Maggie cerró los ojos con fuerza y los mantuvo así largo rato. Hasta que la imagen de Eric y Nancy desapareció. Hasta que se hubo castigado por desear cosas que no tenía derecho de desear. Hasta que sus escrúpulos volvieron a estar firmes en su lugar.
Arrojó a un lado la sábana y las frazadas, se puso la bata acolchada y fue a la cocina a preparar waffles.
Alrededor de las 09:30 Katy entró arrastrando los pies. Se había puesto un camisón de Maggie y un par de polainas que le colgaban sobre los pies como trompas de elefante.
– ¡Mmm, qué rico olor! ¿Qué estás haciendo?
– Waffles. ¿Cómo dormiste?
– Como un bebé. -Corrió la cortina y miró hacia afuera.
– ¡Cielos, qué luminosidad hay!
Había salido el sol y dejado de nevar, pero el viento seguía levantando copos. Arriba, la cuesta estaba alta y ondeada como una ola del Pacífico.
– ¿Qué pasará con mis cosas? Con tanto viento, ¿cuándo me reuniré con mis valijas?
– No lo sé. Podemos llamar a la patrulla caminera y preguntar.
– ¡Jamás vi tanta nieve junta!
Maggie la siguió hasta la ventana. ¡Qué espectáculo! Ninguna marca hecha por el hombre, sólo una extensión blanca tallada como una caricatura del mar. Montículos y hondonadas abajo, mientras que arriba, los árboles azotados por el viento no mostraban vestigio alguno de nieve.
– Parece que seguimos aisladas. Creo que pasará un tiempo hasta que veas tus maletas.
Pasaron exactamente treinta y cinco minutos hasta que Katy vio las maletas. Habían terminado los waffles con panceta y estaban tomando café y té en la cocina, en ropa de cama, con los pies apoyados sobre sillas, cuando, como en una repetición de la noche anterior, un vehículo para nieve trepó la cuesta junto al camino, descendió al jardín y se acercó rugiendo para detenerse a dos metros de la puerta.
– ¡Es Eric! -exclamó Katy con júbilo-. ¡Me trajo la ropa!
Maggie se puso de pie y huyó hacia el baño, con el corazón a todo galope. La noche anterior, preocupada por Katy, ni siquiera había pensado en su aspecto. Ahora se pasó un cepillo frenéticamente por el pelo y se lo ató con una banda clástica. Oyó abrirse la puerta. Katy exclamó:
– ¡Eric, eres un ángel! ¡Me trajiste las valijas! -Lo oyó entrar golpeando los pies, luego oyó cerrarse la puerta.
– Supuse que las querrías, y con este viento puede pasar un buen tiempo hasta que las máquinas salgan para rescatar tu coche.
Maggie se pintó los labios y se mojó unos mechones que le colgaban sobre las orejas.
– ¡Ay, gracias, gracias! -respondió Katy, exlasiada -. Justo le estaba diciendo a mamá… ¿mamá? -Al cabo de un instante, la voz perpleja de Katy repitió: -¿Mamá? ¿Dónde estás? -Luego, a Eric: -Estaba aquí hace un minuto.
Maggie se ajustó el cinturón de la bata, respiró hondo, se llevó las manos a las mejillas ardientes y salió a la cocina.
– ¡Buenos días! -saludó con ligereza.
– Buenos días.
Eric parecía llenar la habitación, enfundado en su enterizo plateado, con el aspecto de un gigante; traía a la cocina el aroma del invierno. Mientras se sonreían, Maggie trató con valentía de mantener la serenidad, pero resultaba evidente lo que había estado haciendo en el baño: el lápiz labial brillaba, los mechones de pelo estaban húmedos y ella respiraba con un dejo de dificultad.
– ¿Pudiste dormir un poco? -preguntó para disimular su turbación.
– Lo suficiente.
– Bueno, siéntate. Calentaré el café. ¿Desayunaste?
– No.
– No tengo rosquillas, pero sí algunos waffles.
– Me parece perfecto.
La mirada de Katy se posó primero en uno luego en otro, y Maggie se volvió hacia la cocina para ocultar su rubor.
– ¿Con panceta?
– Sí, si no es demasiada molestia.
– En absoluto. -No es ninguna molestia cuando estás enamorada de un hombre. Eric se bajó los cierres del enterizo y se acercó a la mesa mientras Maggie se mantenía ocupada junto al armario, temiendo volverse, temiendo que Katy detectara más cosas de las que ya había notado.
– ¿Cómo amaneciste? -preguntó Eric a Katy.
– Muy bien. Dormí como un tronco.
Maggie reconoció la nota de cautela en la voz de su hija. Era evidente que estaba tratando de descifrar las vibraciones subyacentes en la habitación.
Cuando por fin se volvió, había logrado recomponerse, pero al inclinarse ante Eric para dejar una taza de café sobre la mesa, el corazón se le volvió a acelerar. Él tenía el rostro todavía enrojecido por el frío, el pelo aplastado por el casco. Apoyó un hombro contra el respaldo de la silla y sonrió a Maggie, dándole la impresión de que si no hubiera estado Katy, le hubiera pasado un brazo alrededor de los muslos para apretarla contra su lado por un instante. Maggie se apartó de la mesa y regresó a la cocina.
Se sentía como una esposa, cocinando para él. Era imperdonable, pero cierto. En ocasiones había tejido fantasías con eso.
Eric devoró dos waffles y cuatro tiras de panceta y tomó cuatro tazas de café, mientras Maggie, sentada frente a él con su bata rosada, trataba de no mirarle la boca cada vez que hablaba.
– Así que salías con mi madre -comentó Katy mientras Eric comía.
– Aja.
– Y fueron juntos al baile de graduación.
– Sí. Con Brookie y Arnie.
– Oí hablar de Brookie, pero ¿quién es Arnie?
– Un amigo mío de la secundaria. Éramos parte de un grupo que siempre andaba junto.
– ¿Los que una vez incendiaron un granero?
La mirada sorprendida de Eric se posó en Maggie.
– ¿Le contaste eso?
Maggie miró boquiabierta a su hija.
– ¿Cuándo te conté eso?
– Una vez, cuando era niña.
– No recuerdo habérselo contado -confesó Maggie a Eric.
– Fue un accidente -explicó Eric-. Alguien debió de dejar caer una colilla, pero no vayas a creer que éramos una bandita del destructores. No era así. Hacíamos muchas cosas como inocente diversión. ¿Te contó alguna vez tu madre que llevábamos a las chicas a una casa abandonada y las hacíamos morirse de miedo?
– Y emborrachaban gatos.
– Maggie, yo nunca emborraché un gato. Fue Arnie.
– ¿Y quién disparó a la chimenea del gallinero del viejo Boelz? -preguntó Maggie, tratando de no sonreír.
– Bueno, es que… fue nada más que… -Eric hizo un ademán con el tenedor para descartar el incidente.
– ¿Y quién echó a rodar cincuenta tachos de crema cerca del tambo a la una de la madrugada y despertó a medio pueblo de Ephraim?
Eric rió y se atragantó con el café. Cuando terminó de toser, dijo:
– Diablos, Maggie, se supone que nadie tiene que saber eso.
Habían olvidado la presencia de Katy, y para cuando la recordaron, ella ya los había mirado con atención, escuchando el divertido intercambio con creciente interés. Cuando Eric terminó de comer, volvió a ponerse el enterizo y sonrió a Maggie.
– Eres buena cocinera. Gracias por el desayuno.
– De nada. Gracias por traer las cosas de Katy.
Eric apoyó una mano sobre el picaporte y dijo:
– Que tengas una feliz Navidad.
– Tú también.
Tarde, Eric se acordó de agregar:
– Tú también, Katy.
– Gracias.
Una vez que se hubo marchado, Katy se abalanzó sobre Maggie.
– ¡Mamá! ¿Qué pasa entre ustedes?
– Nada -declaró Maggie, volviéndose para llevar el plato de Eric a la pileta.
– ¿Nada? ¿Cuando sales corriendo al baño para peinarte y pintarte los labios? Vamos.
Maggie sintió que se ruborizaba y mantuvo el rostro apartado de Katy.
– Nos hemos hecho amigos de nuevo, y me estuvo ayudando a conseguir el permiso para la hostería, nada más.