En Helen's Of Course compró un par de vestidos elegantes, uno para viajar, uno para cualquier exigencia que pudiera surgir, olió los perfumes favoritos de todo el mundo, desde Elizabeth Taylor hasta Lady Bird Johnson, pero terminó en Woolworth pagando alegremente dos dólares con noventa y cinco por un frasco de Emeraude, que seguía siendo su perfume favorito.
El martes por la mañana descendió de un taxi en el aeropuerto internacional de Sea-Tac bajo una lluvia torrencial, y del avión cuatro horas más tarde en Bahía Green bajo un sol enceguecedor y alquiló un coche en un estado total de incredulidad. Durante todos sus años de viajes con Phillip siempre habían planeado los viajes semanas, meses por adelantado. La impulsividad era nueva para Maggie y le producía un júbilo indescriptible. ¿Cómo no la había probado antes?
Condujo hacia el norte con una renovada sensación de estar emergiendo y cruzó el canal en Bahía Sturgeon sintiéndose en casa. Door County por fin, y a pocos kilómetros, su primer panorama de huertos de cerezos. Los árboles, ya privados de su botín, marchaban en formación por las praderas verdes y ondulantes bordeadas de muros de piedra y bosques. Huertos de manzanos y ciruelos pesaban de frutas que resplandecían como faros bajo el sol de agosto. De tanto en tanto, sobre la carretera había mercados al aire libre que mostraban coloridos cajones de frutas, bayas, verduras, jugos y mermeladas.
Y por supuesto, estaban los graneros, delatando la nacionalidad de los que los habían construido: los graneros belgas de ladrillo, los ingleses con lucarnas y puertas laterales; los noruegos de troncos cortados cuadrados; los alemanes, de troncos redondos; altos graneros finlandeses de dos plantas; graneros alemanes tipo bunker, construidos bajo tierra, otros mitad de madera y los espacios entre las maderas rellenos con ladrillos. Y un gigantesco espécimen pintado con un diseño floral contra el suelo rojo.
En Door County las estructuras de troncos eran tan comunes como las de material. A veces granjas enteras se mantenían como habían estado cien años antes, con las construcciones de troncos cuidadosamente preservadas, las cabañas embellecidas con modernas ventanas salientes y buhardillas decoradas con marcos blancos. Los jardines estaban rodeados por cercas y flores abundantes: copetes, petunias y malvas que caían sobre alcantarillas a los lados del camino.
En Egg Harbor Maggie redujo la velocidad a paso de hombre, azorada por cómo había crecido. Había turistas por todas partes, tomando helados en la calle, deteniéndose en las aceras para mirar vidrieras de anticuarios, en las puertas de los locales de venta de artesanías. Pasó junto al restaurante Blue Iris y el Cupola House, erguidos, blancos y tradicionales, sintiendo que la familiaridad que le provocaban le invadía el espíritu y la emocionaba. Luego salió a la carretera hacia Fish Creek, pasando entre ricos campos de trigo y más huertos y grandes abedules que se destacaban como marcas hechas con tiza sobre terciopelo verde.
Llegó al risco que estaba sobre su pueblo natal, dejando un último huerto de cerezos a la izquierda y bajando el trecho de carretera empinado que daba la vuelta al acantilado y entraba en el poblado. La llegada siempre constituía una sorpresa agradable. De pronto uno estaba en los campos sobre los riscos sin tener noción de que el pueblo estaba abajo, y al minuto siguiente estaba ante una señal de PARE viendo las aguas resplandecientes del puerto de Fish Creek con la Calle Principal extendiéndose a la derecha y a la izquierda.
Estaba igual que como ella lo recordaba, con turistas por todos lados y automóviles avanzando a paso de hombre mientras los peatones caminaban por donde se les antojaba; tiendas alegremente decoradas construidas en antiguas casas a lo largo de la sombreada Calle Principal cuyos extremos ella podía ver desde donde estaba. ¿Cuánto tiempo hacía que no estaba en un pueblo sin semáforos ni carriles de giro? ¿O con una calle principal a la que había que cortar el césped en verano y rastrillarlo en otoño? ¿En qué otro lugar la estación de servicio parecía la casa de Ricitos de Oro? ¿Y la panadería tenía una galería delantera? ¿Y los callejones entre los edificios necesitaban riego frecuente para mantener frescas las petunias y los geranios?
Del otro lado de la calle principal, un viejo edificio con doble fachada le llamó la atención: el almacén de ramos generales de Fish Creek, donde trabajaba su padre. Sonrió, imaginándolo detrás del largo mostrador blanco de la conservadora de fiambres con la que había estado corlando carnes y preparando sandwiches durante todo el tiempo que ella podía recordar.
Hola, papi, pensó. Enseguida vuelvo.
Giró hacia el oeste y condujo muy lentamente entre los árboles del bulevar, pasando junto a jardines floridos y casas con buhardillas transformadas en casas de regalos, junto al Whistling Swan, una inmensa hostería de madera blanca con el enorme porche del lado este repleto de sillones de mimbre. Pasó junto a la Plaza de los Fundadores y la casa de Asa Thorp, el fundador del pueblo, y a la iglesia comunitaria donde las palomas dibujadas en los vitrales seguían igual que las recordaba. Pasó la hostería White Gull y siguió hasta el final de la calle, donde un grupo de cedros altos marcaba la entrada al Parque Sunset Beach. Allí los árboles se abrían y permitían un panorama majestuoso de Bahía Green, resplandeciente bajo el sol de la tarde.
Detuvo el automóvil, se bajó y protegiéndose los ojos con una mano, contempló los veleros, docenas de veleros, que brillaban sobre el agua.
De nuevo en casa.
Volvió a subir al coche y retomó por el mismo camino.
El tránsito era pesado y los lugares para estacionar escasos, pero consiguió uno delante de una casa de regalos llamada El nido de la paloma y retrocedió a pie unos ciento cincuenta metros, pasando junto a las barandas de piedra tras las cuales los turistas bebían tragos frescos.
Levantando un brazo para detener el tránsito se coló entre dos paragolpes y cruzó al otro lado de la calle.
Los escalones de cemento del almacén de ramos generales de Fish Creek seguían empinados como siempre, llevando a unas puertas que se abrían al revés. Adentro, los pisos crujían, la iluminación era poco adecuada y el aroma, rico en recuerdos: años de fruta que se había puesto demasiado madura para vender, chorizos caseros y el producto de limpieza que Albert Olson seguía usando cuando barría los pisos por la noche.
A las cinco de la tarde, la tienda estaba repleta. Maggie pasó junto al mostrador delantero, saludando con la mano a Mae, la mujer de Albert, que la saludó con sorpresa y avanzó hasta el fondo donde un nudo de clientes rodeaba el alto mostrador de fiambrería. Detrás de él, su padre, con un largo delantal blanco, estaba ocupado tentando a los clientes mientras manejaba la cortadora de fiambres.
– ¿Fresco? -estaba diciendo por encima del zumbido de la máquina-. Pero si yo mismo salí esta mañana y maté la vaca a las seis. -Apagó el motor y pasó al siguiente movimiento con absoluta fluidez. -Uno de pan francés con mostaza y suizo. Uno de pan negro con mostaza y americano. -Cortó un trozo de pan francés, tomó dos rebanadas de pan negro, las untó con manteca y mostaza, les colocó dos trozos de corned beef, abrió la puerta de la conservadora, extrajo dos tajadas de queso, apiló los ingredientes y colocó los sandwiches terminados en envases plásticos. Todo el proceso le había llevado menos de treinta segundos.
– ¿Algo más? -Apoyó las manos sobre el mostrador alto. -La ensalada de papas es la mejor de toda la costa del lago Michigan. Mi abuelita cultivaba las papas con sus propias manos. -Guiñó un ojo a la pareja que esperaba sus sandwiches.
Ellos rieron y respondieron: