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– Es hora de comer. -Eric le leyó los labios y experimentó una intensa sensación de pérdida cuando la enfermera se la llevo.

¡Vuelva! ¡Soy el padre y no podré regresar!

Sintió un nudo en la garganta, una opresión en el pecho que se asemejaba mucho al miedo. Respiraba con jadeos cortos, tenso por el esfuerzo que le costaba controlarse.

Se volvió y se alejó; sus pasos resonaban como disparos en el corredor vacío. Una simple pregunta era todo lo que necesitaría para saber el número de habitación de Maggie. Podría entrar, sentarse junto a la cama, tomarle la mano y… ¿y qué? ¿Llorar juntos por la separación? ¿Decirle que la amaba? ¿Que lo sentía? ¿Abrumarla con más peso todavía?

No, lo mejor que podía hacer por ella era irse de allí.

En el ascensor, mientras bajaba a la planta baja, se apoyó contra la pared y cerró los ojos, luchando contra las ganas de llorar. Las puertas se abrieron y allí estaba Brookie, con un ramo de flores.

Ninguno de los dos se movió hasta que las puertas comenzaron a cerrarse y Eric las detuvo y salió. Las puertas se cerraron y los dos se quedaron frente a frente, serios, sin saber qué decirse.

– Hola, Brookie.

– Hola, Eric.

No tenía sentido fingir.

– No le digas que estuve aquí.

– Le gustaría saberlo.

– Motivo de más para no decírselo.

– ¿Entonces arreglaste las cosas con tu mujer?

– Estamos en eso. -En su rostro no había alegría al admitirlo. -¿Qué va a hacer Maggie con la hostería?

– La cerró por ahora. Está pensando en ponerla en venta en la primavera.

Otro golpe. Eric cerró los ojos.

– ¡Ay, Dios!

– Cree que será mejor irse a vivir a otra parte.

Pasó un instante hasta que él pudo volver a hablar.

– Si te enteras de que necesita ayuda, cualquier tipo de ayuda, ¿me lo dirás?

– Por supuesto.

– Gracias, Brookie.

– De nada. Cuídate.

– Sí. Y por favor, no le digas que vine.

Brookie levantó una mano a modo de despedida, cuidándose de no hacer promesas. Lo observó dirigirse a las puertas de salida. Mientras subía a la habitación de Maggie, pensó en su responsabilidad como amiga: ¿qué preferiría Maggie que hiciera? Maggie seguía amándolo, pero estaba esforzándose por sobreponerse y sobrevivir a la pérdida.

Brookie entró en la habitación justo en el momento en que la enfermera le ponía el bebé en los brazos.

– ¿Eh, Mag, cómo van esas ubres? -la saludó.

Maggie rió al verla, aceptando el bebé y un biberón.

– No del todo mal, pero en un par de días, cuando baje la leche, estarán como globos. Pero mira lo que tengo aquí.

– Ah, la tan esperada criatura. -Brookie dejó el ramo y fue directamente hacia la cama mientras la enfermera se marchaba. -Hola, Susana Banana, ¿qué se siente al estar en el mundo? Dios mío, Maggie, es una belleza. Bizca y todo.

La risa de Maggie sacudió a la niña.

– ¿Trajiste flores?

– Para ella, no para ti.

– Entonces ábrelas, así las ve.

– Muy bien. -Brookie rompió el papel. -Mira Suzanne, estas son gloxinias ¿puedes decir gloxinia? Vamos, inténtalo: glo-xi-nia. ¿Qué es esto, Maggie, la chica ni siquiera sabe decir gloxinia, todavía? ¿Qué estás criando, una retardada?

Brookie siempre traía su propia marca de cariño: atrevimiento y humor. Abrazó a Maggie y luego dijo:

– Bien hecho, vieja. Es una belleza. -Instantes después apareció Roy con un oso del tamaño de una reposera y un ramo de flores; dejó ambas cosas de inmediato en cuanto vio a su nieta. Estaban todos adulando a la beba cuando entró Tani, seguida a los quince minutos por Elsie Beecham, vecina de toda la vida de los Pearson. Debido al alboroto de las visitas, Brookie no tuvo oportunidad de contarle a Maggie la visita de Eric.

La felicidad de Maggie por el nacimiento de Suzanne estaba empañada por momentos de gran melancolía. Durante su estadía en el hospital, la ausencia de Vera le dolía mucho. Había tratado de prepararse de antemano, diciéndose que sería ilusionarse en vano creer que Vera cambiaría de parecer después de todo, pero cuando Roy vino a visitarla por segunda vez, Maggie no pudo evitar preguntar:

– ¿Mamá vendrá?

Él se disculpó con la expresión del rostro y con la voz.

– No, mí vida, me temo que no. -Maggie veía cómo se esforzaba él por compensarla por la fría indiferencia de Vera, pero ninguna cantidad de afecto paterno podía mitigar el dolor de haber sido rechazada por su madre en un momento en que, por el contrario, deberían haberse acercado.

También estaba el asunto de Katy. Roy la llamó para avisarle que la beba había nacido, pero Maggie no recibió llamada alguna de su hija. Ni cartas. Ni flores. Al recordar la partida de Katy, a Maggie se le llenaban de lágrimas los ojos pues pensaba en dos hermanas que serían desconocidas la una para la otra y en una hija que, aparentemente, estaba perdida para ella.

Y, por supuesto, pensaba en Eric. Lamentaba su pérdida como había sufrido la pérdida de Phillip. Sufría, también, por la pérdida de él, por la angustia que debería de estar consumiéndolo. Sin duda se habría enterado del nacimiento de Suzanne. Se preguntaba cómo estaría su relación con su mujer y cómo la afectaría el nacimiento de su hija ilegítima.

La tarde del segundo día, Maggie estaba descansando en la cama pensando en Eric cuando una voz dijo:

– Ah, hay alguien que la quiere mucho.

En la habitación entró un par de piernas llevando un enorme florero envuelto en papel de seda verde. Desde atrás del paquete apareció un rostro alegre y una cabeza canosa.

– ¿Señora Stearn? -Era una voluntaria, vestida con un delantal morado.

– Sí.

– Flores para usted.

– ¿Para mí? -Maggie se incorporó.

– Y rosas, nada menos.

– Pero ya he recibido flores de todos los que conozco. -Estaba rodeada de ellas. Habían llegado de gente tan inesperada: Brookie, Fish, Lisa (Brookie las había llamado), Althea Munne, los dueños del almacén donde trabajaba Roy, el propio Roy, hasta de Mark Brodie, en nombre de la Cámara de Comercio.

– ¡Cielos, aquí debe de haber dos docenas! -comentó la voluntaria mientras las depositaba sobre la mesita rodante de Maggie.

– ¿Tienen tarjeta?

La maternal mujer revisó el papel de seda.

– No la veo. Quizás el florista se haya olvidado de ponerla. ¡Bien, que las disfrute!

Cuando ella se fue, Maggie quitó el papel y cuando vio lo que había adentro sintió lágrimas en los ojos y se llevó una mano a los labios. No, el florista no había olvidado la tarjeta. No era necesaria ninguna tarjeta.

Las rosas eran rosadas.

Eric no vino, por supuesto, pero las flores le decían a Maggie lo que le costaba mantenerse alejado y la dejaban sintiéndose vacía cada vez que las miraba.

Vino otra persona, sin embargo; alguien tan inesperado que Maggie quedó anonadada al verla. Fue más tarde ese día, y Roy había vuelto -en su tercera visita- trayendo maní con chocolate para Maggie y un libro llamado Ramillete Victoriano, una colección de poemas pintorescamente ilustrados, impresos sobre papel perfumado. Maggie estaba con la nariz contra una página, inhalando el aroma a lavanda, cuando intuyó que alguien la miraba y levantó el rostro para ver a Anna Severson en la puerta.

– ¡Oh! -exclamó, sintiendo una punzada de angustia y tristeza.

– No sabía si sería bien recibida o no, de modo que pensé que preguntaría antes de entrar -dijo Anna. Sus rizos estaban más duros que nunca para la ocasión. Llevaba una campera de nailon roja sobre pantalones gruesos de poliéster color azul eléctrico.