudo, muy profesional ante la cámara.

– ¿La cámara?

– Sí, una película -dijo de forma enigmática, obviamente disfrutando de la preocupación de Kristi, antes de tomar una curva y ver aparecer la casa de apartamentos.

– ¿Qué es lo que quieres que haga? ¿Grabar un vídeo de ti? Yo no tengo cámara de vídeo y, aunque la tuviera, no tengo tiempo de…

– Tú no.

– ¿De qué estás hablando?

La camioneta se zarandeó hasta llegar al aparcamiento y Jay la estacionó en un hueco junto al coche de Kristi antes de apagar el motor.

– Ya lo verás -añadió, y de repente apareció un indicio de risa en sus ojos-. Vamos a subir.

– Esto me está dando mala espina.

– Eso espero. Pero hagas lo que hagas, limítate a actuar de forma natural cuando estemos dentro, no hagas ninguna pregunta. -Agarró la bolsa de comida a la vez que ella abría la puerta de su lado y Bruno saltó al suelo-. Coge esto. Yo llevaré la bici.

– ¿Qué está pasando?

– Nada bueno.

Jay iba justo por detrás de ella cuando subieron las escaleras y ella abrió la puerta que daba a su estudio. En el interior, todo parecía justo como lo había dejado. Jay aparcó la bicicleta junto a la puerta mientras ella soltaba la bolsa y su mochila sobre la mesita de café.

– ¿Vas a contarme por qué demonios actúas de una forma tan extraña?

– Es que estaba impaciente por traerte a casa -respondió acercándola hacia él-. Sígueme el juego -le susurró al oído antes de continuar hablando con su voz normal-. ¿No te presté un libro de texto? Ya sabes, el de análisis de adn.

– ¿Qué libro? -preguntó ella, pero Jay ya se encontraba mirando hacia la librería que había junto a la chimenea.

– El que me prometiste que me devolverías, oh… creo que ya lo he visto. -Sonrió y le dio una juguetona palmada en el trasero; después se dirigió hacia el otro lado de la habitación.

Kristi, preguntándose a qué demonios jugaba, hizo lo que le había pedido; abrió las bolsas, sacó los envases de cartón y fue a por cucharas y servilletas. Vio a Jay caminar hacia la esquina de la sala por el rabillo del ojo, apoyarse sobre la mitad inferior de la estantería y empujar algunos de sus libros contra la chimenea.

– Allá vamos -dijo él mientras Kristi servía el jambalaya en los platos. Jay empujó varios libros más hacia la chimenea y después extrajo un ladrillo suelto de su lugar para revelar lo que parecía ser una caja negra, del tamaño de un teléfono móvil o un busca.