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– ¿A qué hora? -Tomó el yogur y comió una cucharada.

– Si el tiempo sigue así, temprano, quizás a la tarde.

– ¡Fantástico! -Arqueó la muñeca y la cuchara relampagueó.

– Prepararé algo con mucho calcio y vitaminas. -Se palmeó el estómago. -Ahora tengo que alimentarme bien. -Sonrió. -Que te vaya bien, mi amor.

Eric se estremeció internamente ante el término cariñoso de ella y el recuerdo de su embarazo.

– A ti también. -Se volvió y se dirigió a la camioneta.

El tiempo estaba acorde con su estado de ánimo. Cuando estaba a mitad de camino hacia Gills Rock, comenzó a llover; las gotas golpeaban contra el parabrisas con un ruido similar al del plástico al romperse. Los truenos gruñían cerca del horizonte y se veían relámpagos. Sabía, mucho antes de llegar a casa de Ma, que las excursiones de la mañana se habrían cancelado, pero siguió camino de todas formas. Saludó a su madre y a Mike, tomó una taza de café, pero no probó la salchicha; sus pensamientos lo tenían preocupado. Durante unos instantes contempló el manchado teléfono de la cocina, la guía colgando de un hilo, con el número de Seattle de Maggie escrito sobre la lapa. Recordó la primera vez que la llamó. Ma le repitió una pregunta, luego gritó:

– ¿Qué te pasa, tienes los oídos tapados?

– Ehh… ¿qué?

– Te pregunté si querías alguna otra cosa… cereal, o pan con carne.

– No, nada, Ma. No tengo hambre.

– Esta mañana no las tienes todas contigo ¿no es así?

– Lo siento. Mira, si no me necesitas para nada, tengo que regresar a Fish Creek.

– No. Vete, no más. Parece que la lluvia va a durar.

No les había dicho a ninguno de los dos por qué había decidido mudarse de nuevo con Nancy y aunque Mike estaba apoyado tranquilamente contra la pileta, bebiendo café y observándolo, Eric decidió no dar explicaciones todavía. Además, Ma no sabía nada del embarazo de Maggie y no soportaba la idea de decírselo ahora. Quizá nunca se lo dijera. Otra vez la culpa: ocultarle la verdad a Ma, que siempre se enteraba de todo, como si tuviera antenas ocultas que se movían cada vez que sus hijos hacían algo malo.

Cuando tenía ocho años -Eric lo recordaba con claridad, porque la señorita Wystad era su maestra ese año; fue el año en que Eric estaba experimentando con sus primeras palabrotas- y se había burlado de un chico llamado Eugene Behrens que había ido a la escuela con un agujero en la parte de atrás del overol, a través del cual se le veía la piel. Eugene también tenía un corte de pelo casero estilo cacerola que lo hacía parecerse a uno de los Tres Chiflados.

Eric lo había llamado Culo Al Aire Behrens.

– Eh, Eugene -había gritado en el patio-. Eh, Eugene Culo Al Aire Behrens, ¿dónde están tus calzoncillos, Eugene?

Mientras Eugene le daba la espalda estoicamente, Eric gritaba un cantito:

A Eugene se le ve el culo.

No tiene calzoncillos.

¡Y con ese pe-lo, parece le-lo!

Eugene echó a correr, llorando, y Eric se volvió para encontrar a la señorita Wystad a un metro de distancia.

– Eric, creo que tú y yo debemos ir adentro a hablar -le dijo la maestra con severidad.

De la conversación, Eric recordaba poco excepto su pregunta ansiosa: ¿Va a contárselo a mi mamá?

La señorita Wystad no se lo contó a Ma, pero le dio un reto que todavía le dolía al recordarlo, y lo hizo pararse ante toda la clase y pedirle perdón a Eugene en voz alta, sonrojado, dolorido y humillado.

Cómo se enteró Ma del episodio, Eric nunca lo supo: Mike juraba que no se lo había contado. Pero se enteró, aunque nunca mencionó el incidente, y su castigo fue aun más ignominioso que el de la maestra. Eric regresó de la escuela un día y la encontró vaciando su cómoda. Había sacado parte de su ropa interior, medias, remeras, pantalones. Mientras él miraba, Ma añadió a la pila una remera nueva, la preferida de él, que tenía un dibujo de Superman en vuelo. Mientras apilaba la ropa, habló con tono casual.

– Hay una familia de apellido Behrens muy pobre, con diez hijos. Uno de ellos creo que está en tu clase. ¿Eugene, puede ser? Bueno, resulta que el papá se mató en un accidente en los astilleros hace un par de años y la pobre madre se esfuerza mucho por criarlos. La iglesia está haciendo una colecta de ropa usada para ayudarlos y quiero que lleves estas cosas mañana a la escuela y se las des a ese chico, Eugene. ¿Me harás ese favor, Eric? -Por primera vez lo miró a los ojos.

Eric bajó la vista a la remera de Superman y se tragó una protesta.

– ¿Lo harás, no es cierto, hijo?

– Sí, Ma.

Durante el resto de ese año escolar, vio a Eugene Behrens ir a la escuela con su remera de Superman. Nunca más se burló de alguien menos afortunado que él. Y nunca más trató de ocultarle sus faltas a Ma. Si se metía en algún lío, iba directamente a casa y confesaba: "Ma, hoy me metí en problemas". Y ambos se sentaban y lo resolvían juntos.

Mientras conducía la camioneta hacia lo de Maggie bajo la lluvia de un sombrío día de verano añoró la simplicidad de aquellos problemas, deseó poder sencillamente presentarse ante su madre y decir: "Ma, estoy en un lío" y sentarse con ella a tratar de solucionarlo.

Los recuerdos lo entristecieron, perdonó a Eugene Behrens por usar su remera de Superman y se preguntó dónde estaría Eugene ahora. Deseó que tuviera un placard lleno de ropa linda y mucho dinero para vivir con todos los lujos.

En casa de Maggie, las luces estaban encendidas: puntos amarillos en un día violeta. Acotadas por el viento, las siemprevivas se mecían y bailaban. La pintura amarilla de la casa, mojada, se había vuelto ocre. Las flores estaban aplastadas por el agua que caía desde el techo. Mientras bajaba corriendo los escalones, gruesas gotas de los árboles le cayeron sobre la cabeza y el cuello y se estrellaron sobre el rompevientos azul. El felpudo de la galería trasera estaba empapado. Adentro, la cocina estaba vacía, pero iluminada.

Eric golpeó, y horrorizado, se encontró con Katy en la puerta. La expresión curiosa de Katy al abrir se avinagró al ver de quién se trataba.

– Hola, Katy.

– Hola -respondió ella con frialdad.

– ¿Está tu madre?

– Sígueme -ordenó Katy y se alejó. Eric se quitó apresuradamente las zapatillas y la vio desaparecer por el pasillo que daba al comedor, desde donde se oían voces. Bajó la cabeza, se sacudió el agua del pelo y fue tras Katy, que aguardaba en la entrada del comedor. La mesa estaba rodeada de huéspedes. Maggie, en la cabecera.

– Te buscan, mamá.

La conversación cesó y todos los pares de ojos de la habitación se posaron sobre él.

Tomada por sorpresa, Maggie se quedó mirando a Eric como si fuera un fantasma. Se sonrojó intensamente antes de recuperarse, por fin, y ponerse de pie.

– ¡Eric, qué sorpresa! ¿Quieres sentarte con nosotros? Katy, búscale una taza, por favor. -Se corrió para hacerle lugar a su lado, mientras que Katy sacaba una taza del aparador y la colocaba con violencia sobre el individual. Maggie trató de rescatar el momento haciendo las presentaciones. -Éste es un amigo mío, Eric Severson, y éstos son mis huéspedes… -Nombró a tres parejas, pero con los nervios, olvidó los nombres de la cuarta y volvió a sonrojarse, tartamudeando una disculpa. -Eric organiza excursiones de pesca en Gills Rock -les informó.

Ellos le pasaron la cafetera de porcelana y el plato de panecillos, la manteca y un jugo de ananá que uno de los huéspedes sirvió en la cabecera como si fueran una gran familia feliz.