– ¿Bueno, y por qué no…? -Cortó la frase por la mitad.
– ¿Por qué no lo dije?
Ambos sabían que lo había dicho.
– Teníamos amigos en Chicago.
– De recién casados, sí, pero no después que tomaste el trabajo de vendedora.
– ¡Pero es que tenía tan poco tiempo!
– Eso es lo que te estoy diciendo: no que lo que deseas esté mal, ni lo que yo quiero esté mal, sino que lo que queremos no va para el otro. ¿Y nuestros pasatiempos? El tuyo es trabajar, y los míos… bueno, diablos, sabemos bien que siempre te parecieron muy poco sofisticados. Andar en el vehículo para nieve te significaría despeinarte. Pescar es muy poco fino para una representante de ventas de Orlane. Y creo que preferirías hacerte un tratamiento de conducto que caminar por el bosque. ¿Qué compartimos, Nancy, qué?
– Cuando comenzamos, ambos queríamos las mismas cosas. Fuiste tú el que cambió, no yo.
Eric lo pensó, luego admitió con tristeza.
– Quizá tengas razón. Quizá fui yo el que cambió. Probé la vida de la ciudad, las galerías de arte, los conciertos, pero me resultaba más satisfactorio ver una verdadera flor silvestre que un cuadro de ella. Y pienso que hay más música en el Santuario de Naturaleza Ridges que en todos los salones de orquesta del mundo. No me hacía feliz tratar de ser un yuppie.
– Entonces me obligaste a mudarme aquí. ¿Y yo, qué? ¿Qué pasa con lo que yo necesitaba y quería? ¡Me encantaban las galerías y los conciertos!
– Estás diciendo lo mismo que digo yo: Nuestras necesidades y deseos son demasiado diferentes para que este matrimonio funcione y es hora de que lo admitamos.
Nancy apoyó la frente sobre la punta de ocho dedos y contempló su plato de guiso.
– Las personas cambian, Nancy -explicó Eric-. Yo cambié. Tú, también. En aquel entonces no eras representante de ventas, eras vendedora de modas y yo no sabía que mi padre moriría y Mike me pediría que regresara aquí a ocuparme de la empresa. Admito que en aquel tiempo creía que deseaba ser un ejecutivo de una gran empresa, pero me llevó varios años de vida empresarial darme cuenta de que no era lo que creí que sería. Hemos cambiado, Nancy, es tan sencillo como eso.
Ella levantó los ojos llorosos.
– Pero es que te sigo queriendo. No puedo sencillamente… pasar por alto ese hecho.
Ver las lágrimas de ella le causaba dolor y Eric desvió la mirada. Se quedaron unos instantes en silencio, hasta que Nancy habló una vez más.
– Dije que también consideraría la idea de un bebé.
– Es demasiado tarde para eso.
– ¿Por qué? -Nancy se inclinó por encima de la mesa y le aferró el dorso de la mano. Eric la dejó inmóvil bajo la de ella.
– Porque sería un manotazo de ahogado y no está bien traer a un hijo a un matrimonio nada más que para mantenerlo unido. Lo que hice aquella noche fue imperdonable, y quiero volver a disculparme.
– Eric… -suplicó ella, sin soltarle la mano.
Él la retiró y dijo en voz baja:
– Dame el divorcio, Nancy.
Después de considerarlo un buen rato, ella respondió:
– ¿Para que ella pueda tenerte? Nunca.
– Nancy…
– La respuesta es no -dijo con firmeza y levantándose de la silla, se puso a recoger la fruta de madera del piso.
– No quería que esto terminara en una pelea.
Nancy puso cuatro peras de madera en la frutera.
– Pues me temo que será así. Puede que no me guste este lugar, pero yo también he invertido aquí y me quedo.
– Muy bien. -Eric se puso de pie. -Me iré a casa de Ma por el momento.
En forma abrupta, ella se suavizó.
– No te vayas -suplicó-. Quédate y tratemos de resolverlo,
– No puedo -respondió Eric.
– Pero Eric… dieciocho años.
– No puedo -repitió él con voz ahogada y la dejó, con la expresión suplicante en el rostro, para irse arriba a empacar.
La casa de Ma estaba vacía cuando llegó. La luz sobre la pileta estaba encendida, iluminando un bol sucio, un par de batidores y dos placas para hacer bizcochos dentadas y descoloridas.
– ¿Ma? -llamó, sin esperar respuesta. No la obtuvo.
En la sala, el televisor estaba apagado, el tejido de crochet yacía hecho una pila sobre el diván, con la aguja clavada en el ovillo. Eric subió las maletas por la escalera crujiente hasta su vieja habitación bajo el alero. Para el común de la gente era una habitación fría, con alfombritas gastadas sobre un piso de goma y cubrecamas descoloridas sobre las dos camas. Olía levemente a excremento de murciélagos; los había habido bajo los aleros y detrás de los postigos desde que Eric tenía memoria. De tanto en tanto alguno entraba y lo atrapaban con una red. Pero ni de niños les tenían temor. Ma siempre insistía en que los dejaran salir, en lugar de matarlos. Los murciélagos comen mosquitos, decía, así que trátenlos con suavidad.
El aroma seco y característico de la buhardilla era nostálgico, reconfortante.
Encendió una luz tenue en "el cuarto de los varones" siguió hasta "el cuarto de Ruth", ubicado de tal forma que Ruth siempre tenía que pasar por el de los varones para llegar al de ella. En aquel entonces una cortina de algodón floreado servía de separación entre los dos sectores; hoy había una puerta de madera en su lugar.
En la habitación de Ruth paseó sin rumbo hasta llegar a la ventana. Por entre los árboles desnudos, desde esa altura, se veían las ventanas iluminadas, de la casa de Mike y Barb, donde sin duda estaría Ma. Iba de vez en cuando a cenar. Él no sentía deseos de unirse a ellos esa noche. Regresó a la habitación de los varones y se tendió de espaldas sobre una de las camas.
Allí, en la oscuridad, hizo su duelo por el matrimonio que hacía años que estaba vacío; por los errores que él había cometido; por no tener hijos; por la inversión de años que sólo había redituado desilusión y amargura; por la negativa de Nancy a terminar la relación que no tenía futuro; por la turbulencia que le esperaba.
Pensó en los momentos en que Nancy y él habían sido completamente felices. Las imágenes se sucedieron en su mente como viñetas sobre una pantalla, asombrosamente nítidas. La vez que compraron el primer mueble: un estéreo, pagado en cuotas. Sin duda no lo más práctico para empezar, pero lo que ambos más habían deseado. Lo llevaron juntos al apartamento, luego se tendieron de espaldas para escuchar los dos discos que habían elegido: Gordon Lightfoot para él, los Beatles para ella. Esos viejos discos todavía estaban por alguna parte; se preguntó si cada uno se llevaría el suyo cuando se separaran. Se habían quedado tendidos en el piso del apartamento, sintiendo la música vibrar dentro de ellos y hablaron del futuro. Algún día tendrían una casa llena de muebles, de los mejores, y la casa… todo cristal y madera, en algún suburbio elegante de Chicago, probablemente. Nancy tenía razón. El le había fallado en eso.
Otra vez, cuando impetuosamente volaron a San Diego… contaron el dinero y lo decidieron un viernes al mediodía (por teléfono, de oficina a oficina) y a las diez de esa noche se estaban registrando en un hotel en La Jolla. Habían paseado de la mano por las calles onduladas, bebido cócteles en terrazas al aire libre mientras observan ponerse el sol sobre el Pacífico, cenado en un restaurante en un molino, explorado la Misión Capistrano y hecho el amor a la luz del día en una caleta oculta en la playa cerca de Oceanside, y se habían prometido que nunca se tornarían predecibles, sino que se harían escapadas así, sin previo aviso. Ahora sus vidas eran tan predecibles como el ciclo lunar y Nancy viajaba tanto que no había incentivo para escapadas de fin de semana.