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Estaba en el baño detrás de una de las dos puertas de metal beige, subiéndose las medias, cuando oyó que la puerta grande se abría. Dos mujeres entraron, conversando.

Sharon Glasgow -una de las enfermeras de Bayside -dijo:

– Vera Pearson tiene mucho de qué hablar. Su hija anda en amores con Eric Severson. ¿Supiste que dejó a su mujer?

– ¡No!

La puerta del compartimiento adyacente se cerró y Vera vio un par de zapatos blancos del otro lado de la pared de separación.

– Está viviendo en casa de la madre.

– ¡No te creo! -Era Sandra Eckleslein, una dietista.

– Me parece que eran novios cuando estaban en la secundaria.

– Él es muy buen mozo.

– ¡Y no le digo nada de su esposa! ¿La has visto? -Del otro lado de la pared, el agua del inodoro corrió. Vera estaba inmóvil como las agujas de un reloj roto. La pared vibró cuando golpearon la puerta. Los zapatos blancos se alejaron. Apareció otro par. Abrieron la canilla y luego zumbó el secador de manos; la rutina se repinó mientras las mujeres pasaban a hablar de otros temas.

Cuando el baño quedó en silencio, Vera se quedó escondida largo tiempo en su compartimiento, temiendo salir hasta no estar segura de que las dos mujeres se habían ido a otra parte del edificio.

¿Qué he hecho mal? pensó. Fui lo mejor que pude como madre. La hice ir a la iglesia, le di un buen ejemplo quedándome con un solo hombre toda la vida, le di una casa limpia con buena comida en la mesa y una madre siempre presente. No la dejé trasnochar, ni sacarse notas bajas y me aseguré de que nunca anduviera en malas compañías. Pero no bien regresó, se fue corriendo a esa reunión de la junta con él.

¡Le advertí que esto podría suceder! ¿No se lo dije, acaso?

Vera no manejaba. En un pueblo del tamaño de Fish Creek no era necesario hacerlo, pero mientras subía a pie por Cottage Row, deseó haber aprendido a conducir. Cuando llegó a la puerta de Maggie, estaba sin aliento.

Golpeó y esperó. Tenía la cartera colgando de ambas muñecas y éstas apretadas contra las costillas.

Maggie abrió la puerta y exclamó:

– ¡Mamá, qué sorpresa! Pasa.

Vera marchó adentro, resoplando.

– Dame tu abrigo. Prepararé café.

– No quiero, gracias. Acabo de tomarme cinco tazas en el asilo.

– ¿Tuvieron la sesión musical de siempre?

– Sí.

Maggie dejó el abrigo en la habitación de servicio y regresó para encontrar a Vera sentada en el extremo de una silla, con la cartera sobre las rodillas.

– ¿Té? ¿Una Coca? ¿Algo?

– No, nada.

Maggie se sentó en una silla en ángulo recto con la de Vera.

– ¿Viniste caminando?

– Sí.

– Deberías haber llamado. Te hubiera ido a buscar.

– Puedes llevarme luego de… -Vera hizo una pausa.

El tono de voz de su madre advirtió a Maggie que algo andaba mal.

– ¿Después de qué?

– Lo siento, pero he venido por algo desagradable.

– ¿Sí?

– ¿Estás viendo a ese chico Severson, no es cierto? -Vera apretó la manija de la cartera con ambas manos.

Sorprendida, Maggie tardó en responder.

– Si te dijera que sí, mamá, ¿estarías dispuesta a hablar de eso conmigo?

– Estoy hablándote de eso. ¡Todo el pueblo habla de eso! Dicen que dejó a su mujer y está viviendo con la madre. ¿Es cierto?

– No.

– ¡No me mientas, Margaret! ¡No te eduqué así!

– Está viviendo con la madre, pero dejó a su mujer porque ya no la quiere.

– Ay, por Dios, Margaret, ¿ésa es la excusa que tienes para ti?

– No necesito excusas.

– ¿Tienes amoríos con él?

– ¡Sí! -gritó Maggie, poniéndose de pie de un salto-. ¡Sí, tengo relaciones con él! ¡Sí, lo amo! ¡Sí, pensamos casarnos en cuanto consiga el divorcio!

Vera pensó en todas las mujeres del grupo de la iglesia, de la sociedad de jardinería y de los Amigos de la Biblioteca, mujeres a las que conocía de toda la vida. Revivió la vergüenza que había pasado en el baño del asilo esa tarde.

– ¿Cómo podré volver a mirar a las mujeres del grupo de la iglesia?

– ¿Eso es todo lo que te importa, mamá?

– He sido miembro de esa iglesia durante más de cincuenta años, Margaret y, en todo ese tiempo no he tenido motivo alguno para agachar la cabeza. Y ahora esto. No hace más que unos meses que regresaste al pueblo y estás metida en este escándalo. Es vergonzoso.

– Sí es así, la vergüenza es mía, mamá, no tuya.

– Ah, te crees muy viva, ¿no? Te crees todo loque él te dice, como una tonta. ¿Realmente piensas que su intención es divorciarse de su mujer y casarse contigo? ¿Cuántas crees que han oído lo mismo en todos estos años? Anda detrás de tu dinero, Margaret, ¿no le das cuenta?

– Ay, mamá… -Maggie se dejó caer sobre la silla, abrumada por la desilusión. -¿Por qué, por una vez en tu vida, no puedes ser un apoyo para mí en lugar de regañarme?

– Si crees que voy a tolerar cosas así…

– No, no lo creo. No lo creería nunca, porque en toda mi vida, nunca creíste nada bueno de mí.

– Y mucho menos que tuvieras sentido común. -Con expresión vehemente, Vera se inclinó hacia adelante y apoyó un brazo sobre la mesa. -Margaret, eres una mujer rica y no te das cuenta de que los hombres te perseguirán por tu dinero, pero yo, sí.

– No… -Maggie sacudió la cabeza lentamente. -Eric no anda detrás de mi dinero. Pero no voy a quedarme aquí sentada defendiéndome ni defendiéndolo a él porque no tengo necesidad de hacerlo. Ya soy adulta y viviré mi vida como me plazca.

– ¿Y nos avergonzarás a tu padre y a mí sin la menor consideración por nuestros sentimientos?

– Mamá, lamento que te sientas así, de veras lo siento, pero sólo puedo decirte otra vez que es asunto mío, no tuyo ni de papá. Deja que me haga cargo yo de mis sentimientos y tú hazte cargo de los tuyos.

– ¡No me hables con esos aires de psicóloga! Sabes que me indigna.

– Muy bien, te haré una pregunta directa, porque siempre tuve mis dudas: ¿me quieres, mamá?

Vera reaccionó como si alguien la hubiera acusado de ser comunista.

– Pero claro que te quiero. ¿Qué clase de pregunta es esa?

– Una pregunta franca. Porque nunca me lo dijiste.

– Te tuve la ropa limpia, y la casa perfecta y le hice comidas ricas ¿no?

– Un mayordomo podría hacer eso. Lo que quería era comprensión, alguna demostración de cariño, un abrazo cuando regresaba a casa, alguien que se pusiera de mi parte de tanto en tanto.

– Te abracé.

– No. Permitiste que te abrazara. Es diferente.

– No sé qué quieres de mí, Margaret. Creo que nunca lo supe.

– Para empezar, podrías dejar de dar órdenes. Tanto a mí como a papá.

– Ahora me culpas por otra cosa. La función de una mujer es hacer que la casa funcione bien.

– ¿Dando órdenes y criticando? Mamá, existen mejores formas.

– ¡Ah, ahora resulta que también eso hice mal! Pues tu padre no se ha quejado, y hace cuarenta y cinco años que estamos juntos…

– Y nunca te vi abrazarlo ni preguntarle si tuvo un buen día, ni masajearle el cuello. En cambio, cuando llega a casa, le dices: "Roy, quítate los zapatos, acabo de lavar el piso". Cuando yo llego a casa me dices: "¿Por qué no me avisaste que vendrías?" Cuando Katy vino para Acción de Gracias, la retaste porque no tenía botas. ¿No sete ocurre, mamá, que podríamos aspirar a otra cosa como saludo? ¿Que ahora, en este momento emocional de mi vida, cuando podríanecesitar alguien a quien confiarle mis cosas, podría desear que vinieras a preguntarme cómo me siento, en lugar de acusarme de avergonzarte a ti y a papá?