– Estoy esperando un bebé tuyo.
El impacto lo sacudió como un puntapié en el pecho y lo empujó hacia atrás.
– ¡Ay, Dios mío! -susurró, poniéndose pálido. Miró el abdomen de Maggie, luego su rostro. -¿Estás segura?
– Sí. Hoy consulté al médico.
Eric tragó. La nuez de Adán le dio un salto.
– ¿Para cuándo es?
– Para dentro de cuatro meses y medio.
– ¿Tan adelantada, estás?
Ella asintió.
– No hay posibilidad de que sea un error? ¿Ni riesgo de perderlo?
– No -trató de susurrar Maggie, pero no brotó ningún sonido.
Una sonrisa de júbilo puro iluminó el rostro de Eric.
– ¡Maggie, es maravilloso! -exclamó, rodeándola con los brazos-. ¡Es increíble! -Gritó hacia el cielo: -¿Han oído? ¡Vamos a tener un bebé! ¡Maggie y yo vamos a tener un bebé! ¡Abrázame, Maggie, abrázame!
No había otra cosa que ella pudiera hacer, pues él se había enroscado alrededor de su cuerpo. Con la laringe comprimida por el hombro de Eric, la voz de Maggie brotó áspera:
– Tengo las manos sucias, y tú estás loco.
– ¡No me importa nada! ¡Abrázame!
De rodillas sobre el césped, Maggie lo abrazó con las manos sucias contra la espalda de él -con destornillador y todo- ensuciándole la remera.
– Eric, estás casado con otra mujer que se niega a darte el divorcio y tengo… tenemos cuarenta años. Esto no es maravilloso en absoluto, es un horror. Y todo el pueblo sabrá que es tuyo.
Eric la apartó, sujetándola de los brazos.
– Tienes razón, todos los sabrán ¡porque yo se lo diré! Basta de andar con pies de plomo respecto del divorcio. Me la quitaré de encima como una camisa vieja y ¿qué son cuarenta años, de todos modos? Dios, Maggie, he deseado esto durante años y ya había perdido las esperanzas. ¿Cómo puedes no sentirte feliz?
– Yo soy la que no está casada, ¿recuerdas?
– No será por mucho tiempo. -Loco de entusiasmo, le tomó las manos y siguió hablando, radiante de felicidad. -¿Maggie, quieren casarse conmigo, tú y el bebé? ¿En cuanto sea legalmente posible? -Antes de que ella pudiera responder, Eric ya estaba de pie, caminando de un lado a otro; los pantalones blancos se habían manchado de verde en las rodillas. -Dios mío, faltan sólo cuatro meses y medio. Tenemos que hacer planes, preparar el cuarto para el bebé. ¿No tenemos que asistir a clases del método Mazda o algo así?
– Lamaze.
– Lamaze, sí. Espera a que se lo diga a Ma. Y a Mike. Cielos, cómo se sorprenderá. Maggie, ¿crees que hay tiempo para tener otro, después? Los niños deben tener hermanos. Uno de cada sexo sería…
– Eric, basta. -Maggie se puso de pie y lo tocó; una caricia fresca, sensata. -Escúchame.
– ¿Qué? -Inmóvil como las lápidas alrededor, Eric la miró con expresión de total inocencia, sonrojado por la exuberancia, del mismo tono rojizo dorado que el cielo del poniente.
– Mi amor, pareces olvidar que no soy tu esposa. Ese privilegio -le recordó Maggie- pertenece a otra mujer. No puedes… bueno, no puedes ir por allí, gritando aleluya por todo el pueblo como si estuviéramos casados. Sería un bochorno para Nancy ¿no lo entiendes? Y para nuestros padres, también. Tengo una hija en quien pensar y ella tiene amigos. Comprendo tu felicidad, pero yo tengo reservas.
Eric se puso serio como si algún accidente fatal hubiera sucedido ante sus ojos, paralizando su alegría.
– No lo deseas.
¿Cómo podía hacerle entender?
– No es una cuestión de quererlo o no quererlo. Está aquí -se apretó las manos contra el abdomen- y ya estoy en casi la mitad del embarazo, cosa que está mucho más adelantada que tu divorcio. Y significará una tremenda interrupción en mi vida, probablemente el fin del negocio que me esforcé tanto para abrir. Yo soy la que cargará con él desde ahora hasta que estés libre, yo soy la que recibirá las miradas curiosas por la calle, yo soy a la que llamarán rompehogares. Si necesito tiempo para adaptarme a todo esto, tendrás que ser tolerante, Eric.
Él se quedó quieto, digiriendo los comentarios de ella, mientras encima de ambos, las palomas seguían con su lamento.
– No lo quieres -repitió, desgarrado.
– No con la alegría y el júbilo con que lo deseas tú. Eso me llevará tiempo.
El rostro de Eric se ensombreció. Agitó un dedo en dirección a Maggie.
– Si llegas a hacer algo para deshacerte de él, me matarás a mí también, ¿entiendes?
– ¡Ay, Eric! -se lamentó Maggie, marchitándose como una flor-. ¿Cómo puedes pensar siquiera en una cosa así?
Él se volvió, caminó hasta un arce y contempló la corteza lisa y gris. Durante unos segundos se quedó tieso, inmóvil, luego golpeó el árbol con la palma de la mano. Apoyado contra el tronco, bajó la cabeza.
El espléndido ocaso estival seguía alabando el cielo. Por entre los arbustos cerca del bosque adyacente, un pajarillo repetía su canto. Junto a la lápida más cercana, las flores oscilaban contra el granito, mientras que arañas y escarabajos se escurrían por entre la hierba y pequeños gusanos verdes caían sobre telarañas que resplandecían como hilos de cristal bajo los rayos finales del sol. La vida florecía por todas partes, aun en un cementerio que marcaba su fin, aun dentro de la mujer cuya tristeza, parecía fuera de lugar en ese esplendor estival.
Maggie miró al hombre que amaba: la espalda inclinada, el brazo rígido, la cabeza gacha.
¡Qué desconsolado se lo veía, elevado a la cumbre de la felicidad un instante atrás, luego suplido en desesperación al verse forzado a considerar el dilema!
Maggie fue detrás de él y le apoyó las palmas sobre las costillas.
– Concebirlo fue un acto de amor -le dijo en voz baja- y te sigo amando y también amaré al niño. Pero traerlo al mundo fuera del matrimonio es menos de lo que se merece. Eso es lo que me pone triste. Porque estoy segura de que Nancy te ofrecerá resistencia suficiente para que no podamos casarnos hasta mucho después que haya nacido el bebé.
Eric levantó la cabeza y dijo al árbol.
– Le hablaré este fin de semana y le diré que la reconciliación queda fuera de toda consideración. Hablaré con mi abogado y le ordenaré que acelere las cosas. -Se volvió hacia Maggie. Llevado por una nueva e indeseada tensión, no la tocó. Se daba cuenta de cuán prosaica era la situación, cuán clásica la reacción de él en la superficie: un hombre casado que arrastra a su amante detrás de él mientras la mantiene tranquila con promesas de divorcio. No obstante, Maggie nunca lo había acusado de no apurarse, nunca había insistido ni exigido.
– Lo siento, Maggie. Debería haberlo hecho antes.
– Sí… bueno, ¿cómo íbamos a saber que esto sucedería?
La expresión de Eric se tornó pensativa.
– ¿Cómo sucedió, Maggie? Siento curiosidad por saberlo.
– Pensé que estaba a salvo. Había tenido ciertas señales de menopausia durante más de un año. Pero el médico me explicó que aun cuando los períodos cesan, sigue habiendo ocasiones en que una mujer puede ser fértil. Cuando me dijo que estaba embarazada, me sentí… -Se miró las manos, avergonzada. -¡Me sentí tan tonta! Quedarme embarazada, por error, a mi edad, después de enseñar Vida Familiar, por Dios. -Se volvió, angustiada.
Eric le miró la espalda, la forma en que se abrazaba, en que el vestido verde claro se tensaba sobre sus omóplatos. La oscura y desnuda verdad descendió sobre él. Con tristeza, en voz baja, preguntó:
– Realmente no lo deseas, ¿verdad, Maggie?
Ella se estremeció.
– ¡Ay, Eric, si tuviéramos solamente treinta años y estuviéramos casados, sería tan diferente!