– Terminaste la habitación. Quedó estupenda. -Eric miró alrededor: papel color marfil, cortinas con bando, porcelana dentro de un aparador empotrado con vitrina, la lustrosa mesa de madera.
– Gracias. Siéntate aquí. ¿Te gusta el salmón para comer o solo para pescar?
Él rió, y continuaron mirándose, jugando a contenerse. Eric se sentó en el lugar indicado por ella.
– Sí, me gusta.
– Debí habértelo preguntado antes. ¿Quieres vino ahora o más tarde?
– Ahora, pero deja que yo lo busque, Maggie.
Se dispuso a levantarse, pero ella le tocó el hombro.
– No, yo lo traeré.
La observó marcharse de la habitación y regresar. El vestido etéreo captaba la luz de las velas y la hacía irradiar por sus curvas. Maggie sirvió el vino y ocupó el lugar frente a Eric, del otro lado de una carpeta de encaje y una cesta baja de cristal que contenía fragantes rosas color coral. Había puesto todo en ese extremo de la mesa, como si el resto no existiera, y colocado el candelabro cuidadosamente a un costado.
– Bueno, cuéntame de Minneápolis -propuso.
Eric le contó mientras bebían el vino y se miraban a la luz de las velas. Mientras comían lentamente ensalada de endibias y pan francés tan crocante que las migas volaban cuando lo partían. En una oportunidad, Maggie se humedeció la punta de un dedo con la lengua, tocó dos migas y se las llevó a la boca bajo la mirada fascinada de él
– ¿Cuándo abrirás la casa al público?
Ella se lo contó en tanto Eric volvía a llenar las copas, luego cubría otro trozo de pan con manteca, lo comía con entusiasmo y se limpiaba la boca con una servilleta floreada. Maggie siguió todos sus movimientos con los ojos.
Más tarde ella le sirvió salmón con salsa de sidra; cremoso puré decorado con la manga en forma de guirnalda de rosas gratinado y puntas de espárragos colocadas como tallos de rosas rojas hechas con remolachas talladas.
– ¿Tú hiciste todo esto? -preguntó él, azorado.
– Ajá.
– ¿Se come o se enmarca?
– Se hace lo que se desea.
Eric lo comió, saboreando cada bocado porque era el primer regalo que ella le había hecho y porque del otro lado de la mesa los ojos de Maggie brillaban con promesas, y porque a la luz de las velas podía mirarla hasta saciarse.
Más tarde, cuando los platos desaparecieron y la botella de Chardonnay quedó seca, Maggie salió de la cocina trayendo una única, enorme, pesada rosquilla con baño de chocolate sobre una fuente con patas; una vela se elevaba del centro en una copa de cristal haciendo juego.
– ¡Pam-pam! -anunció.
Eric se volvió y estalló en carcajadas, echándose hacia atrás en la silla mientras ella le ponía delante su golpe de gracia.
– Si logras comerla te ganas otra del mismo tamaño.
Se inclinó delante de él para acomodar la fuente y el brazo de Eric le rodeó las caderas mientras reían juntos ante la gigantesca rosquilla.
– Es monstruosa. ¡Me encanta!
– ¿Crees que podrás comértela toda?
Él levantó la vista, sonriendo.
– Si la como, prefiero elegir el premio.
Su brazo la apretó con más fuerza y la risa desapareció de sus rostros.
– Maggie -susurró él, y la hizo girar hasta que las rodillas de ella golpearon el asiento de la silla. -Este mes me pareció un año. -Apretó el rostro contra el pecho de ella.
Maggie le rodeó la cabeza con los brazos. La luz de las velas le iluminaba los ojos.
– Y esta cena duró días -añadió Eric, apretado contra ella.
La única respuesta de Maggie fue una sonrisa, esbozada mientras se inclinaba sobre el pelo de él, que olía levemente a coco.
– Te extrañé -dijo Eric-. Te necesito. Ahora, antes de la rosquilla.
Maggie le levantó el rostro y sujetándolo, dijo:
– Mis días no tenían sentido sin ti. -Lo besó, recordando cómo había tratado de no pensar en besarlo durante la separación, con el rostro de él levantado hacia ella. Liberándole los labios, le acarició la mejilla con el dorso de los dedos y sintió cómo se disolvía la tristeza de las últimas cuatro semanas.
– ¡Qué tontos e ingenuos fuimos al creer que podríamos atenuar nuestros sentimientos sencillamente para no complicarnos las vidas!
En la Habitación del Mirador, el vestido rosado de Maggie cayó al suelo y el traje de Eric quedó relegado a una mecedora. Luego, con alegría, se entregaron mutuamente sus voluntades y celebraron el fin de la agonía autoimpuesla. Mucho más tarde, tendidos con las piernas entrelazadas, hablaron de sus sentimientos durante el exilio. De cómo se habían sentido desgarrados, desconsolados e incompletos al estar separados; de cómo al entrar en una habitación donde esperaba el otro volvían a sentirse completos e íntegros.
– Leí poemas -admitió Maggie-, buscándote en ellos.
– Salí con el trineo, tratando de quitarte de mi mente.
– Una vez me pareció verte en el centro, de espaldas, y corrí para alcanzarte, pero cuando llegué y vi que no eras tú, sentí deseos de echarme a llorar allí mismo.
– Pensé en ti más que todo en esas habitaciones de hotel, cuando no podía dormir y deseaba tenerte conmigo. Dios, cómo te quería junto a mí. -Tocó con el dedo índice el hoyuelo del mentón de Maggie. -Cuando entré en esta casa esta noche y tú estabas allí, esperándome con tu precioso vestido rosado me sentí… me sentí como creo que deben sentirse los marinos cuando vuelven a su casa luego de años en el mar. No quería ni necesitaba más que estar en esa habitación contigo, mirándote otra vez.
– Me pasó lo mismo. Como si cuando te fuiste te hubieras llevado una parte de mí, como si yo fuera un rompecabezas y la pieza que te llevaste fuera la que iba aquí… -Colocó la mano de él sobre su corazón. -Y cuando entraste, la pieza cayó en su lugar y volví a la vida.
– Te amo, Maggie. Eres tú la que debería ser mi esposa.
– ¿Y si te dijera que lo sería?
– Se lo diría a Nancy. Terminaría ahora mismo el matrimonio. ¿De verdad te casarías conmigo?
– ¿No es extraño? Siento como si la decisión no fuera realmente mía, al amarte como te amo.
Eric la miró, azorado.
– ¿Lo dices en serio, Maggie?
Ella le echó los brazos alrededor del cuello, sonriendo contra su mandíbula.
– Sí, lo digo en serio, Eric. Te amo… te amo… te amo. -Puntualizó su declaración besándole el cuello, la mejilla, la ceja. -Te amo y seré tu esposa… en cuanto estés libre.
Se abrazaron y celebraron, rodando de lado a lado.
Con el tiempo, la exuberancia se transformó en arrobamiento. Se quedaron de costado, muy cerca, mirándose a los ojos. Eric se llevó la mano de ella a los labios y le besó la palma.
– Piensa en esto… voy a envejecer a tu lado -susurró.
– ¡Qué idea hermosa!
Y en ese momento, realmente creyeron que así sería.
Capítulo 14
Nancy llegó con el coche a las seis y cuarto de la tarde del viernes. Había oscurecido y, desde la ventana de la cocina, Eric vio los faros hacer un arco y desaparecer dentro del garaje abierto. Ella siempre había odiado la puerta del garaje. Era antigua, pesada, difícil de mover. Si bien se bajaba con menos esfuerzo del requerido para subirla, él estaba esperando afuera para cerrarla cuando Nancy salió del garaje.
Un viento frío le entró por las mangas de la camisa mientras la observaba inclinarse hacia el asiento trasero para buscar la maleta. Tenía buenas piernas, siempre usaba medias caras: hoy eran verde agua, del mismo color del traje. Hubo un tiempo en que con sólo mirarle las piernas se habría excitado. Ahora las miró con una sensación de dolor por su ardor perdido, y con una muda disculpa por su obstinada insistencia con esa casa -hasta con ese garaje- que ella siempre había detestado. Quizá, si él hubiera transado en eso, ella también hubiera transado en algo, y no habrían llegado al borde de esta disolución.