– Yo también.
– El viernes que viene serán cuatro semanas.
– Sí, lo sé.
Al ver que Maggie no decía nada más, él suspiró y se quedaron escuchando el zumbido electrónico de la línea telefónica. Eric quebró el silencio.
– ¿Maggie?
– Sí, te oigo.
– ¿Qué estás pensando?
En lugar de contestar, ella hizo otra pregunta:
– ¿Le contaste a Nancy lo nuestro?
– No, pero se lo conté a Mike. Tenía que hablar con alguien. Te pido perdón si ventilé una confidencia.
– No, está bien. Si tuviera una hermana, probablemente se lo habría contado, también.
– Gracias por comprender.
Se escucharon respirar mutuamente durante un rato, preguntándose qué les esperaba. Por fin, Maggie dijo:
– Bueno, será mejor que nos despidamos.
– No, Maggie, espera. -La voz de Eric se tornó triste. -Ay, Maggie, esto es un infierno. Quiero verte.
– ¿Y después qué, Eric? ¿Qué resultado obtendremos? ¿Un romance? ¿Una disolución malograda de tu matrimonio? No estoy segura de estar lista para enfrentarme con eso, y no creo que tú lo estés, tampoco.
Él deseaba suplicar, hacer promesas. ¿Pero qué promesas podía hacer?
– Tengo que cortar -insistió Maggie.
A Eric le pareció oír un temblor en su voz.
– Buenas noches, Eric -dijo con suavidad.
– Buenas noches.
Durante quince segundos presionaron las mejillas contara el auricular.
– Cuelga -susurró Eric.
– No puedo. -Maggie estaba llorando. El se dio cuenta, aunque ella intentó disimularlo. Pero sus palabras sonaban apagadas y trémulas. Sentado sobre la cama, inclinado hacia adelante, Eric sintió que sus propios ojos se llenaban de lágrimas.
– Maggie, estoy tan terriblemente enamorado de ti que me duele. Es como si me hubieran golpeado. No sé si puedo pasar otro día sin verte.
– Adiós, mi amor -susurró Maggie e hizo lo que él no tenía voluntad de hacer. Colgó.
Eric pasó el día siguiente pensando que jamás volvería a verla; sus palabras de despedida habían sido tristes, pero decisivas. Había tenido una vida plena y feliz con su marido. Tenía una hija y una empresa y nuevas metas para su vida. Tenía independencia financiera. ¿Qué necesidad podía tener de estar con él? Y en un pueblo como Fish Creek, donde todo el mundo sabía qué hacían los demás, tenía razón de no querer involucrarse en una relación que le traería miradas de soslayo de una parte de la población, se tratara sólo de una aventura o de que él dejara a Nancy por ella. Ya había sufrido la censura de su hija y de su madre. No, la relación había terminado.
Tuvo un día horrible. Sentía como si alguien le hubiera metido trapos en la cavidad torácica y nunca fuera a poder respirar libremente de nuevo. Deseó no haberla llamado. Se sentía peor luego de haberle oído la voz. Y de haberse enterado de que ella había vivido las cuatro semanas con tanta tristeza como él. Y de saber que ninguno de los dos encontraría consuelo.
Esa noche se acostó y permaneció despierto, escuchando el ruido del tránsito sobre la Calle Siete debajo de la ventana y, de tanto en tanto, una sirena. Pensando en Nancy y en la recomendación de Maggie de juzgar el matrimonio por sí mismo, no por su relación con el la. Lo intentó. No pudo. Imaginar su futuro en cualquier contexto era imaginarlo con Maggie. El colchón del hotel y la almohada eran duros como bolsas de grano. Deseó ser fumador. Le haría bien maltratar su cuerpo con un poco de alquitrán y nicotina, aspirar el humo, exhalarlo y pensar: al diablo con todo.
El reloj tenía la esfera con luz. Oprimió el botón y miró la hora. Las once y veintisiete.
¿Acaso era eso lo que decían los artículos cuando hablaban de estrés? ¿No sufren los hombres de mi edad ataques cardíacos cuando se meten en una situación como ésta? ¿Cuando están preocupados, indecisos, tristes, y no comen ni duermen bien? ¿O cuando están en una cuerda floja sexual?
Sonó el teléfono y Eric se sobresaltó de tal forma que se raspó los nudillos contra la cabecera de la cama. Rodó sobre un codo y manoteó el teléfono en la oscuridad.
– ¿Hola?
La voz de ella era suave y contenía una nota de arrepentimiento. Habló sin preámbulos.
– Me gustaría mucho prepararte la cena el lunes por la noche.
Eric se hundió contra las almohadas; el corazón le latía alocadamente, y el nudo de amor y deseo se deshacía en miles de nudos más pequeños que le comprimían los lugares más extraños: las sienes, los dedos, los omóplatos.
– Maggie… iAy, Dios, Maggie!, ¿lo dices en serio?
– Nunca he dicho nada más en serio en mi vida.
¿Qué será entonces: un romance o casamiento? No era el momento de preguntar, por supuesto, y por ahora le bastaba con sabar que volvería a verla.
– ¿Cómo me encontraste?
VDijiste que estabas en el hotel Radisson de Minneápolis. Hay cuatro, descubrí, pero por fin di con el indicado.
– Maggie…
– El lunes a las seis -susurró ella.
– Llevaré vino Chardonnay -respondió él.
Cuando colgó, se sintió como si lo hubieran rescatado de una avalancha de barro y lo hubieran lanzado a tierra firme. Después de todo, iba a vivir.
El lunes a las seis de la tarde, cuando llegó a la cima del sendero de la casa de Maggie, ella salió a la galería trasera y gritó:
– Guarda la camioneta en el garaje.
Eric lo hizo. Y cerró las puertas antes de dirigirse de nuevo a la casa.
Se obligó a caminar, a descender el sendero con paso displicente, a subir los escalones del pórtico despacio, a mantener las manos a los costados del cuerpo al ver a Maggie delante de él, con los brazos cruzados, tiritando. La luz que provenía de atrás de ella la convertía en un ser celestial con aureola.
Se quedaron mirando las nubecitas de vapor que hacían sus alientos en el aire helado de febrero, hasta que por fin él pudo decir:
– Hola, otra vez.
Maggie curvó los labios y emitió una risita trémula.
– Hola, pasa.
Eric la siguió adentro y se detuvo, vacilante, sobre la alfombrita junto a la puerta. Maggie se había puesto un vestido etéreo de seda rosada que parecía moverse solo, un collar de perlas sobre el cuello desnudo. Cuando se volvió para mirarlo, las perlas, el vestido y ella misma parecieron temblar. Pero por un acuerdo tácito, ese encuentro iba a ser la antítesis del último. Maggie aceptó la botella verde que él le entregó y se atuvieron a las convenciones.
– Chardonnay… qué bueno -musitó ella, examinando la botella.
– Bien helado -dijo él, en tanto se quitaba el abrigo.
– Tengo las copas ideales.
– Estaba seguro de que así sería.
Maggie guardó el vino en la heladera y Eric dejó que sus ojos se deslizaran por las piernas de ella. Llevaba zapatos de taco alto, del color exacto del vestido. A la luz de la cocina, resplandecían. Maggie cerró la puerta de la heladera y se volvió hacia él, manteniéndose en ese extremo de la habitación.
– Estás muy elegante -dijo Eric.
– Tú también. -Él había elegido un traje color humo, una camisa durazno pálido y una corbata rayada que combinaba los dos colores. Los ojos de Maggie recorrieron su atuendo, luego volvieron a su rostro. Eso, también, había sido un acuerdo tácito: se habían puesto sus mejores ropas, cada uno tratando de agradar al otro.
– Nos pusimos las galas -comentó Maggie con una sonrisa fugaz.
Él también sonrió.
– Así es.
– Se me ocurrió que sería lindo un poco de luz de velas. -Maggie lo guió al comedor, iluminado solamente por seis velas. Olía a rosas y había una mesa puesta para dos… en un extremo, frente a frente, en una mesa para doce comensales.