Выбрать главу

Se levantó, se duchó, se afeitó y se puso loción en la cara, en el pecho. Y en los genitales.

Los ojos en el espejo lo acusaban.

¿Qué estás haciendo, Severson?

Me estoy preparando para ir a casa de Ma.

¿Con loción para después de afeitarse en el pito?

¡Maldito seas!

Vamos, hombre ¿a quién engañas?

Dejó el frasco con violencia y maldijo por lo bajo, pero cuando levantó la mirada, su otro yo seguía mirándolo desde el espejo

Si vas allí una vez más, irás cientos de veces y tendrás una relación paralela entre manos. ¿Eso es lo que quieres?

Quiero ser feliz.

¿Crees que lo serás estando casado con una mujer y viendo a otra?

No.

Entonces ve a casa de Ma.

Fue a casa de Ma y entró sin golpear. Ella se volvió desde la pileta, vestida con gruesos pantalones marrones y un buzo amarillo con el dibujo de un pez saltando tras el anzuelo.

– ¡Pero miren quién está aquí! -dijo.

– Hola,Ma.

– Debes de haber olido mi bistec a la suiza desde tu casa.

– Sólo me quedaré un minuto.

– Sí, claro, y las vacas vuelan. Pelaré un par de papas más.

Le llenó el tanque de combustible. Y comió un trozo de bistec y una montaña de puré de papas y unas detestables habas (como penitencia). Luego se sentó sobre el desvencijado sofá y miró un programa de juegos, y una hora y media de lucha libre (una penitencia aun mayor) y un programa policial, que lo hizo llegar a salvo a las diez de la noche.

Sólo entonces se desperezó, se levantó, despertó a Ma, que dormitaba en su mecedora preferida, con el pez doblado en dos sobre sus pechos fláccidos.

– ¡Eh, Ma, despierta y vete a la cama!

– Qué… -masculló ella, con las comisuras de la boca húmedas-. Mmm… ¿te vas?

– Sí. Son las diez. Gracias por la cena.

– Sí, sí…

– Buenas noches.

– Sí, buenas noches.

Se subió a la vieja puta y condujo a paso de hombre, diciendose que si quemaba otra media hora, cuando llegara a Fish Creek sería demasiado tarde para pasar por la casa de Maggie.

Cuando llegó al poblado, se dijo que sólo pasaría por Cottage Row para ver si había luces encendidas.

Cuando estuvo a la par de los montículos de nieve de la entrada, se dijo que sólo pasaba para espiar por el sendero y asegurarse de que estuviera bien.

Cuando atisbó una luz en la planta inferior, se ordenó: ¡Sigue andando, Severson! ¡Sigue andando!

A diez metros de la casa frenó y se quedó sentado en el medio de la calle, contemplando la cima del techo de una casa y una ventana a oscuras.

No lo hagas.

Necesito hacerlo.

Mentira.

– Hijo de puta -masculló, poniendo marcha atrás. Apoyó un brazo sobre el respaldo del asiento y retrocedió a cuarenta kilómetros por hora. Se detuvo junto a la cima del sendero de Maggie, apagó el motor y se quedó mirando las ventanas de la cocina por entre los altos montículos de nieve: desde el interior de la casa se veían destellos pálidos de luz. ¿Por qué no estaba dormida ya? Iban a ser las once y cualquier mujer con un dedo de frente hubiera dejado de esperar a un hombre a esa hora de la noche. Y cualquier hombre con ha pizca de respeto la dejaría tranquila.

Abrió la puerta de la camioneta y la cerró con fuerza detrás de sí, bajó corriendo los escalones y llegó sin aliento a la puerta trasera. Golpeó con rabia, luego esperó en la galería oscura sintiéndose como si le hubieran hundido una cuña en la laringe; aguardó verla aparecer por la cocina oscura.

La puerta se abrió y Maggie se quedó en un velo de sombras, vestida con una bata larga acolchada.

Eric trató de hablar, pero no pudo: la disculpa y la súplica se le quedaron atrapadas en la garganta. En silencio se quedaron uno frente al otro, frente a su propia vulnerabilidad y a la terrible, magnífica avidez que sentían el uno por el otro. Entonces Maggie se movió, arrojándose contra él con un grito ahogado, echándole los brazos al cuello y besándolo como las mujeres besan a los hombres que regresan de la guerra.

– Viniste.

– Vine -repitió Eric, levantándola del suelo dé la galería y llevándola adentro. Cerró la puerta con un codazo tan fuerte que la cortina de encaje se enganchó. En la semioscuridad, se besaron con pasión, hambrientos, abandonando toda elegancia y reserva, quitándose la ropa a manotazos y dejándola caer allí mismo. La impaciencia era un rayo que los llevaba de un placer prohibido al otro; un montón de ropa en el suelo; una desesperada necesidad de encontrar, tocar, saborear todo; la boca de Eric sobre su pecho, abdomen y pubis; la boca de Maggie sobre él; la espalda de ella contra la puerta de la cocina; el brazo de Eric le sujetaba la cintura y la hacía arrodillarse sobre la ropa tirada; fue una unión frenética acompañada de muecas de gozo y gritos de placer.

Luego, dos personas jadeantes y extenuadas, esperando para recuperar el aliento.

Terminó donde había comenzado, junto a la puerta de la cocina, dejando a ambos sorprendidos por su propia lujuria, tratando de ordenar el huracán de emociones.

Eric se tendió de espaldas, la miró rodar hacia un lado, sentarse junto a él y pasarse una mano temblorosa por el pelo. La única luz de la cocina provenía del otro extremo de la casa y apenas si iluminaba la silueta de Maggie. Una montaña de ropa se clavaba en la cintura di Eric y una corriente de aire frío entraba por debajo de la puerta.

– Dijiste que no ibas a venir -dijo Maggie, como defendiéndose.

– Y tú dijiste "Está bien", como si no te importara.

– Me importaba. Temía que supieras cuánto me importaba.

– Ahora lo sé, ¿no?

Maggie sintió deseos de llorar. En lugar de hacerlo, se levantó y fue hasta el baño.

Eric quedó tendido donde estaba; la luz se prendió. Corrió el agua. Eric suspiró, luego se levantó y la siguió. Se detuvo en la puerta abierta y la encontró desnuda, contemplando el lavatorio. Era un baño pequeño, con techo en ángulo, empapelado de azul pastel con una guarda a lo largo del cielo raso. Contenía solamente el lavatorio y el inodoro, sobre paredes enfrentadas. Eric vio una caja de pañuelos de papel y entró para quedar espalda contra espalda con Maggie, atendiendo a sus necesidades.

– No quería venir esta noche. Fui a casa de Ma y me quedé allí hasta tarde, para saber que estarías en la cama. Si la casa hubiera estado a oscuras, no me habría detenido.

– Yo tampoco quería que vinieras.

Maggie abrió la canilla y se mojó la cara. Él hizo correr el agua del inodoro, luego se volvió para mirar la espalda de ella, inclinada sobre el lavatorio. Maggie tanteó con una mano, dio con una toalla y hundió la cara en ella, mientras él le acariciaba el hueco entre los omóplatos y preguntaba:

– Maggie, ¿qué pasa?

Ella se enderezó y bajó la toalla hasta el mentón, enfrentándose con los ojos de Eric en el espejo, un espejo ovalado colocado alto en la pared, que cortaba sus imágenes a la altura de los hombros.

– No quería que fuera así.

– ¿Así cómo?

– Sólo… sólo lujuria.

– No es sólo lujuria.

– ¿Entonces por qué pensé en esto todo el día? ¿Por qué sucedió lo que acaba de suceder en la cocina, justo lo que yo pensaba que iba a suceder si volvías esta noche?

– ¿No te gustó?

– Me encantó. Eso es lo que me asusta. ¿Dónde estaba el elemento espiritual?

Eric adhirió su cuerpo al de ella, le pasó los brazos debajo de los pechos y bajó los labios al hombro de Maggie.