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– Sí, Excursiones Severson -dijo la voz áspera.

– Hola, Anna. Habla Maggie Stearn.

– ¿Quién?

– Maggie Pearson.

– Ah… Maggie Pearson. ¡Vaya, qué increíble!

– ¿Cómo está?

– Yo, bien. Tengo una nueva nieta, sabes.

– Sí, me enteré. Felicitaciones.

– Y un nieto recién graduado.

– Uno de los chicos de Mike.

– Sí. Y un hijo viviendo en casa de nuevo.

– Sí… también me enteré de eso.

– Pero la pesca anda bien, el trabajo, también. Deberías venir algún día y probar.

– Me gustaría, pero desde que abrí la hostería, no tengo mucho tiempo libre.

– Oí que te va bien, ¿no?

– Sí. He tenido huéspedes casi todas las noches desde que abrí.

– ¡Qué suerte! Hay que mantenerlos contentos, sabes, pues eso es los que los trae de regreso. Pregúntame a mí y a los muchachos.

Se produjo un silencio y la única forma en que a Maggie se le ocurrió romperlo fue preguntar directamente:

– ¿Anna, está Eric?

– No, salió a pescar con un grupo. ¿Qué querías?

– ¿Podría decirle que me llame, por favor?

– Ah… -Luego de una pausa de desconcierto, Anna añadió: -Sí, se lo diré. Volverá a eso de las seis.

– Gracias, Anna.

– Sí, bueno, adiós entonces.

– Adiós.

Cuando Maggie cortó, le traspiraban las manos.

Cuando Anna cortó, la mente le funcionaba a toda velocidad.

Eric atracó el Mary Deare a las seis y cinco. Anna lo observó desde la ventana de la oficina bromear con los pescadores, guiarlos al cobertizo de limpieza, limpiar los pescados y colgar siete salmones del tablón para que el grupo se fotografiara con ellos.

A las seis y media entró en la oficina, preguntando:

– ¿Hay algo para comer, Ma?

– Sí. Te preparé un sandwich de carne y hay té helado en la h ladera.

Eric le palmeó el trasero al dar la vuelta al mostrador.

– Gracias, Ma.

– Ah, llamó Maggie Pearson. Dijo que la llamaras.

Eric se detuvo como si se hubiera topado con una pared invisible y se volvió, repentinamente tenso.

– ¿Cuándo?

– A eso de las cuatro.

– ¿Por qué no me avisaste por la radio?

– ¿Para qué? No hubieras podido llamarla hasta regresar, de todos modos.

Eric golpeó la puerta y se alejó con marcada impaciencia. Mientras los pescadores entraban a pedir cigarrillos y papas fritas, Anna lo oyó hacer el llamado desde la cocina, pero no pudo distinguir las palabras, instantes después, Eric salió a la oficina, ceñudo.

– Eh, Ma, ¿tengo un grupo a las siete?

– Sí -respondió, fijándose en una tablilla-. Un grupo de cuatro.

– ¿Y Mike?

– ¿Mike? No, está libre.

– ¿A qué hora tiene que volver?

– Dentro de un cuarto de hora, más o menos.

– ¿Podrías llamarlo y preguntarle si le importaría tomar mi grupo de las siete?

– Sí, claro, pero, ¿qué hay tan importante que te hace dejar de lado a los clientes?

– Tengo que ir al pueblo -respondió Eric vagamente, saliendo en dirección a la cocina. Minutos después ella oyó vibrar la antigua cañería mientras él llenaba la bañera. Cuando apareció en la oficina quince minutos más tarde, estaba recién peinado y afeitado, olía a agua de Colonia y se había puesto un par de vaqueros blancos limpios y una remera roja con cuello polo.

– ¿Hablaste con Mike?

– Sí.

– ¿Qué dijo?

– Los toma.

– Gracias, Ma. Agradécele a él, también.

Eric cerró con un golpe la puerta de alambre tejido, trotó hasta la camioneta y salió levantando grava, mientras que Anna se quedaba mirándolo con las cejas arqueadas.

Así que por ahí viene la cosa, pensó.

Maggie había dicho que se encontraría con él en una pequeña iglesia bautista en el campo, al este de Bahía Sister. La campiña de Door County estaba salpicada de iglesias como ésa: de campanario alto, estructuras de madera blanca con cuatro ventanas con arco de cada lado, un par de pinos clavados como centinelas junto a ella y un cementerio adyacente durmiendo pacíficamente entre las malezas y lápidas. Los domingos por la tarde, las ventanas estarían abiertas y se oirían las voces de los fieles elevadas en una canción. Pero era el anochecer del jueves, no había servicio religioso y ningún automóvil en el estacionamiento frente a la iglesia, salvo el de Maggie. Las ventanas estaban cerradas y la única canción era la de un par de tristes palomas sobre un cable cercano.

Maggie estaba en cuclillas junto a una de las lápidas cuando Eric estacionó. Lo miró abrir la puerta, luego regresó a su tarea inclinada hacia adelante con el vestido desplegado alrededor.

Eric se detuvo, disfrutando al verla en la cálida luz del anochecer; ella volcó agua de una caja, de zapatos sobre una mata de flores violetas, se levantó para abrirse camino entre las antiguas piedras cubiertas de musgo hasta una bomba de hierro negro donde volvió a llenar la caja de zapatos y la llevó, chorreando, de nuevo hacia las llores violetas. Se arrodilló otra vez y las regó. Las palomas seguían emitiendo su canto triste, el día se moría y el aroma del trébol silvestre se tornaba fuerte en la creciente humedad.

Eric se movió sin prisa; cruzó por la grava crujiente que había atrapado el calor del día y pasó al césped aterciopelado que anunciaba el fresco de la noche; avanzó hacia Maggie por entre los difuntos oriundos de países europeos cuyos nombres apenas sí se leían en las gastadas lápidas.

Al llegar adonde estaba Maggie, se detuvo en las sombras largas y le tocó la cabeza.

– ¿Qué haces, Maggie? -preguntó en voz baja como el canto de las palomas.

De rodillas, ella levantó la mirada por encima del hombro.

– Estoy regando estas pobres flores marchitas. Esto es lo único que encontré para transportar el agua.

Dejó la caja de cartón húmeda junto a su rodilla y se inclinó para arrancar dos malezas de entre las flores violetas.

– ¿Por qué? -quiso saber él, con gentileza.

– Es que… -La voz de Maggie se quebró, luego ella volvió a hablar, emocionada: -Lo… lo necesitaba.

La angustia de ella lo alteraba de inmediato. Al oír su voz quebrada, Eric sintió el pecho comprimido y se agazapó a su lado; tomó del codo y la obligó suavemente a mirarlo.

– ¿Qué pasa, Maggie Mía?

Ella se resistió; mantuvo la vista baja y siguió hablando, a alocadamente, como para postergar algún tema vital.

– ¿Quién las habrá plantado? ¿Hace cuánto tiempo? ¿Cuántos años hará que crecen y sobreviven, sin que nadie las cuide? Carpiría un poco la tierra, si tuviera alguna herramienta, y trataría de quitar las… las malezas. Las están ahogando.

Pero era ella la que se estaba ahogando.

– ¿Maggie, qué pasa?

– ¿Tienes algo en la camioneta?

Confundido por la evidente angustia de ella y su renuencia a hablar de ello, Eric accedió.

– Iré a ver.

Las rodillas le crujieron cuando se levantó. Fue hasta el vehículo y regresó un instante después con un destornillador que entregó a Maggie antes de volver a agazaparse a su lado para verla carpir el suelo rocoso y arrancar las malezas. Aguardó con paciencia hasta que terminó la inútil tarea, luego le inmovilizó la mano con la suya y cerró los dedos sobre el destornillador.

– ¿Maggie, qué sucede? -preguntó en un susurro-. ¿Quieres decírmelo, ahora?

Ella permaneció acuclillada, apoyó el dorso de las manos sobre los muslos y levantó los tristes ojos castaños hacia Eric.