Выбрать главу

– Hola, Eric. ¿No tienes turno, verdad?

– No, pero no me llevará más de sesenta segundos.

Ella echó un vistazo a la agenda.

– Hoy tiene todos los turnos ocupados. Me temo que lo mejor que puedo hacer es anotarte para las cuatro de esta tarde.

Eric perdió los estribos y gritó:

– ¡No me vengas con pavadas, Pat! ¡Dije que no me llevará más de sesenta segundos y sólo le queda un paciente antes de que salga a almorzar, así que no me digas que no puedo verlo! Si quieres cóbrame la visita, pero ¡tengo que verlo!

Patricia se sonrojó, boquiabierta. Miró hacia la sala de espera, donde una anciana había levantado la mirada de una revista al oír el arrebato de Eric.

– Veré qué puedo hacer. -Patricia empujó hacia atrás su silla con ruedas.

Cuando ella se fue, Eric caminó de un lado a otro, sintiéndose el peor de los matones; recordaba que Pat había tenido debilidad por él. Golpeándose el muslo con los papeles enrollados, saludó con la cabeza a la anciana de pelo blanco que lo miraba como si hubiera reconocido su cara de uno de los afiches de BUSCADO.

En menos de un minuto, Patricia regresó, siguiendo a un gigante que avanzaba con pasos larguísimos, vestido con guardapolvo blanco. Éste señaló la cabina de recepción y ordenó:

– ¡Entra allí, Severson! -Abrió la puerta con violencia, el rostro contraído por la furia e hizo un ademán hacia el final del corredor. -Por allí.

Eric entró en el consultorio de Neil Lange y lo oyó cerrar la puerta detrás de él.

– ¿Qué crees que haces, entrando aquí como un demente y gritándole a Pat? ¡No me faltan ganas de echarte a patadas!

Eric se volvió y encontró a Neil con las manos sobre las caderas, los labios fruncidos, los ojos oscuros furiosos detrás de los lentes cuadrados. Era el doctor Lange de segunda generación, le llevaba sólo tres años a Eric, había traído al mundo todos los bebés de Mike y Barb, le había diagnosticado la hipertensión a Ma y en una época, había salido con Ruth, la hermana de Eric.

Eric respiró hondo y se serenó con esfuerzo.

– Discúlpame, Neil. Tienes razón. Pat, también. Le debo una disculpa y se la daré antes de irme, pero necesito que me expliques una cosa.

– ¿Qué es?

– Esto. -Eric desenrolló las hojas impresas y se las entregó. -Dime de qué es esta cuenta.

Neil Lange comenzó a leerla de arriba abajo, prestándole toda su atención. Cuando llegó a la mitad, levantó la vista hacia Eric, luego siguió leyendo.

Terminó, dejó que las hojas se enrollaran de vuelta y levantó los ojos.

– ¿Para qué quieres saberlo?

– Es de mi mujer.

– Sí, ya vi.

– Y es de algún hospital de Minnesota.

– Ya lo vi.

En silencio, los dos hombres se miraron.

– Sabes muy bien lo que te estoy preguntando, Neil, así que no me mires así. ¿D & C significa lo que yo creo que significa?

– Significa dilatación y curetaje.

– ¿Un aborto, no es así?

Lange vaciló un segundo antes de confirmar:

– Aparentemente, sí.

Eric dio un paso atrás y cayó contra el escritorio de Lange. Se sujetó con ambas manos y hundió el mentón contra el pecho. Lange dobló los papeles con la uña del pulgar y bajó los brazos al costado del cuerpo. Su voz se suavizó.

– ¿No lo supiste hasta ahora?

Eric sacudió la cabeza lentamente, contemplando las motas oscuras de la gruesa alfombra.

– Lo siento, Eric. -Lange le apoyó una mano amistosa en el hombro.

Eric levantó la cabeza.

– ¿Puede haber otro motivo por el que se lo haya tenido que hacer?

– Me temo que no. El laboratorio indica embarazo detectado en el análisis de sangre y tejido quirúrgico II: eso siempre significa aborto. Además, fue hecho en un hospital zonal y no en uno privado o religioso, donde por lo general, no se practican abortos.

Eric se tomó un minuto para absorber su angustia; luego respiró hondo y se incorporó.

– Bueno, ahora lo sé. -Extendió un brazo cansado hacia los papeles. -Gracias, Neil.

– Si quieres hablar, llama a Pat y pídele un turno, pero no vuelvas a abalanzarte aquí en esta forma.

Con la cabeza gacha, Eric levantó una mano en señal de saludo.

– Oye, Eric -siguió diciendo Lange-, éste es un pueblo pequeño y si lo que he estado oyendo es cierto, necesitas poner en orden tu vida. Con todo gusto conversaré contigo de lo que quieras, aun fuera del consultorio, donde no nos interrumpirán. Si lo prefieres, llámame a mí directamente, no a Pat, ¿sabes?

Eric levantó la cabeza, miró al médico con ojos desesperados, asintió y salió. En la recepción, se detuvo.

– Mira, Pat, te pido perdón por… -Agitó los papeles hacia el otro extremo de la ventana. -En ocaiones me comporto como mi animal.

– No te preocupes. Está bien…

– No, no está bien, ¿te gusta el salmón? ¿Ahumado, quizás? ¿En filetes?

– Me encanta.

– ¿Cómo lo prefieres?

– Eric, no es necesario que…

– ¿Cómo?

– De acuerdo. En filetes.

– Muy bien, los tendrás. Te dejaré un paquete mañana, en señal de disculpa.

Condujo despacio hacia su casa, sintiéndose frío como el día de noviembre. Los automóviles se amontonaban detrás de él, sin poder pasarlo en la carretera sinuosa, pero él siguió a la misma velocidad, sin percatarse de ellos. Los finales… qué tristes eran. Particularmente triste era terminar un matrimonio de dieciocho años con un golpe como ese. Su hijo… Dios, ella se había deshecho de su hijo como si no tuviera más importancia que uno de sus vestidos pasados de moda.

Contempló la carretera, preguntándose si habría sido varón o mujer, rubio o castaño, parecido a Ma o al viejo. Caray, ahora estaría andando en triciclo, pidiéndole que le leyera cuentos, navegando con su padre, aprendiendo cosas sobre las gaviotas.

Las líneas blancas de la ruta se le tornaron borrosas a causa de las lágrimas. Su hijo, el hijo de Nancy, que podría haber sido pescador o presidente, padre o quizás madre algún día. Nancy era su mujer, no obstante, él le importaba tan poco que la vida que él había creado en ella era absolutamente prescindible. Durante dieciocho años él había esperado, suplicado casi la mitad de ese tiempo. Y cuando por fin concibieron ese hijo, Nancy lo mató.

Ella todavía no había vuelto cuando Eric llegó, de modo que ordenó el escritorio, sintiendo que la furia crecía dentro de él con cada instante que pasaba, ahora que se le había disipado la tristeza. Empacó las maletas de Nancy, las deshizo y preparó las suyas propias (no iba a darle una sola oportunidad de poder acusarlo de nada), cargó la camioneta y se sentó en la cocina a esperar.

Nancy llegó poco después de la una de la tarde. Entró de costado, con los brazos cargados de paquetes, y el pelo teñido de negro.

– ¡No sabes lo que compré! -exclamó por encima del crujido de las bolsas, al tiempo que las apoyaba sobre la mesada-. Fui a la tiendita que está al lado de…

– Cierra la puerta -le ordenó Eric con voz helada. En cámara lenta, Nancy lo miró por encima del hombro.

– ¿Qué pasa?

– Cierra la puerta y siéntate.

Ella cerró la puerta y se acercó a la mesa con cautela, quitándose los guantes de cuero.

– Cielos, estás furioso por algo. ¿Traigo el látigo? -preguntó, tratando de suavizarlo.

– Hoy encontré algo. -Con ojos de hielo, arrojó la cuenta del hospital por encima de la mesa. -¿Quieres decirme qué es?

Nancy bajó la vista y sus manos quedaron inmóviles. La sorpresa quedó registrada en un leve fruncimiento del entrecejo, luego la disimuló bajo una expresión altanera.