Él comprendió que para ella era distinto; había tenido una familia. No podía siquiera empezar a entender la importancia que tenía en la vida de él ese hijo, comparado con un mero detalle como era su edad, o la de ella. Una vez más, la desilusión lo invadió.
– Toma. -Maggie se volvió y le entregó el destornillador. -Gracias.
La reserva se mantenía entre ellos, distanciándolos por algún motivo que él no lograba comprender del todo.
– Te prometo que hablaré con Nancy.
– Por favor, no le digas lo del bebé. Preferiría que no lo supiera, todavía.
– No, no lo haré, pero necesito contárselo a alguien, ¿Te importa si se lo digo a Mike? Sabe quedarse callado.
– Por supuesto que no; díselo. Es probable que muy pronto me descubra contándoselo a Brookie.
Eric sonrió con vacilación, deseando estrecharla en sus brazos, pero se mantuvieron separados. Era una tontería. Ella esperaba su bebé, por Dios, y se amaban con locura.
– ¿Maggie, puedo abrazarte? ¿Abrazarlos a los dos?
Con un sonido que se le ahogó en la garganta, Maggie corrió hacia él y puso fin a la agonía de ambos arrojándole los brazos al cuello. Eric la abrazó con fuerza y sintió que el corazón volvía a latirle.
– Ay, Eric, tengo tanto miedo -confesó ella.
– No temas. Seremos una familia. Lo seremos, ya verás -se juró Eric. Cerró los ojos con fuerza y deslizó las manos sobre el cuerpo de embarazada de Maggie: la espalda, las nalgas y los senos. Se hincó sobre una rodilla y rodeando el abdomen de ella con las manos, oprimió el rostro contra él.
– Hola, pequeño -dijo con la boca contra el suave vestido verde-. Voy a quererte tanto, tanto.
A través de la ropa, el aliento de él entibió la piel de Maggie. A través de su tristeza, las palabras de Eric le entibiaron el corazón. Pero cuando él se levantó y la abrazó con suavidad, Maggie supo que no era suficiente. Nada sería suficiente salvo convertirse en su esposa.
Nancy Macaffee tenía que admitir que había veces en que Door County era casi tolerable. Ahora, en verano, al final de una semana tórrida y dura, regresar allí no era tan desagradable como en invierno. El clima era más fresco, con las brisas que soplaban desde el agua y le gustaban los árboles de sombra y la profusión de flores en sitios probables e improbables. Pero sus habitantes eran campesinos: las mujeres todavía iban al pueblo con ruleros y pañuelos en la cabeza y los ancianos todavía se ponían las gorras con visera al revés. La pesca y la cosecha de frutas eran los temas primarios de conversación cuando los lugareños se encontraban por la calle. La mercadería de los negocios era deplorable y la casa donde ella vivía, abominable.
¿Cómo podía gustarle a Eric esa decrépita caja de zapatos?' Cuando la mudó allí -no había ninguna otra cosa disponible- prometió que sería por poco tiempo. ¿Acaso era culpa de ella desear algo mejor? Regresar a esa casa con él dentro la había vuelto casi tolerable. Ahora que Eric no estaba, le resultaba desagradable, pero su abogado le había aconsejado que siguiera allí por razones legales, y hacer cualquier otra cosa habría significado un desorden en su vida que era lo que menos necesitaba.
Al regresar el viernes por la noche, maldijo cuando trató de abrir la condenada puerta del garaje. Adentro, la cocina olía a encierro. La misma pila de correspondencia para tirar seguía sobre el armario de la cocina, donde ella la había dejado el lunes anterior. Nadie había lavado la alfombrita junto a la pileta donde ella había dejado caer una gota de mayonesa. No había perdices ni guisado cocinándose. Nadie se ofreció a llevarle la maleta arriba.
Pero sóbrela mesa de la cocina había una nota de Eric: Nancy, necesito hablarte. Te llamaré el sábado.
Nancy sonrió y corrió arriba. Muy bien, él no le había comprado un reluciente condominio en Lake Point Towers con vista a la vista Dorada y todo Chicago a sus pies, pero ¡lo extrañaba, demonios! Lo quería otra vez en casa. Quería alguien que le abriera la puerta del garaje, que tuviera la cena preparada, que se encargara del mantenimiento del coche, de cortar el césped y tener el café lisio el domingo por la mañana. Y cuando se metía en la cama, alguien que le confirmara que era una mujer atractiva.
Arriba, arrojó la valija sobre la cama y se quitó el traje de hilo color champagne. A pesar de que el sol inundaba la habitación, encendió las luces del espejo de maquillaje y se acercó a él para examinarse los poros, tocarse el rostro aquí y allá, quitarse una mota de máscara de la mejilla, palparse el cuello para comprobar que seguía firme. Buscó un cepillito y se despeinó las cejas. Lo cambió por otro, se quitó la hebilla y luego de dejarla caer sobre el desorden del tocador, se cepilló el pelo vigorosamente, doblando la cintura de forma tal que las puntas le rozaran los hombros.
Dejó el cepillo, se miró en el espejo y se quitó la enagua color durazno, y el resto de la ropa interior, dejándola caer como pétalos a los pies de una imagen santa.
Deslizó las manos sobre su abdomen chato, por los muslos, por las costillas; se tomó los senos y los levantó hacia arriba, apuntando los pezones directamente hacia el espejo.
¡Ah, cómo extrañaba el sexo! Habían sido tan buenos en ese aspecto.
Pero la idea de deformar su cuerpo con un embarazo seguía resultándole repugnante. Algunas mujeres estaban hechas para eso y otras, no. ¿Por qué Eric no podía aceptarlo?
En el baño, pequeño y feo, llenó la bañera, le agregó espuma y se sumergió con un suspiro. Cerró los ojos y pensó en Eric. Sonrió. No quería esperar hasta el día siguiente. Se pondría su nuevo enterizo de Bill Blass y un toque de Passion -el perfume que a él más le gustaba- e iría a averiguar si Eric había cambiado de idea.
Mientras esperaba que alguien contestara a la puerta, Nancy miró alrededor con desagrado. Si existía un sitio que odiaba más que su propia casa, era ese horrible lugar. Pescado… Dios, detestaba hasta la palabra. Casi no podía comer un filete desde que había sido expuesta a los olores de ese lugar. Cómo podía alguien trabajar en ese hedor era algo que no comprendía. ¡Todo el maldito bosque olía a pescado!
Anna apareció en la puerta, vulgar como siempre con una horrible remera con la leyenda: Maratón de la Abuela '88.
– Hola, Nancy.
– Hola, Anna. -Nancy apoyó la mejilla contra la de Anna educadamente. -¿Cómo está?
– Bueno, ya sabes, los muchachos me mantienen ocupada. La pesca ha estado muy buena. ¿Y tú?
– Ocupada, también. Y sola.
– Sí… bueno… a veces hay que pasar por eso. Imagino que viniste a ver a Eric. Está en el cobertizo de limpieza, terminando de cerrar todo.
– Gracias.
– ¡Ten cuidado con esos zapatos de taco alto! -gritó Anna mientras ella se alejaba.
Nancy atravesó la extensión de grava que llevaba al muelle y a las construcciones aledañas. Eran las diez de la noche. Debajo de los árboles todo estaba oscuro, pero cerca del cobertizo de limpieza, una bombita brillaba bajo un reflector. Adentro del rústico edificio, otra bombita arrojaba una débil luz sobre el piso de cemento y las paredes de madera. Al acercarse, Nancy se cubrió la nariz con la muñeca y olió el aroma de Passion, de Elizabeth Taylor.
Abajo, cerca del lago, un sapo profería sus eructos sin cesar. Los grillos se lamentaban por todas partes. Los insectos zumbaban y golpeaban contra las luces. Algo golpeó contra el pelo de Nancy y ella sacudió la cabeza y manoteó frenéticamente. Desde adentro del cobertizo, se oían dos voces masculinas mientras el chorro de una manguera golpeaba el piso de cemento, ahogando con el ruido del agua el sonido de los pasos de Nancy sobre la grava.
Se detuvo a unos metros de la puerta y escuchó.
– Bueno, no está precisamente en éxtasis. -Ese era Eric.
– ¿Quieres decir que no lo desea? -Y Mike.