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Eric le acarició la frente y le extendió el cabello castaño sobre la cubierta hasta que la rodeó como una nube. Buscó formas de expresarlo, pero no era poeta ni filósofo.

– Me temo que habrá que conformarse con "Te amo". Eso lo dice todo.

– Y yo te amo a ti.

Se llevaron el pensamiento de regreso a la orilla, lo guardaron dentro de sí para los días de separación que vendrían, lo reiteraron con el beso de despedida, se aferraron a él cuando Maggie lo saludó y lo dejó de pie al final del muelle, observándola subir la colina.

En la cima se volvió para saludar, luego resueltamente arrastró los piespor los escalones de la galería delantera.

Desde las sombras se oyó una voz. Áspera. Acusadora.

– Hola, mamá. Maggie se sobresaltó.

– ¡Katy!

– Yo también estoy aquí, señora Stearn.

– Agh… Todd. -Se habían estado besuqueando en la oscuridad. Era evidente, aun sin el beneficio de la luz. -¿Ustedes dos están trasnochando bastante, no creen?

La respuesta cortante de Katy la desafió a reprocharla.

– Parece que no somos los únicos.

Desde abajo llegó el sonido del motor del Mary Deare alejándose del muelle. Maggie se dio cuenta, cuando sus ojos se adaptaron a las sombras de la galería, de que Katy había tenido un panorama claro del muelle. Vio a su hija contemplando su camisón corto, sus pies descalzos, juzgando, reprendiendo. Maggie se sonrojó y se sintió culpable. Quería decirle: Pero yo soy más grande que tú, más experimentada, y comprendo perfectamente lo que implica este rumbo en el que me he embarcado.

Lo que le sirvió como frío recordatorio de que estaba emitiendo un doble mensaje en lugar de dar un buen ejemplo.

Después de esa noche, la idea la preocupó. Nunca antes había pensado demasiado en la promiscuidad. Era algo contra lo que se advertía a las chicas durante la adolescencia, pero en la madurez, Maggie lo había considerado una elección solamente suya. Quizá no lo fuera.

Con una impresionable hija de dieciocho años en la casa que salía con un muchacho buen mozo y viril, quizá no lo fuera.

Las trasnochadas de Katy siguieron y Maggie se despertaba con frecuencia para quedarse en la cama, preocupada, o vagar hasta el baño o por la casa oscura, preguntándose si debería hablar con Brookie después de todo. ¿Pero para qué?

Sus noches de mal dormir comenzaron a notarse y comenzó a sentirse lenta, a veces mareada, a veces débil. Nunca había comido entre, horas, pero comenzó a hacerlo, como reacción a la tensión que sentía, creyó. Aumentó dos kilos y medio. Los corpiños no le cabían más. Luego un día descubrió algo muy extraño. Los zapatos ya no le iban bien.

¿Los zapatos?

Se paró junto a la cama, y se miró los pies, que parecían dos papas enormes.

¡No se me ven ni siquiera los tobillos!

Algo no andaba bien. Nada bien. Sumó todo: la retención de líquidos, el cansancio, la irritabilidad, los pechos doloridos, el aumentó de peso. Era la menopausia, estaba segura, los síntomas concordaban todos. Pidió una cita con un ginecólogo de Bahía Sturgeon.

El doctor David Macklin había tenido la perspicacia de hacer pintar el cielo raso de su consultorio con un motivo floral. Tendida de espaldas sobre la camilla, Maggie se distrajo tratando de reconocer las flores. Tulipanes, violetas y rosas. ¿Qué eran esas florecillas blancas? ¿Flores de cerezo? En Door County, qué adecuado. La luz era difusa, iluminaba el cielo raso indirectamente desde las paredes color lavanda. Era un consultorio apacible que ponía al paciente lo más cómodo posible.

El doctor Macklin terminó su examen, bajó la camisola descartable de Maggie y la ayudó a incorporarse.

– Muy bien, ya puede levantarse.

Ella se sentó en un extremo de la camilla y lo observó hacer rodar su taburete hasta un escritorio empotrado en la pared donde anotó algo en una carpeta de papel manila. Era un hombre de unos treinta y tantos años, de calvicie incipiente, pero con un bigote tupido que parecía querer compensar el ensañamiento de la naturaleza con su cabeza. Sus cejas, también, eran gruesas y oscuras y caían como paréntesis sobre sus amistosos ojos azules. Levantó la vista y preguntó:

– ¿Cuándo fue su última menstruación?

– Mi verdadera última menstruación… alrededor de la época en que murió Phillip, hace casi dos años.

– ¿A qué se refiere con eso de "verdadera menstruación"?

– A como fue siempre. Normal, de cuatro días de duración.

– ¿Y después de la muerte de su marido se interrumpió en forma abrupta?

– Sí, cuando comencé a experimentar esos calores de los que le hablé. He tenido algunas pequeñas pérdidas de tanto en tanto, pero muy leves.

– ¿Ha sufrido calores últimamente?

Maggie pensó antes de responder.

– No, últimamente, no.

– ¿Sudores nocturnos quizás?

– No.

– ¿Pero le molestan los pechos?

– Sí.

– ¿Desde hace cuánto tiempo?

– No lo sé. Un par de meses, quizá. No lo recuerdo.

– ¿Se levanta de noche para orinar?

– Dos o tres veces.

– ¿Es normal en usted?

– No, creo que no, pero mi hija vive conmigo y ha estado trasnochando bastante. Me cuesta dormirme hasta que la oigo llegar.

– ¿Qué puede decirme de su estado de ánimo en este último tiempo? ¿Se ha sentido de mal humor, deprimida?

– Mi hija y yo discutimos bastante. Tenerla en casa otra vez ha sido una situación estresante.

El doctor Macklin apoyó un codo en el escritorio a sus espaldas.

– Bueno, señora Stearn -dijo-. Me temo que esto no es la menopausia, como usted creyó. Todo lo contrario. Mi mejor cálculo es que usted lleva aproximadamente cuatro meses y medio de embarazo.

Si hubiera extraído una maza de cinco kilos y la hubiera golpeado en la cabeza, David Macklin no habría podido aturdiría más.

Durante varios segundos se quedó boquiabierta, mirándolo. Cuando por fin pudo hablar, su voz denotaba incredulidad.

– ¡Pero es imposible!

– ¿Quiere decir que no ha tenido relaciones en los últimos cinco meses?

– No. Digo, sí, tuve, pero… pero…

– ¿Tomó alguna precaución?

– No, porque no creí que fuera necesario. Quiero decir… -Rió; un sonido breve, tenso, que buscaba comprensión. -Voy a cumplir cuarenta y un años el mes que viene. Comencé a tener signos menopáusicos hace dos años y… bueno… pensé que ya estaba más allá de eso.

– Quizá le sorprenda saber que un diez por ciento de mis pacientes de hoy en día ya han cumplido cuarenta años y muchas confundieron los síntomas de embarazo con la menopausia. Le explicaré un poco sobre eso y cómo comienza. La menopausia se produce cuando el cuerpo disminuye su producción de estrógeno, la hormona femenina. Pero el sistema reproductivo no se cierra de la noche a la mañana. En algunos casos, puede durar unos años y esto hace que el sistema varíe mes a mes. Algunos meses los ovarios funcionan con normalidad y el cuerpo produce estrógeno suficiente como para que haya una menstruación normal. Pero otras veces, los ovarios no producen las hormonas adecuadas y no hay ovulación. En su caso, es evidente que en un determinado mes, cuando tuvo relaciones, su organismo produjo estrógeno suficiente como para desencadenar la ovulación, y aquí estamos.

– ¿Pero… y los calores? Ya le dije, fui a la sala de urgencias creyendo que tenía un ataque al corazón y una enfermera y un médico presenciaron un golpe de calores y lo reconocieron. Vieron cómo se me enrojecía el pecho y me dijeron qué era. ¿Cómo puede ser?