Nancy salió del coche y lo vio.
Se quedó inmóvil y en silencio. Esas pausas tensas se habían vuelto comunes para ambos en las semanas que siguieron al imprudente asalto sexual de Eric.
Nancy volvió a moverse.
– ¿Qué haces aquí afuera?
– Te llevaré eso. -Eric entró en el garaje y levantó la valija. Nancy sacó del asiento trasero un maletín y un bolso de mano que se colgó del hombro mientras él cerraba la puerta del coche.
– ¿Tuviste una buena semana? -preguntó.
– Más o menos.
– ¿Qué tal estaban los caminos?
– Bien.
Sus conversaciones se habían vuelto estériles e intermitentes desde aquella noche. Caminaron en fila india hacia la casa sin volver a hablar.
Adentro, ella dejó el maletín y fue hacia la valija.
– Te la llevaré arriba, si quieres -propuso Eric.
– La llevaré yo -insistió Nancy, y lo hizo.
Cuando ella se fue, Eric se quedó en la cocina, sintiéndose sacudido y temeroso porque sabía que lo correcto era dejarla y temía la siguiente hora.
Nancy regresó, vestida con una falda recta de lana, una blusa de seda blanca con mangas largas y un prendedor en el cuello. Atravesó la habitación sin mirarlo a los ojos. Eric aguardó, apoyado contra la pileta, observándola levantar la tapa de una olla con humeante guisado mejicano, buscar un cucharón, cucharas, y platos que comenzó a llenar.
– Para mí no -dijo Eric.
Nancy levantó la mirada con la expresión pétrea que había perfeccionado desde aquella noche fatídica.
– Ya comí. -No era cierto, pero el vacío que sentía en su interior no podía llenarse con comida.
– ¿Qué pasa?
– Primero come. -Eric se volvió y le dio la espalda.
Nancy dejó el plato sobre la mesa y lo miró con repentina cautela.
– ¿Primero? ¿Qué hay después?
Eric miró por la ventana de la cocina la nieve sucia y la oscuridad del invierno cuyo fin se acercaba. Tenía el estómago hecho un nudo y la tristeza le pesaba como una piedra al cuello. Eso no era algo que uno hacía con alegría. La mayor parte de su vida estaba invertida en ese matrimonio, también.
Se volvió hacia ella.
– Nancy, va a ser mejor que te sientes.
– ¡Será mejor que me siente, será mejor que coma! -replicó-. ¿Qué pasa? ¡Dímelo así puedo sentarme y comer!
El atravesó la habitación y sacó dos sillas.
– ¿Vamos, quieres sentarte, por favor? -Una vez que ella lo hizo, muy tiesa, Eric se sentó enfrente, con los antebrazos apoyados sobre la mesa, contemplando las frutas de madera que nunca le habían gustado. -No hay un buen momento para decir lo que debo decir, antes que comas, después que comas, luego de que hayas tenido ocasión de enfadarte. Diablos, es… -Entrelazó los dedos y unió las yemas de los pulgares. Levantando la vista hacia ella, dijo en voz baja: -Quiero divorciarme, Nancy.
Ella se puso pálida. Se quedó mirándolo. Luchando contra el repentino pánico.
– ¿Quién es ella?
– Sabía que dirías eso.
– ¿Quién es? -gritó Nancy, golpeando un puño contra la mesa. -Y no me respondas nadie, porque traté de hablar aquí dos veces durante la semana y cuando no estás en casa a las once de la noche, hay alguien. Entonces, ¿quién es?
– Esto es entre tú y yo y nadie más.
– ¡No tienes que decírmelo porque lo sé! Es tu antigua novia, no? -Inclinó la cabeza hacia adelante. -¿No?
Eric suspiró y se pellizcó el hueso de la nariz.
– Es ella, lo sé. ¡La viuda millonaria! ¿Te estás acostando con ella, Eric?
Él abrió los ojos y la miró.
– Por Dios, Nancy…
– Es así, ¿no es cierto? Te acostabas con ella en la secundaria y lo estás haciendo de nuevo ahora. Lo vi el primer día que llegó aquí. No llegó a estar cinco minutos sobre los escalones de esa iglesia y tú ya tenías rocas en los calzoncillos, ¡de modo que no me digas que esto es entre tú y yo y nadie más! ¿Dónde estabas a las once de la noche del miércoles? -Volvió a golpear la mesa. -¿Dónde?
Eric esperó, cansado.
– ¡Y anoche!
Él se negaba a responder con ira a la furia de ella, lo que sólo sirvió para enfurecerla más.
– ¡Hijo de puta! -Se abalanzó hacia él y lo abofeteó. Con fuerza. Con tanta fuerza que dos patas de la silla se levantaron del suelo. -¡Maldito seas! -Rodeó la mesa como una flecha y le lanzó otro golpe, pero él la esquivó y recibió sólo la punta de las uñas sobre la mejilla izquierda.
– ¡Basta, Nancy!
– ¡Te estás acostando con ella! ¡Admítelo! -Eric la tomó de los brazos y lucharon, golpeando la mesa, derramando el guiso, haciendo rodar las peras de madera al suelo. La mejilla de Eric comenzó a sangrar.
– ¡Basta, dije! -Todavía sentado, le inmovilizó los antebrazos.
– ¡Pasas las noches con ella, lo sé! -Se había echado a llorar. -¡Y no empezó esta semana porque llamé antes y tampoco estabas!
– ¡Nancy, termina de una vez! -Una gota de sangre le cayó sobre la camisa.
Enlazados como combatientes, la vio luchar por controlarse y lograrlo. Regresó a su silla, con lágrimas corriéndole por las mejillas y se sentó frente a Eric. Él se puso de pie y buscó un trapo para limpiar el guiso derramado. Nancy lo observó moverse desde la mesa a la pileta y volver. Una vez que él se hubo sentado, dijo:
– No merezco esto. Te he sido fiel.
– No se trata de ser fiel, se trata de dos personas que no se han unido con el paso del tiempo.
– ¿Ésa es una frase almibarada que sacaste del periódico dominical?
– Mira; ¿qué queda ya de nosotros? Estamos separados cinco días por semana y no somos felices los dos días que estamos juntos.
– Eso no pasaba hasta que esa mujer volvió al pueblo.
– ¿Podríamos mantenerla fuera de la discusión? Esto comenzó mucho antes de que ella regresara a Fish Creek, lo sabes.
– No es cierto.
– Sí, lo es. Nos hemos ido separando con los años.
Vio que la furia inicial de Nancy quedaba reemplazada por miedo. Eric no había esperado eso.
– Si es por mi trabajo, dije que pediría que me redujeran el territorio.
– ¿Pero lo dijiste en serio?
– Claro que sí.
– ¿Y lo hiciste?
No lo había hecho. Ambos lo sabían.
– ¿Y aun sí lo hicieras, te sentirías feliz? No creo. Eres feliz haciendo lo que haces y finalmente he llegado a comprenderlo.
Nancy se inclinó hacia adelante con expresión vehemente.
– ¿Entonces por qué no me dejas seguir haciéndolo?
Eric soltó un suspiro cansado y largo y sintió que hablaba en círculos.
– ¿Para qué quieres este matrimonio? ¿Qué hemos hecho de él en todo este tiempo?
– Tú eres el que piensa que este matrimonio es un error. Yo creo que vale la pena luchar por él.
– ¡Ay, por Dios, Nancy!, abre los ojos. Desde que comenzaste a viajar, empezamos a perderlo. Guardamos nuestras pertenencias en la misma casa y compartimos el dormitorio, pero ¿qué otra cosa compartimos? ¿Amigos? Yo tengo amigos, pero no son amigos nuestros. He llegado a la triste conclusión de que nunca nos hicimos de amigos porque eso significaba un esfuerzo, llevaba tiempo, pero tu nunca tenías tiempo. No invitábamos gente a casa porque siempre estabas cansada cuando llegaba la noche del sábado. No íbamos a la iglesia porque el domingo era tu único día libre. No tomábamos una cerveza con los vecinos porque caer de visita sin invitación te parecía torpe. Y no tuvimos hijos, de modo que nunca hicimos las cosas habituales como turnarnos para llevarlos a la escuela o ir a recitales o a partidos de béisbol. Yo quería todo eso, Nancy.