– ¡Ay, papi, cómo necesitaba oír eso! Katy se va a poner tan mal. Y mamá… tiemblo de sólo pensar en decírselo. Pero lo haré. Hoy no, pero pronto, para que no pienses que voy a dejarte esa tarea a ti.
Roy le frotó la espalda.
– Estoy aprendiendo algo de ti. Presta atención. Uno de estos días voy a hacer algo que te va a sorprender.
Maggie se echó hacia atrás y le dirigió una mirada fulminante.
– ¡Papá, ni se te ocurra salir a pescar con Eric Severson! Si lo haces, me conseguiré otro compañero para las clases de preparto.
Roy rió y dijo:
– Vete adentro y ponte algo seco antes de que te resfríes y escupas a ese bebé tosiendo.
Mientras la miraba alejarse, pensó en lo que había estado pensando desde hacía cinco años. Vería cómo tomaba Vera las noticias, luego decidiría.
Capítulo 18
Maggie Stearn tenía una veta de obstinación más larga que la línea de la costa de Door County. ¡Podría hacerlo! ¡Se lo demostraría a todos! Se dedicó a adaptarse a la realidad de esa nueva e inminente presencia en su vida y al hecho de que se criaría en un ambiente sin padre. Se fortificó para la energía física y emocional que significaría desempeñar bien los dos papeles, el de madre y el de posadera. Cambió sus expectativas, excluyendo ahora la posibilidad de un marido y juntó coraje para darles la noticia a Katy y a Vera.
Pasó una semana, luego otra, pero todavía no se lo había dicho. Usaba blusas sueltas por afuera de los pantalones desprendidos en la cintura.
Una mañana a comienzos de agosto, cuando Katy estaba a menos de un mes de partir para la universidad, se despertaron luego de una noche de tormenta. El viento había desparramado por todo el jardín hojas de arce y ramas del sauce llorón de un vecino. Puesto que Todd no tenía que venir hasta dentro de dos días, Maggie y Katy salieron a rastrillarlas.
Ya a las once el calor era agobiante y se elevaba de la tierra húmeda con intensidad tropical, mientras que la brisa de la bahía era cálida y no refrescaba en absoluto, sino que traía el olor de desechos barridos a la costa rocosa por la tormenta. Eso significaba más trabajo: tendrían que rastrillar las algas y peces muertos antes de que comenzaran a descomponerse bajo el sol.
Maggie se agachó para recoger unas ramas de sauce con la ayuda del rastrillo y se enderezó en forma demasiado abrupta. Sintió una punzada en la ingle y se mareó. Dejó caer las ramas, se apretó la pelvis con la mano y aguardó a que pasara el marco con los ojos cerrados.
Cuando los abrió, Katy la estaba observando, el rastrillo inmóvil entre las manos. Durante unos segundos, ninguna de las dos se movió: Maggie, atrapada en la pose clásica del cansancio de embarazo y Katy, temporariamente enmudecida.
La expresión de Katy se tornó perpleja e interrogante. Por fin ladeó la cabeza y dijo:
– Mamá… -Fue mitad pregunta, mitad acusación.
Maggie sacó la mano de la ingle mientras que Kaly seguía mirándola. Su mirada pasó del vientre de Maggie a su rostro, luego volvió a bajar. Cuando su mente registró la idea, balbuceó: -¿Mamá… estás…? ¿No estarás…? -La idea parecía demasiado absurda para ser expresada en voz alta.
– Sí, Katy -admitió Maggie-, estoy embarazada.
Katy miró boquiabierta el vientre de su madre; estaba horrorizada. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
– ¡Ay, Dios mío! -susurró al cabo de unos segundos-. ¡Qué horror! ¡Ay, Dios mío! -Las ramificaciones de la situación fueron cayendo sobre Katy una por una, cambiándole la cara, como si fuera una flor marchitándose en fotografías sucesivas. De estupefacción a desagrado y a franco enojo. -¡Cómo pudiste permitir que sucediera algo así, mamá! -le espetó-. Cumplirás cuarenta y un años en menos de un mes. ¡No puedes ser tan tonta!
– No, no lo soy -respondió Maggie-. Hay una explicación.
– ¡Pues no quiero oírla!
– Creí…
– ¡Creíste…! ¡Lo que creíste es más que evidente! -la interrumpió Katy-. ¡Creíste que podrías llevar adelante tu romance sin que nadie se enterara y resulta que terminas embarazada!
– Sí, estoy de más o menos cinco meses.
Katy retrocedió como si algo horrible se le hubiera cruzado en el camino. Su rostro adoptó una expresión de repugnancia y habló con voz sibilante por el desprecio:
– ¿Es de él, no? ¡De un hombre casado!
– Sí.
– ¡Esto es asqueroso, mamá!
– Entonces espera a oír el resto: su mujer también está embarazada.
Por un instante, Katy pareció demasiado aturdida para responder. Por fin levantó una mano.
– ¡Ah, qué fantástico! Me hice amigos en este pueblo, sabes. ¿Qué se supone que tengo que decirles? ¿Que a mi madre la preñó un hombre casado que también, casualmente, preñó a su mujer, con la cual ya no vive? -Sus ojos se entornaron, acusadores. -Sí, mamá, sé todo sobre eso, también. No soy ignorante. ¡He estado haciendo averiguaciones! Sé que no vive con la mujer desde el invierno pasa do. ¿Qué hizo, te prometió que se divorciaría y se casaría contigo?
Golpeada por la sensación de culpa, Maggie asintió.
Katy se golpeó la frente con la mano, poniéndose los pelos del flequillo de punta.
– ¡Por Dios, mamá! ¿Cómo pudiste ser tan ingenua? ¡Ese cuento es más viejo que las enfermedades venéreas! Ah, a propósito…
– Katy, no necesito sermones sobre…
– A propósito -repitió Katy implacablemente -se supone que hay que usar preservativos ¿o no lo sabías? Es lo más in si te gusta el sexo promiscuo. ¡Por Dios, mamá, lo dicen todos los periódicos! Si vas a encamarte con un donjuán que se voltea a todas las mujeres del pueblo…
– ¡No se voltea a todas las mujeres del pueblo! -Maggie se enfureció. -Katy, ¿qué te pasa? Estás siendo deliberadamente cruel y grosera.
– ¿Qué me pasa? -Katy se abrió una mano sobre el pecho, incrédula. -¡A mí! ¡Eso sí que es gracioso! ¿Quieres saber qué me pasa cuando mi propia madre está delante de mí, embarazada de cinco meses por un hombre casado? ¡Pues mírate un poco! -la acusó-. ¡Mira cómo has cambiado desde que murió papá! ¿Cómo pretendes que reaccione? ¿Crees que quizá debería mostrarme encantada y pasar la noticia de que voy a tener un hermanito? -El rostro de Katy se desencajó por la ira. Echó el mentón hacia adelante. -¡Pues no te hagas ilusiones, mamá, porque nunca consideraré a ese bastardo mi hermano ni mi hermana! ¡Nunca! -Arrojó el rastrillo al suelo. -¡Lo único que puedo decir es que me alegro de que papá no tenga que estar aquí para ver este día!
Llorando, se fue a la casa.
La puerta se cerró y Maggie hizo una mueca de dolor. Se quedó contemplando la puerta hasta que comenzaron a brotar las lágrimas. Las palabras de Katy le retumbaban en la cabeza. Sintió el pecho oprimido: culpa y disculpa, con el peso de saber que había actuado mal. Se merecía todas las durezas de Katy. Ella era la madre, supuestamente un parangón de corrección, un modelo para su hija. En cambio, ¿qué había hecho?
Ay, Katy, Katy, lo siento. Tienes razón en todo lo que dices, ¿pero qué puedo hacer? Es mío. Tengo que criarlo.
Apesadumbrada, se quedó en el jardín moteado por el sol, llorando en silencio, debatiéndose con la sensación de culpa y de no ser adecuada, pues, a esa altura, no sabía cómo cumplir su deberes de madre. Ningún caso estudiado, ningún libro de autoayuda leído sentaba precedentes para una situación como esa.
Qué ironía: ella, una mujer de cuarenta años recibiendo cátedras sobre anticonceptivos de su propia hija. Su hija gritando: ¿qué pensarán mis amigos?
Maggie cerró los ojos, esperando que el peso se levantara, pero se volvió peor, hasta que ella creyó que la hundiría, como una estaca de acero, dentro de la misma tierra. Se dio cuenta de que todavía sostenía el mango del rastrillo. Se volvió, desganada, hacia el muelle y el rastrillo cayó al césped.