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– ¿De veras?

– Sí, y a decir verdad, lo hiciste bastante bien.

Eric esbozó una sonrisa torcida y extendió las manos, al tiempo que murmuraba:

– Déjame refrescarme la memoria.

Deslizó el abolsado buzo por encima de la cabeza de Maggie, arrastrando el sostén junto con él y los arrojó a un lado, contemplando a Maggie en la luz tenue de la lámpara.

– Eres hermosa, Maggie. -Pasó los nudillos contra los lados de sus pechos, luego sobre los pezones erguidos.

– No, en absoluto.

– Sí, eres hermosa. Lo pensaba en aquel entonces y ahora también lo pienso.

– No has cambiado, ¿lo sabes? Siempre tuviste un modo de decir y hacer cosas dulces, tiernas, como abajo cuando me besaste la mano y ahora cuando me acariciaste como si…

– ¿Como si…? -Sus caricias delicadas le ponían piel de gallina en las piernas.

– Como si fuera de porcelana.

– La porcelana es fría -murmuró Eric, tomando los pechos de ella en sus manos grandes-. Tú eres tibia. Quítame la camisa, Maggie, por favor.

Qué placer embriagador fue quitarle la camisa azul, luego la camiseta blanca que llevaba debajo, tironeando para sacársela sobre la cabeza, despeinándolo aún más. Cuando quedó desnudo hasta la cintura, Maggie sostuvo la ropa de él como un nido en sus manos, hundió el rostro contra ella, respirando su aroma, reviviendo otro recuerdo.

Eric le acarició la cabeza, emocionado por el simple gesto.

– Tienes el mismo olor. Uno no olvida los olores.

Luego fue el turno del cinturón. Maggie le había quitado el cinturón a otro hombre innumerables veces durante los años de su matrimonio, pero había olvidado el impacto de hacerlo en forma ilícita. Al poner las manos en la cintura de Eric, sintió calor por todo el cuerpo. Le abrió la hebilla y el pesado broche a presión, observando sus ojos mientras apoyaba su mano plana sobre él y lo acariciaba por primera vez a través del gastado vaquero. Tela suave y gastada sobre virilidad dura y tibia. La primera caricia hizo que Eric cerrara los ojos. La segunda, lo hizo apretarse contra ella y pasarle las manos por la espalda, deslizando las palmas dentro de los abolsados pantalones rojos.

– Tienes un lunar -susurró, llevando una palma tibia al abdomen de Maggie -. Justo… aquí.

Ella sonrió.

– ¿Cómo es posible que lo hayas recordado?

– Siempre quise besarlo, pero era demasiado cobarde.

Maggie le bajó el cierre de los vaqueros y murmuró contra sus labios:

– Bésalo ahora.

Terminaron de desvestirse mutuamente con mucha prisa. Ese primer instante de desnudez pudo haber sido tenso, pero Eric desplazó la timidez tomándole las manos, abriéndole los brazos y contemplándola de la cabeza a los pies con toda tranquilidad.

– Oh… -la elogió en voz baja, mirándola a los ojos y sonriendo con aprobación.

– Sí… oh -replicó Maggie, admirándolo a su vez.

Eric le soltó las manos. Su expresión se tornó seria.

– No voy a agrandar la verdad diciendo que siempre te amé, pero te amaba entonces, te amo ahora y pienso que es importante decirlo antes de hacer esto.

– ¡Ay, Eric -suspiró Maggie -, yo también te amo. Traté con todas mis fuerzas de no amarte, pero no pude.

Eric la levantó tomándola bajo las rodillas y los brazos y la tendió sobre la cama, acariciándole los sitios que le había acariciado años atrás: los pechos, las caderas y el tibio y húmedo interior. Ella también lo acarició, observándolo en la tenue luz, haciéndolo temblar y sentirse fuerte y un instante después, débil. Eric le besó todas las partes que no se había atrevido a besarle en aquellos días de juventud, a lo largo de las costillas y las extremidades, teñidas de dorado en la penumbra. Maggie yacía flexible bajo sus manos.

Luego ella le recorrió el cuerpo con los labios, disfrutando de la textura de su piel y de sus reacciones. Cada instante que pasaba ponía a prueba la paciencia de ambos.

Una vez que llegaron al límite del deseo, Eric se irguió sobre ella y preguntó:

– ¿Tenemos que cuidarnos de que no quedes embarazada?

– No.

– ¿Estás segura, Maggie?

– Tengo cuarenta años, y por fortuna para ambos, estoy más allá de ese problema.

Su unión fue lenta y suave, un encuentro de espíritus como de cuerpos. Él se tomó tiempo para penetrarla, disfrutando del prolongado placer. Cuando por fin estuvieron unidos, se quedaron inmóviles, haciendo del momento una plegaria.

Después de tantos años, amantes otra vez.

Qué deliciosamente bien se amalgamaban el uno dentro del otro. Qué pasión los consumía.

Por un instante, Eric se echó hacia atrás y vio los ojos abiertos y brillantes de Maggie. Ella lo tomó de las caderas y lo puso en movimiento, suave y fuerte dentro de ella. Eric le tomó las manos y se las presionó contra las sábanas mientras ella contemplaba su rostro.

– Estás sonriendo -susurró Eric.

– Tú también.

– ¿Qué estás pensando?

– Que tu espalda está más ancha.

– Tus caderas, también.

– Tuve un bebé.

– Ojalá fuera mío.

Al cabo de un rato Maggie atrajo la cabeza de Eric hacia ella y las sonrisas desaparecieron alejadas por la maravillosa embestida de la sensualidad. Compartieron momentos de pasión y ternura, luego Eric la abrazó con fuerza y rodó hacia un costado, llevándola con él. Cerró los ojos y se mantuvo profundamente hundido en ella.

– ¡Es tan hermoso! -dijo.

– Porque fuimos los primeros para el otro.

– Es como cerrar un círculo, como si fuera aquí donde debí estar todo el tiempo.

– ¿Te preguntaste cómo hubiera sido si nos hubiéramos casado como planeábamos?

– Todo el tiempo. ¿Y tú?

– Sí -admitió Maggie.

Eric la puso debajo de él y el ritmo se reanudó. Maggie contempló el pelo que le caía sobre la frente y los brazos fuertes que temblaban bajo el peso de su cuerpo. Se elevó para recibirlo, movimiento contra movimiento, y murmuró sonidos de placer que encontraron eco en él.

Él llegó al climax primero, y Maggie lo vio suceder en su rostro, lo vio cerrar los ojos, arquear el cuello y tensar los músculos; vio cómo aparecían gotas de sudor sobre su frente en el instante antes de que el maravilloso temblor lo sacudiera y desintegrara.

Cuando su cuerpo se calmó, Eric abrió los ojos, todavía inclinado sobre ella.

– Maggie, lo siento -susurró, como si hubiera un orden preestablecido.

– No lo sientas -murmuró ella, acariciándole la frente húmeda, las sienes. -Fue hermoso mirarte.

– ¿De veras?

– De veras. Además -añadió con franqueza-, ahora es mi turno.

Y lo fue.

Una vez.

Y otra.

Y otra.

Capítulo 12

A la una y veinte de la madrugada, Maggie y Eric estaban en la bañadera con patas, con burbujas hasta el pecho, bebiendo cerveza y tratando de emitir aullidos tiroleses. Eric bebió un trago, se pasó el dorso de la mano por la boca y dijo:

– ¡Mira, hago uno! -Levantando la cabeza como un coyote, se puso a cantar.

– Canten todos, yorle-o-yorle-o-ju-juuu…

Mientras el aullaba, Maggie se mecía como un irlandés en un bar y blandía el jarro de cerveza. Eric gritaba tan fuerte que ella creyó que se haría añicos el espejo. Por fin terminó el canto con una nota larga y triste, estirando el cuello y la boca hacia el cielo raso.

– Y bien, ¿qué tal estuvo?

Maggie dejó el jarro en el suelo y aplaudió.

– ¡Notable! Ahora yo tengo una. Espera. -Recuperó el jarro, bebió un sorbo y se secó la boca. Luego de carraspear, intentó con el estribillo de una vieja canción.