Debió haber llamado antes. Debió tener en cuenta que ella estaría desayunando con los huéspedes y que Katy estaría en la casa y se mostraría abiertamente hostil. Fue así que se encontró sometido a media hora de conversación trivial, con Maggie tensa como un alambre a su derecha y Katy erizada como un gato a su izquierda, y un público de ocho personas, que intentaban fingir que no notaban nada fuera de lo común.
Cuando el desayuno terminó, tuvo que esperar mientras Maggie recibía cheques de dos de los clientes, respondía a varias preguntas y daba órdenes en voz baja a su hija para que limpiara el comedor y siguiera con sus tareas diarias.
– No tardaré-terminó; buscó un suéter gris largo y se lo echó por encima de los hombros mientras se alejaba con Eric bajo la lluvia, hacia la camioneta.
Después de cerrar las puertas, se quedaron allí, empapados, respirando hondo y mirando hacia adelante. Por fin Eric exhaló con fueza y aflojó los hombros.
– Maggie, discúlpame. No debí haber venido a esta hora.
– No.
– En ningún momento se me ocurrió que estarías desayunando.
– Tengo una hostería que incluye desayuno, ¿lo recuerdas? Desayunamos todas las mañanas.
– Katy casi me cierra la puerta en la cara.
– A Katy le he enseñado modales y sabe que es mejor que los recuerde. ¿Qué pasa?
– ¿Puedes venir a dar un paseo? ¿Alejarte de aquí un poco? ¿Salir al campo? Tenemos que hablar.
Ella emitió una risa tensa.
– Es evidente. -Eric casi nunca la había visto enojada, pero ahora lo estaba, y con él. Maggie miró hacia la casa donde se veía la silueta de Katy moviéndose por la cocina, detrás de las cortinas de encaje. -No, no podría salir. Tengo trabajo que hacer, y no tiene sentido poner a Katy más en contra de mí de lo que ya está.
– Por favor, Maggie. No hubiera venido si no hubiese sido importante.
– Lo sé. Por eso salí hasta aquí. Pero no puedo irme. Tengo solamente un minuto.
Salió un hombre, el huésped cuyo nombre Maggie había olvidado. Llevaba dos maletas y corría bajo la lluvia hacia su coche, que estaba del otro lado de la calle.
– Por favor, Maggie.
Ella soltó un suspiro de impaciencia.
– Está bien, pero sólo unos minutos.
El motor tosió, arrancó y rugió cuando Eric bombeó el acelerador. Puso el cambio y retrocedió haciendo chillar las ruedas. El limpiaparabrisas zumbaba como un metrónomo. Tomó en dirección opuesta al pueblo, hacia el sur por la Carretera 42, luego hacia el este por la EE hasta que llegó a una senda estrecha de ripio que llevaba a un bosquecillo. Al final de la senda, donde los árboles se abrían a un campo sin sembrar, se detuvo y apagó el motor. Alrededor de ellos el cielo chorreaba, las nubes se iluminaban por los relámpagos y las llores silvestres inclinaban las cabezas como penitentes ante un confesor.
Se quedaron en silencio, envueltos en sus propios pensamientos, adaptándose al golpeteo metálico de la lluvia sobre la camioneta, la ausencia de limpiaparabrisas, la visibilidad borrosa cuyo punto focal era una granja abandonada, apenas visible por entre cintas de agua que caían por el parabrisas.
Al mismo tiempo, giraron la cabeza para mirarse.
– Maggie -masculló Eric desconsoladamente.
– Es algo malo, ¿verdad?
– Ven aquí-susurró él con voz ronca. La abrazó y la sostuvo contra él; apoyó la nariz y la mejilla contra el agradable aroma húmido de su pelo y el suéter. -Sí, es algo malo.
– Dímelo.
– Es peor que lo más horrible que te hayas podido imaginar.
– Dímelo.
Eric se apartó, y fijó sobre los ojos castaños de ella su mirada intensa y llena de pesar.
– Nancy está embarazada.
Shock. Incredulidad. Negación.
– ¡Ay, Dios mío! -susurró Maggie; se apartó, se cubrió los labios con una mano y miró por el parabrisas. En voz casi inaudible, repitió: -¡Ay, Dios mío!
Cerró los ojos y Eric la vio debatirse con la información, apretando los dedos cada vez más fuerte contra los labios, hasta que él creyó que se los lastimaría con los dientes. Tiempo después abrió los ojos y parpadeó en cámara lenta, como una muñeca antigua con pesas en la cabeza.
– Maggie…ay, Maggie, mi amor, lo lamento…
Ella sólo oía un rugido en sus oídos.
Había sido una tonta. Se había dejado atrapar por un hombre que después de todo, era típico. No había preguntado ni exigido nada, pero le creyó cuando decía que la amaba y quería divorciarse. Su madre se lo había advertido. Su hija, también. Pero ella había estado tan segura de él que le dio toda su confianza.
Ahora la dejaba para volver con su mujer, abandonándola con un hijo de casi cinco meses de gestación.
No lloró; los cristales de hielo no brotan por los lagrimales.
– Llévame a casa, por favor -dijo, erguida como un poste, cubriéndose con una capa de dignidad.
– Maggie, por favor, no hagas esto, no te alejes.
– Has tomado tu decisión. Está claro. Llévame a casa.
– Durante todos estos años se lo estuve pidiendo. ¿Cómo puedo divorciarme ahora?
– No, claro que no puedes. Llévame a casa, por favor.
– No lo haré hasta que…
– ¡Maldito seas! -Maggie se volvió y lo abofeteó con fuerza. -¡No me des ultimátums! ¡Ya no tienes derechos sobre mí, lo que yo decido hacer no te incumbe! ¡Pon en marcha el motor ya mismo o me iré caminando!
– Es un error, Maggie. Yo no quería que quedara embarazada. Sucedió antes de que tú y yo supiéramos siquiera lo que deseábamos, cuando yo estaba confundido y trataba de decidir qué hacer con mi matrimonio.
Maggie abrió la puerta y bajó al pasto mojado. El agua fría se le metió por los agujeros de los cordones de los zapatos. No le prestó atención y echó a andar por el sendero de tierra, haciendo a un lado una mata de malezas que le mojaron los pantalones hasta la mitad de los muslos.
La puerta del lado de Eric se cerró y él la tomó del brazo.
– Sube a la camioneta -le ordenó.
Maggie se soltó y siguió caminando, con la cabeza alta, los ojos secos, salvo por la lluvia que le pegaba el pelo a la frente y le goteaba por entre las pestañas.
– ¡Maggie, soy un imbécil, pero tu bebé es mío y quiero ser su padre! -gritó Eric.
– ¡Mala suerte! -respondió ella-. ¡Vuelve con tu mujer!
– ¡Carajo, Maggie! ¿Quieres parar de una vez?
Ella continuó caminando. Eric dijo otra palabrota, luego la puerta de la camioneta se cerró y el motor tosió. Se apagó. Arrancó otra vez, rugió como un gigante hambriento y el vehículo salió disparado hacia atrás; el chasis se llenó de barro. Maggie siguió andando por el sendero, obstinada como un soldado de infantería, impidiendo que él la parara.
A los saltos detrás de ella, marcha atrás, Eric sacó la cabeza por la ventanilla.
– ¡Maggie, sube a la camioneta, te digo!
Ella le hizo un gesto obsceno con el dedo y siguió avanzando bajo la lluvia hacia la carretera.
Eric cambió de táctica y trató de convencerla.
– Vamos, Maggie, sube.
– ¡Estás fuera de mi vida, Severson! -gritó Maggie, casi con júbilo. Cuando ella llegó al asfalto, Eric trepó al pavimento con dos ruedas y cambió de dirección con un rebaje que sacudió la camioneta hasta las entrañas.
El motor se apagó. El arranque gimió cinco veces, en vano. La puerta se cerró con un golpe. Maggie seguía caminando, imaginándolo de pie junto al vehículo, con las manos sobre las caderas.
– ¡No puedes ser tan obstinada, carajo! -gritó Eric.
Ella levantó la mano izquierda, dobló los dedos dos veces en señal de despedida y siguió andando bajo la lluvia.