Eric levantó la botella y bebió un trago.
Nancy lo rodeó con los brazos, aprisionándole los codos contra el cuerpo.
– ¿No me das un beso?
Eric vaciló antes de darle un beso rápido. La expresión de su rostro hizo sonar una alarma en la cabeza de Nancy.
– Eh, un momento. ¿Nada más que eso?
Eric se soltó.
– Tengo que controlar las perdices -dijo y tomó un par de pinzas de la mesada antes de rodear a Nancy para llegar al horno-. Discúlpame, tengo que abrir el horno.
La alarma volvió a sonar dentro de Nancy, esta vez con más insistencia. Fuera lo que fuere que lo molestaba, era serio. Tantas excusas para evitar un beso, una mirada. Eric controló las perdices, bebió agua, puso la mesa, sirvió el plato preferido de ella, le preguntó cómo había pasado la semana y mantuvo contacto ocular durante quizás unos diez segundos de toda la cena. Sus respuestas eran distantes, su sentido del humor se había extinguido y dejó la mitad de comida en el plato.
– ¿Qué sucede? -preguntó Nancy, al terminar la cena.
Eric levantó el plato, lo llevó a la pileta fregadero y abrió la canilla.
– Es sólo una depresión invernal.
Es más que eso, pensó Nancy y sintió una oleada de pánico. Es una mujer. La verdad la golpeó como una andanada: él había comenzado a cambiar el día que su antigua novia regresó al pueblo. Nancy volvió a sumar todo: su distracción, sus silencios poco característicos, la forma en que de pronto había empezado a evitar el contacto físico.
Haz algo, pensó, di algo que lo detenga.
– Querido, he estado pensando -dijo, dejando la silla, amoldando su cuerpo al de Eric y enlazándole los brazos alrededor de la tintura-. Quizá pida que me dividan el territorio para poder pasar un par de días más en casa. -Era mentira. No lo había considerado ni por un instante, pero, llevada por la desesperación, dijo lo que pensaba que él querría oír.
Bajo la mejilla, lo sintió tensar los músculos mientras lavaba un plato.
– ¿Qué opinas? -preguntó.
Eric siguió lavando. El agua corría.
– Si lo deseas…
– También he estado pensando más en tener un bebé.
Eric quedó inmóvil como una araña amenazada. Con la oreja contra su espalda, Nancy lo oyó tragar.
– Quizás uno no sería tanto problema.
El agua dejó de correr. En el silencio, ninguno de los dos se movió.
– ¿Por qué el repentino cambio de opinión? -preguntó Eric.
Nancy improvisó a toda velocidad.
– Estuve pensando que puesto que tú no trabajas durante el invierno, podrías cuidarlo en ese lapso. Si yo volviera a trabajar, sólo necesitaríamos niñera la mitad del año.
Nancy deslizó una mano por los vaqueros de él y la curvó contra la tibieza de sus genitales comprimidos. Eric apretó las manos contra el borde de la pileta y no dijo nada.
– ¿Eric? -susurró Nancy, comenzando a acariciarlo.
El se volvió y la apretó contra sí, mojándole el vestido de seda con las manos, aterrándola con la desesperación de alguien que llora a un muerto. Nancy intuyó que había tropezado con un momento de crisis y supo con certeza de qué se trataba: culpa.
Fue duro con ella, no le dio tiempo de desistir, la desnudó de la cintura hacia abajo como si temiera que ella -o él mismo- fuera a cambiar de idea. Había un pequeño sofá en la sala junto a la cocina. La arrastró hacia allí y sin darle la oportunidad de tomar precauciones, se apresuró a introducir su semen dentro de ella: sin besos ni ternura, la copulación no podía llamarse otra cosa que eso.
Cuando terminó, Nancy estaba enojada.
– Déjame levantarme -dijo.
En silencio, se dirigieron a diferentes partes de la casa para ponerse en orden.
Arriba, en el dormitorio, Nancy se quedó largo tiempo en la luz tenue del corredor, contemplando la perilla del cajón de una cómoda, pensando: ¡Si me embarazó lo mato, juro que lo mato!
Eric se quedó unos minutos en la cocina. Por fin suspiró, siguió limpiando la mesa, abandonó la tarea por la mitad y regresó a la sala para sentarse en la oscuridad sobre un sillón con los codos sobre las rodillas y reflexionar sobre su vida. ¿Qué estaba intentando demostrar tratando a Nancy de ese modo? Se sentía un pervertido, más culpable ahora que antes. ¿Acaso deseaba realmente que ella quedara embarazada ahora? Si entrara en el dormitorio en este instante y dijera, Nancy, me quiero divorciar y ella respondiera: de acuerdo, ¿no saldría de la casa para dirigirse a lo de Maggie sin perder un segundo?
No, porque él, y no su esposa, era la persona culpable. La casa estaba tan silenciosa que podía oír gotear la canilla de la cocina. Se quedó sentado en la oscuridad hasta que sus ojos distinguieron la silueta del sofá con los almohadones torcidos en el rincón donde él la había arrojado.
Se puso de pie desconsoladamente y los enderezó. Subió la escalera con pasos pesados. En la puerta del dormitorio, se detuvo y miró el interior de la habitación a oscuras. Nancy estaba sentada al pie de la cama junto al bolso de mano que él había subido un tiempo antes. En el suelo estaba la maleta. Eric pensó que no la culparía si los recogía y se marchaba.
Entró arrastrando los pies y se detuvo junto a ella.
– Nancy, discúlpame -dijo.
Ella permaneció inmóvil, como si no lo hubiera oído.
Eric le tocó la cabeza.
– Lo siento -susurró.
Sentada, ella se volvió para mirar la pared y cruzó los brazos con fuerza.
– Pues deberías sentirlo -dijo.
Eric dejó caer la mano de la cabeza de ella.
Esperó, pero Nancy no dijo nada más. Buscó algo más para ofrecerle, pero se sentía como un vaso sanguíneo seco, sin una gota que pudiera darle como sustento. Al cabo de unos instantes, salió de la habitación y se aisló en la planta inferior.
El lunes, antes del almuerzo, fue a casa de Mike, llevado por su necesidad de un confesor.
Barb respondió a la puerta; redonda como un dirigible y saludablemente feliz. Echó una mirada al rostro sombrío de Eric y dijo:
– Está en el garaje, cambiándole el aceite a la camioneta.
Eric encontró a Mike vestido con un overol grasiento, tendido sobre una tabla debajo de la camioneta Ford.
– Qué tal, Mike -dijo con tono triste, al tiempo que cerraba la puerta.
– ¿Eres tú, hermanito?
– Sí, soy yo.
– Un segundo, deja que haga drenar este aceite. -Siguieron varios gruñidos, un ruido metálico, luego el golpeteo de un líquido dentro de un recipiente vacío. La tabla crujió contra el piso de cemento y Mike emergió, con un gorrito con visera puesto al revés.
– ¿Andas vagando?
– Exactamente -respondió Eric, sonriendo de mala gana.
– Y con cara de perro apedreado, también -observó Mike, levantándose y limpiándose las manos con un trapo.
– Necesito hablar contigo.
– ¡Bueno! Esto sí que es serio.
– Sí, lo es.
– Bueno, espera. Deja que meta un par de troncos en la estufa.
En un rincón del garaje, una estufa de hierro del tamaño de un barril calentaba la habitación. Mike abrió la puerta crujiente, metió dos troncos de arce, volvió adonde estaba Eric, dio vuelta un balde de plástico y ordenó:
– Siéntate. -Se dejó caer sobre la tabla con las piernas estiradas y los tobillos cruzados. -Tengo todo el maldito día, así que vamos, habla.
Eric estaba sentado inmóvil como una roca, con los ojos fijos en una caja de herramientas, pensando en cómo empezar. Finalmente posó sus ojos en Mike.
– ¿Recuerdas cuando éramos niños y el viejo nos daba con el cinturón en el traste cuando hacíamos algo mal?
– Sí, ¡y cómo nos daba!
– He estado deseando que estuviera aquí para hacerlo.