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No quiero irme de aquí. Quiero quedarme con esta mujer, reír con ella, amarla y compartir las miles de tareas mundanas que unen las vidas. Llevar las cosas que son demasiado pesadas para ella, alcanzarle las que están demasiado alto, palearle la nieve del sendero, afeitarme en su baño y usar el mismo cepillo de pelo. Apoyarme contra una puerta por la mañana y verla vestirse, y contra la misma puerta por la noche y verla desvestirse. Llamar a casa para decir: Voy hacia allí. Compartir domingos despeinados y sin afeitar y lunes lluviosos y el último vaso de leche del cartón.

La quiero junto a mí cuando pongo el barco en el agua por primera vez, para comprender la primavera no sólo como una estación del calendario, sino también del corazón. Y en verano, cuando paso por el lago, quiero verla volverse con una pala en la mano y saludarme desde el jardín. Y compartir con ella mi tristeza en otoño cuando saco la embarcación del agua por el invierno. Quiero para nosotros algunas cosas lujosas: un Dom Pérignon ocasional, dos semanas en Acapulco, vino blanco a la luz de las velas; y cosas nada lujosas: cabezas canosas, llaves perdidas y resfríos primaverales.

No, no quiero dejar a esta mujer.

Fue consciente del instante preciso en que ella despertó por el cambio en el ritmo de su respiración y la leve tensión de los músculos al desperezarse. Abrió la mano sobre el estómago de Maggie y le tocó la espalda con la nariz. Ella estiró la mano detrás del cuerpo y la colocó entre las piernas de Eric. Lo acarició… una vez, dos, hábil, segura, y la carne de él cobró vida bajo su mano. Maggie sonrió -él lo supo como si la estuviera viendo- y se curvó hacia adelante, invitándolo dentro de ella, luego apretándose contra él. Eric le aferró las caderas y le dijo buenos días, te amo, en una forma silenciosa y antigua como el mundo.

Cuando después de estremecerse quedaron inmóviles, con la humedad secándoseles sobre la piel, Maggie se volvió, todavía unida precariamente a él y enredó las piernas sobre los muslos de Eric.

Él vio la sonrisa que antes había intuido y la recibió con una suya. Dobló un codo debajo de su oreja y entrelazó los dedos de la mano libre con los de Maggie. Se quedaron mirándose a los ojos mientras la mañana iluminaba las ventanas de la habitación. El pulgar de Eric trazaba círculos lentos alrededor del de Maggie. El termostato de la caldera se apagó y las cortinas dejaron de moverse. Maggie estiró la mano para alisarle un mechón de cabello, luego volvió a enredar los dedos con los de él y a acariciarle el pulgar. No hubo palabras ni promesas, pero durante ese silencio ambos se dijeron las cosas más significativas de todas.

Media hora más tarde estaban sentados a la mesa, tomados de la mano, deseando cosas imposibles. Eric terminó la taza de café, se puso de pie de mala gana y tomó la campera que colgaba de la silla. Se la puso despacio, retrasando lo inevitable, y bajó la cabeza para cerrar el broche inferior. Maggie se le acercó y le corrió las manos, haciéndose cargo de la tarea. Un broche. Otro. Otro. Cada broche los llevaba más cerca de la despedida. Cuando estuvieron cerrados todos menos el superior, ella le levantó el cuello de la campera y se lo apretó contra las mandíbulas con ambas manos, le bajó el rostro y le besó la boca con ternura.

– No cambiaría lo de anoche ni por la lámpara de Aladino -le dijo en voz baja.

Eric cerró los ojos y la abrazó.

– Fue mejor que cuando éramos adolescentes.

– Mucho mejor. -Maggie sonrió. -Gracias.

Cayeron en el sombrío silencio que precede las despedidas.

– No sé qué va a suceder -le dijo Eric-. Pero lo que siento es muy intenso. Necesitará algún tipo de resolución.

– Sí, calculo que sí.

– No creo que pueda vivir fácilmente con culpa.

Maggie abrió las manos sobre el fino cuero que le cubría los hombros y sintió la necesidad de hacer que esa despedida no fuera un mero adiós.

– No sintamos que debemos hacernos promesas. Creamos, en cambio, que esto fue predestinado, como la primera vez en el huerto de Easley. Un regalo hermoso, inesperado.

Él se echó hacia atrás, contempló los serenos ojos castaños y pensó: No vas a hacer preguntas, ¿verdad, Maggie? Ni cuándo volverás a verme, ni si te llamaré, ni ninguna otra para la cual no tengo respuesta.

– Maggie Mía -dijo con amor-, va a ser sumamente difícil para mí salir por esa puerta.

– ¿No debe ser así, acaso, cuando dos personas son amantes?

– Sí. -Eric sonrió y le acarició la mandíbula con los nudillos.

– Es así como debe ser.

Se dijeron adiós con los ojos, con la caricia de los dedos de Eric sobre el cuello de ella, y los de Maggie sobre el pecho de su campera, luego Eric se inclinó, la besó y susurró:

– Te llamaré.

Maggie avanzó por el día vacilando entre alegría y tristeza. A veces se sentía como si irradiara una aureola de bienestar, algo brillante y discernible. Si un repartidor viniera a su puerta, sin duda arquearía las cejas y preguntaría: "¿Qué es eso?" y Maggie respondería: "Es felicidad".

En otras ocasiones la golpeaba una oleada de melancolía. La hacía detenerse en medio de una tarea y fijar los ojos sobre algún objeto del otro lado de la habitación. ¿Qué has hecho? ¿Qué va a pasar? ¿Adonde llevará esto? A corazones rotos, estaba segura. No de dos personas, sino de tres.

¿Quieres que vuelva?

Sí.

No.

Sí. Sí. Que Dios me ayude, sí.

Eric avanzó por el día experimentando golpes intermitentes de angustia y culpa que lo hacían detenerse en seco y le curvaban la boca hacia abajo. Había esperado sentirse así, pero la intensidad lo abrumaba. Si se le ocurriera ir a casa de su hermano, Mike sin duda frunciría el entrecejo y preguntaría: "¿Qué pasa?" y él confesaría su falta. Había quebrado sus votos matrimoniales, había traicionado a una esposa que a pesar de sus limitaciones, merecía algo mejor y a una amante que, debido al sufrimiento al que había sido sometida poco tiempo atrás, también merecía algo mejor.

¿Vas a volver?

No.

Sí.

No.

Al llegar el mediodía la extrañaba tanto que llamó solamente pura oír su voz.

– Hola -dijo Maggie y a Eric se le aceleró el corazón.

– Hola.

Por instantes ninguno habló, sino que se imaginaron mutuamente y sufrieron.

– ¿Qué haces? -preguntó Eric, por fin.

– Estoy con Brookie. Me está ayudando a poner una guarda ni el empapelado del comedor.

– Ah. -Se sintió aplastado por la desilusión. -Será mejor que te deje ir, entonces.

– Sí.

– Quería decirte que creo que será mejor que esta noche no vaya.

– Oh… bueno… -La pausa de Maggie le dijo poco de lo que sentía. -Está bien. Lo comprendo.

– No es justo para ti, Maggie.

– Sí, lo comprendo -dijo ella en voz baja-. Bueno, llama calla vez que puedas.

– Maggie, lo siento.

– Hasta luego, entonces.

Maggie cortó antes de que él pudiera dar más explicaciones.

Durante el resto de la tarde, Eric anduvo de un lado a otro, sumido en su dolor. Sin ganas de hacer nada. Mirando el vacío. Desbarrado. Era miércoles. Nancy llegaría el viernes, alrededor de las cuatro; los dos días se estiraban delante de él como un desierto frío, a pesar de que la llegada de ella lo pondría cara a cara con la clase de hombre que era.

Subió y se tendió en la cama con las manos bajo la cabeza, temblando por dentro. Pensó en ir a casa de Mike. O de Ma. En hablar con alguien. Sí, iría a casa de Ma. Le llenaría el barril de combustible.