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En su mente se formó la imagen de una cabeza castaña inclinada sobre una rubia, de un bebé alimentándose de un biberón… o de un pecho. Se sintió como se había sentido una hora después que muriera su padre. Impotente. Traicionado. Con deseos de llorar.

Nancy llegó de hacer las compras y él se obligó a comportarse con normalidad.

– ¿Hola, llamó alguien? -preguntó ella.

– Sí, Mike.

– ¿Vienen esta noche, no?

– Sí, pero me pidió que fuera a ayudarlo a sacar el tanque de fuel oil de Ma esta tarde. Vamos a arrojarlo al basural. -Por fin habían convencido a Ma de poner una caldera nueva. Había sido instalada la semana anterior. Era una mentira lógica.

– Ah, bueno. ¿Nada más?

– No.

Eric se movió como un avión con piloto automático, como si le hubieran arrebatado toda la voluntad. Fue arriba a afeitarse de nuevo, cambiarse la ropa, volver a peinarse y pasarse loción por las mejillas. En todo momento, pensaba: ¡Estás loco, hombre! ¡No te acerques a ese hospital! Pero siguió preparándose, sin poder resistirse; comprendía que ésta sería su única oportunidad de verla. Una vez que Maggie la llevara a su casa, podrían pasar meses, años antes de que aprendiera a caminar y él tuviera la suerte de encontrárselas en el centro.

Una mirada a su hija, un atisbo de ella y saldría a toda máquina de allí.

En el dormitorio, delante del espejo iluminado de Nancy, examinó su aspecto una última vez, deseando haber podido ponerse pantalones de vestir y saco. ¿Para llevar el tanque de combustible de Ma al basural? Tenía la camisa blanca estirada dentro de los jeans, pero sé alisó la parte delantera una vez más, luego se llevó la mano al estómago, que le temblaba. ¿De qué tienes miedo? Exhaló con fuerza, se apartó de su imagen y bajó a buscar su campera.

Mientras se la ponía preguntó, sin mirar a Nancy:

– ¿Necesitas ayuda con la cena?

– Eres genial con la ensalada César. Te iba a pedir que me la prepararas.

– Muy bien. Regresaré con tiempo para hacerlo.

Salió apurado, antes de que ella pudiera besarlo.

Se había comprado una camioneta Ford nueva. Sin propaganda en las puertas, nada que anunciara quién era el dueño. Mientras conducía hacia el Door County Memorial Hospital, esa tarde gris de noviembre, recordó un día similar a ése, pero con nieve, cuando Maggie y él fueron a Bahía Sturgeon para asistir a la venta de una propiedad. Fue el día que compraron la cama donde probablemente fue concebida su hija. La cama que estaba ahora en la Habitación del Mirador en la Casa Harding. ¿Quién dormiría en ella? ¿Desconocidos? ¿O se la habría guardado Maggie para ella? ¿Habría una cuna en un rincón? ¿O un moisés contra la pared? ¿Una mecedora en una esquina?

Dios, todo lo que se perdería. Todas las dulces, comunes etapas paternales que se perdería.

El hospital quedaba en 16th Place, al norte del pueblo, donde los edificios comenzaban a ralear. Era una estructura de tres pisos con el ala de maternidad en el primero. Conocía muy bien el camino. Había estado allí seis veces para ver los bebés de Barb y Mike. Media docena de veces se había parado junto al cristal, contemplando las criaturas de rostro rosado, pensando, mucho tiempo atrás, que algún día tendría uno él también; con el correr de los años había tomado conciencia de que las probabilidades de que eso sucediera iban disminuyendo. Y ahora aquí estaba, tomando el ascensor en la planta baja, entrando por las puertas dobles en el ala de maternidad, padre por fin, pero teniendo que ir a escondidas a ver a su hija.

En la cabina de enfermeras, una mujer regordeta, de unos cuarenta años, con un lunar en la mejilla izquierda, levantó la vista al verlo pasar y lo observó a través de gruesos lentes que le agrandaban los ojos y les daban un tinte rosado. Eric conocía el procedimiento: cualquiera que quisiera ver un bebé, debía pedir en la enfermería que se lo acercaran al ventanal de observación, pero él no pensaba hacerlo. Quizá tuviera suerte, quizá, no. Saludó con la cabeza a la mujer y dobló la esquina hacia el ventanal de la nursery sin decir una palabra. Al pasar junto a puertas abiertas, miró hacia adentro, preguntándose cuál sería la habitación de Maggie, diciéndose que si llegaba a tener un atisbo de ella, no se detendría. Pero sentía increíbles ansias de verla, ahora que estaba tan cerca. A pocos metros de allí, detrás de una de esas paredes, estaría tendida sobre una cama alta y dura, reponiéndose físicamente… ¿y su corazón? ¿Se estaría reponiendo, también? ¿O sentiría dolor al pensar en él, como sufría él cuando pensaba en ella? Si preguntara el número de su habitación y se detuviera en la puerta, ¿cuál sería la reacción de Maggie?

Llegó a la ventana de la nursery sin encontrarse con nadie y miró adentro. Paredes blancas adornadas con coloridos conejos y osos. Una ventana en la pared de enfrente. Un reloj con marco azul. Tres cunitas transparentes ocupadas. Una con una tarjeta de nombre azul, dos con tarjetas rosadas. Desde esa distancia, no podía distinguir los nombres. Se quedó allí, aterrado, traspirando, sintiendo que la sangre se le iba al pecho y le faltaba el aliento, como si lo hubieran tacleado y hubiera caído con fuerza.

El bebé debajo de la tarjeta rosada a la izquierda estaba de espaldas, llorando, con los brazos en alto agitándose como tallos tiernos en la brisa. Se acercó más al ventanal y sacó los lentes del bolsillo de la campera. Cuando se los puso, pudo distinguir las letras sobre la tarjeta rosada.

Suzanne Marian Stearn.

Su reacción fue veloz y feroz como la pasión. Una oleada intensa lo elevó al techo y lo arrojó de nuevo al suelo. Le rugió en los oídos -¿o se trataría de su pulso enloquecido?- Le hizo arder los ojos… ¿o serían las lágrimas? Lo dejó pleno y anhelante, satisfecho y vacío, deseando no haber venido y al mismo tiempo sabiendo que le habría roto los brazos al que hubiera tratado de detenerlo.

Amor de padre. Insensato y reaccionario, no obstante más real e intenso que cualquier amor que hubiera experimentado.

El pelo de la niña era del largo, del color y de la textura de una semilla de diente de león. Le crecía en una media luna perfecta alrededor de la cabeza, rubio como el de él en sus fotografías de bebé, como el de Anna, como el de la madre de Anna.

– ¿Suzanne? -susurró, tocando el vidrio. Estaba enrojecida y malhumorada, con el rostro fruncido por el llanto y los ojos cerrados con fuerza. Dentro de una mantita de franela blanca, agitaba los pies con furia. Al observarla, aislado por un cuarto de pulgada de cristal transparente, Eric sintió un anhelo tan fuerte que tuvo que estirarse hacia ella, aplanando una palma contra el cristal. Jamás se había sentido tan coartado. Tan impotente.

¡Levántenla! ¡Que alguien la levante! Está mojada, o tiene hambre o le duele el estómago, ¿no se dan cuenta? O quizá la luz es demasiado fuerte o quiere que le destapen las manos. Que alguien le destape las manos. ¡Quiero verle las manos!

A través del cristal la oyó llorar, con un chillido similar al de un pájaro en la distancia.

Entró una enfermera, sonriendo, y levantó a Suzanne de la cunita esterilizada, hablándole de un modo que le daba a sus labios la forma del ojo de una cerradura. Su tarjeta de identificación decía Sheila Helgeson; era una joven bonita con pelo castaño y hoyuelos, desconocida para Eric. Acunó al bebé en un brazo y le liberó el mentón de los pliegues de la balita, poniéndola de cara hacia Eric. Ante el contacto, la niña se calló de inmediato y abrió la boca, hurgando en busca de alimento. Al no recibir nada, se echó a llorar de nuevo con todas sus fuerzas. El rostro se le amorató.

Sheila Helgeson la meció con suavidad, luego levantó la vista y sonrió al hombre detrás del cristal.