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Los hombros de Vera se encorvaron.

– ¡Ay, Margaret, estoy tan desilusionada contigo!

De pie ante su madre, con la fuente de jamón navideño en las manos, Maggie sentía también una profunda desilusión. Abandonó su antagonismo y sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.

– Sí, lo sé, mamá -respondió con resignación-. Parece que no puedo hacer nada que te agrade. Siempre fue igual.

Sólo cuando por fin extrajo lágrimas, Vera se adelantó y puso una mano sobre el hombro de Maggie.

– Maggie, sabes que lo único que me preocupa es tu felicidad.

¿Cuándo se había preocupado Vera por la felicidad de alguien? ¿Qué tenía esa mujer en su interior? Verdaderamente parecía incapaz de tolerar la felicidad de los demás. ¿Pero por qué? ¿Porque ella misma era tan infeliz? ¿Porque a través de los años había hecho que su marido se alejara emocional y físicamente de ella hasta el punto en que prácticamente vivían vidas separadas, ella en la casa y él en el garaje? ¿O eran celos, como Maggie había sospechado muchas veces? ¿Sentiría su madre celos de su matrimonio feliz con Phillip? ¿De su carrera? ¿De su modo de vida? ¿Del dinero que había recibido luego de la muerte de Phillip y de la independencia que había traído ese dinero? ¿De esa casa? ¿Era Vera tan mezquina que se resentía por el hecho de que su hija pudiera tener algo mejor que ella? ¿O se trataba sólo de su incesante necesidad de dar órdenes y ser obedecida?

Fuera cual fuere la razón, la conversación en la cocina arrojó un manto sombrío sobre el resto de la velada. Comieron deseando terminar de una vez. Abrieron los regalos con animosidad debajo de la capa de cortesía. Cuando se despidieron, Vera y Maggie levantaron el rostro pero no llegaron a tocarse.

El Día de Navidad, Maggie aceptó una invitación a casa de Brookie, pero Katy dijo que no tenía ganas de estar con un grupo de desconocidos y fue sola a casa de Vera y Roy.

Al día siguiente, un vez que terminaron de cargar el coche de Katy, Maggie subió la cuesta junto a su hija.

– Katy, lamento que haya sido una Navidad tan fea.

– Sí… bueno…

– Y lamento que nos hayamos peleado.

– Yo también, pero mamá, por favor, no vuelvas a verlo.

– Ya te dije que no hay nada entre nosotros.

– Pero oí lo que dijo la abuela en Nochebuena. Y tengo ojos. Vi lo buen mozo que es y cómo se miraban y lo bien que lo pasan juntos. Podría suceder, mamá, lo sabes.

– Pero no sucederá.

Durante los días aburridos y tristes que siguieron a la Navidad, Maggie mantuvo esa promesa firme en su mente. Se concentró nuevamente en la casa y en sus negocios, lanzándose de lleno a los preparativos para la primavera. Empapeló más paredes, fue a dos subastas, encargó una cama de hierro en la casa Spiegel, compró por correo cubrecamas y alfombras. Vino el inspector estatal de salud e inspeccionó los baños, el lavavajilla, la despensa y el lavadero. El inspector de incendios también vino e inspeccionó la caldera, los hogares, las alarmas y salidas de emergencia. Le llegó la licencia oficial para abrir la hostería y Maggie la enmarcó y la colgó en la sala, sobre el escritorio donde se registrarían sus huéspedes. Recibió catálogos de primavera de proveedores y encargó frazadas, sábanas y toallas a la Proveeduría Hotelera Norteamericana; viajó a Bahía Sturgeon y abrió una cuenta corriente en el almacén Warner, que le suministraría jabón, papel higiénico, vasitos descartables y artículos de limpieza. Buscó en libros recelas de panecillos de maíz y panes rápidos, las probó y comió sola o con Brookie, que pasaba con frecuencia cuando iba al poblado. O con Roy, que se había tomado la costumbre de almorzar con ella por lo menos dos veces por semana.

Con la mente y las manos ocupadas, le resultaba fácil exorcizar imágenes de Eric Severson. Con frecuencia, no obstante, cuando se detenía entre tareas a tomar una taza de té se descubría inmóvil mirando por la ventana y viendo el rostro de él en la nieve. Por la noche, en esos vulnerables momentos anteriores al sueño, se le aparecía de nuevo y Maggie recordaba la oleada de emoción que sintió al verlo en la puerta, la vertiginosa sensación de estar en sus brazos y sentir la mano de él sobre su espalda.

Entonces recordaba la advertencia de Katy, se acorrucaba en la cama y alejaba las imágenes de su mente.

Mark Brodie la invitó a su restaurante la noche de fin de año, pero Maggie fue en cambio a una fiesta en casa de Brookie, donde conoció a una docena de personas, jugó a la canasta, comió tacos, bebió margaritas, se quedó a dormir y pasó gran parte del día siguiente.

Durante la segunda semana de enero, Mark la invitó a una galería de arte en Bahía Green. Nuevamente rechazó la invitación y tampoco fue al desayuno mensual de la Cámara de Comercio, temerosa de ver a Mark o a Eric allí.

Luego una noche de la tercera semana de enero, cuando estaba sentada a la mesa de la cocina con su buzo rojo de Pepsi diseñando un folleto sobre la hostería, alguien golpeó a la puerta.

Maggie encendió la luz de afuera, corrió la cortina y se encontró cara a cara con Eric Severson.

Dejó caer la cortina y abrió la puerta. Nada de sonrisas esta vez, ni de júbilo ilimitado. Sólo una mujer reservada con la vista levantada hacia el rostro de un hombre preocupado, esperando con la mano en el picaporte.

Se tomaron quince silenciosos y cargados segundos para mirarse a los ojos antes de que él dijera:

– Hola. -Con resignación, como si el estar allí fuera el resultado de una batalla perdida consigo mismo.

– Hola -respondió Maggie, sin hacer ningún movimiento para dejarlo pasar.

Eric la estudió con ojos sombríos, vio el enorme buzo rojo y lospantalones de algodón, los pies descalzos con medias, el pelo atado en una colita al costado de la cabeza, con mechones que se separaban de ella como fuegos artificiales. Se había mantenido alejado de Maggie con deliberación, para darse tiempo para ordenar sus sentimientos y darle la misma oportunidad. Culpa, anhelo, temor y esperanza. Suponía que ella había pasado por lo mismo y había anticipado esa fría compostura, esa forzada indiferencia tan similar a la suya.

– ¿Puedo pasar?

– No -respondió Maggie, sin moverse de la puerta.

– ¿Por qué? -preguntó él en voz baja.

Maggie quería dejar caer los hombros, hacerse un ovillo, llorar. En lugar de hacerlo, respondió con firmeza:

– Porque eres casado.

Eric hundió el mentón contra el pecho y cerró los ojos. Se quedó inmóvil durante una eternidad mientras ella esperaba que se marchara, que la liberara de ese cepo de culpa en el que estaba atrapada desde que su hija y su madre la habían acusado. Que se fuera más allá de toda tentación, de todo recuerdo, si fuera posible.

Esperó. Y esperó.

Por fin Eric respiró hondo y levantó la cabeza. Tenía los ojos preocupados, la boca curvada hacia abajo. Su pose era tan familiar: los pies plantados con firmeza, las manos en los bolsillos de la campera de aviador, el cuello levantado.

– Necesito hablarte, por favor. En la cocina. Tú de un lado de la mesa y yo del otro. Por favor, Maggie.

Maggie dirigió una mirada a la camioneta de Eric, estacionada sobre la cuesta en una hondonada entre montículos de nieve, con su nombre y número telefónico pintados en la puerta, visibles como el titular de un periódico.

– ¿Eres consciente de que te podría decir con exactitud cuántos días y horas han pasado desde que estuviste aquí por última vez? No me estás ayudando a que esto sea fácil para mí.

– Cuatro semanas, dos días y diez horas. ¿Y quién dijo que sería fácil?

Maggie se estremeció involuntariamente, como si él la hubiera tocado, respiró hondo y se frotó los brazos.