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Cristina tardaba demasiado.

“Me lo hace a propósito -pensó-, se está haciendo la interesante".

Empezó a irritarse.

"La puta madre, yo vengo con la mejor onda y ella me…"

Se interrumpió.

"Qué me pasa a mí -recordó-, por qué me irrita tanto estar esperándola. Por qué me irrita tanto esperar. También me molesta esperar al cliente que no llama… y la respuesta de un mensaje… y a que me atiendan en un bar… y a que se encienda el ordenador. Me moleta esperar… -y siguió- ¿Qué me pasa para que me moleste esperar?"

Siempre le había fastidiado la sensación de estar perdiendo el tiempo.

Recordó al mercader del Principito, vendía pastillas para no tener que perder tiempo tomando agua. Uno podía ahorrar hasta 20 minutos en una semana, promocionaba el mercader. Y el principito había pensado: "Si yo tuviera 20 minutos libres, los usaría para caminar lentamente hacia una fuente”.

”Perdiendo el tiempo… -se dijo-. ¿Cómo se puede perder lo que no se posee? ¿Cómo se puede conservar lo que no es posible retener? Si pudiera elegir… ¿Qué querría hacer si dispusiera de 20 minutos de más?”

Sonrió.

"Sería muy buena inversión usarlos en esperar el encuentro con la persona amada.”

Reacomodó su espalda contra la pared y siguió mirando la calle. Vio los autos que circulaban más espaciados; uno gris, otro azul y otro blanco, una camioneta marrón, una moto, un auto enormemente negro; y luego, por unos instantes, nada.

De pronto, la calle estaba vacía de autos.

De pronto, su mente estaba vacía de pensamientos.

Se sintió sereno, y su sonrisa se extendió a cada músculo de su cara.

Cristina tardó todavía algunos minutos más, quince… veinte…, quién sabe.

Roberto no registraba el paso del tiempo, todo su universo estaba conformado por él, la calle y el descubrimiento del vacío.

La voz de Cristina lo interrumpió.

– Aquí estoy.

– Hola -contestó Roberto intentando volver al mundo de lo tangible.

– Como siempre llegás tarde… -se justificó ella- me puse a hacer otras cosas y entonces, cuando viniste temprano, no estaba lista.

Roberto ya sabía cómo seguía esta discusión.

– Yo no llegué temprano -habría dicho él- llegué a la hora.

– En ti, querido -habría dicho ella-, llegar a la hora es llegar temprano.

Y él habría contestado.

– ¿Todavía que te tuve que esperar más de media hora me quieres echar la culpa a mí?

Cristina, fastidiada por quedar al descubierto, seguramente hubiera optado por el contraataque.

Mira Roberto -siempre lo llamaba por su nombre cuando se enojaba-, con todas la veces que yo te esperé, podés esperar una vez y callarte la boquita.

Y todo hubiera seguido como siempre.

– Yo no dije nada, vos empezaste cuando quisiste "enchufarme" que tu tardanza se debía a que yo llego tarde.

– Sí, has empezado tú con ese «hola» de mierda con que me recibiste.

Y ése habría sido el comienzo del fin. Cristina habría continuado.

– Si me invitaste a salir para esto, sería mejor que te hubieras quedado en tu casa.

Y Roberto hubiera cerrado con -Tenés razón ¡Adiós!

Ella habría subido murmurando algunas palabrotas y él habría dejado el auto allí estacionado para caminar algunas cuadras hasta que se le pasara el mal humor o hasta atreverse -se diría a sí mismo- a terminar con esta relación; echándole la culpa a ella de su infelicidad y sabiendo que Cristina lo responsabilizaría de todo a él.

Pero esta vez no, esta vez era diferente. Estaba dispuesto a explorar hasta el final lo que había aprendido.

"Ella está defendiéndose, justificándose, agresiva, como protegiéndose de mi enojo", pensó. "Pero ¿qué me pasa a mí? ¿Estoy enojado? Absolutamente no", se contestó.

Quizás su "hola" había sonado a reproche, o acaso Cristina había bajado esperando el reproche y leyó como tal cualquier cosa que él dijera. En todo caso valdría la pena aclararlo.

– Tranquila Cristina -dijo-, está todo bien.

– No seas sarcástico -acusó ella.

– No lo estoy siendo -agregó Roberto-, la verdad es que estuve pensando algunas cosas y ni me di cuenta de tu tardanza.

– Te odio cuando adoptas ese aire de superioridad -insistió Cristina buscando la pelea perdida-, además no te creo una palabra. ¿Así que yo tardé cuarenta y cinco minutos y vos ni si siquiera lo notaste? ¡Ja!

"Asombroso" -pensó Roberto y sonrió otra vez al recordar la sensación de la calle vacía dentro de él.

– Lamento que no me creas, Cristina -empezó a explicar-, pero la verdad es que no estoy enojado. En todo caso si tengo que decirte cómo estoy respecto de vos y de la tardanza, la palabra sería agradecido.

– ¿Agradecido? -preguntó Cristina- ¿Agradecido?

– Agradecido.

Roberto se acercó y le dio un beso en la mejilla. Después la miró largamente mientras la sostenía con suavidad por los brazos.

– Valía la pena la tardanza -dijo Roberto-, estás hermosa.

Se abrazaron con ternura. Luego, él la tomó del hombro guiándola hacia el auto.

No se durmieron hasta las cinco de la mañana. La charla con Cristina fue muy interesante y trascendente.

Leyeron juntos los dos e-mails de Laura y pasaron por alto las previsiblemente largas explicaciones sobre el origen de los textos.

Cristina se mostró bastante escéptica respecto del contenido. Estaba de acuerdo con muchas cosas, pero tenía -dijo- algunos desacuerdos.

Hablaron mucho sobre esos desacuerdos. Roberto se encontró siendo inusualmente respetuoso hacia las posturas de ella. Por un lado, Cristina decía que el planteamiento le parecía un consuelo para tontos.

– Esto de aliviarse porque lo que yo no tengo no lo tiene nadie me parece estúpido… Además -dijo- me parece demasiado "psicologismo" pensar nada más que en lo de uno mismo. ¿Y si el otro realmente está equivocado? ¿Y si el otro está objetivamente actuando mal, dañinamente o agresivamente o inadecuadamente?…

Por otro lado, ella sostenía que la propuesta partía de una idea conformista. Repitió dos o tres veces la frase "hagamos lo posible" acentuando su crítica en "lo posible".

– ¿Quién sabe qué es "lo posible"? ¿Por qué debería dejar de buscar mi compañero ideal Para tener juntos una relación maravillosa? -concluyó.

Algunos comentarios de ella hicieron que Roberto se diera cuenta de sus propias contradicciones.

Él siempre había vivido criticando a los que se conformaban sin luchar y, de alguna manera, el planteamiento, escuchado en boca de Cristina, se parecía a "resignarse a la mediocridad".

"Tiene razón", pensó Roberto, y a diferencia de otras veces, se lo dijo.

– Tenés razón, no lo había pensado.

Esa frase fue la llave que abrió una puerta interior en Cristina. A partir de allí la Conversación se volvió más jugosa y más esclarecedora.

Estuvieron de acuerdo en que ni el amor ni la pareja deben dañarse para salvar al otro. Acordaron que en su propia relación intentarían poner más el acento en mirar qué le pasaba a cada uno en todo momento.

– Es verdad -dijo Cristina-, por ejemplo anoche, cuando bajé, pensaba encontrarte enojado. Y en lugar de ver lo que me pasaba a mí, actué como si realmente me estuvieras reprochando la tardanza. Ahora puedo ver que en realidad era yo la que estaba enojada cuando te vi.

– Bueno -dijo Roberto-, ya fue.

– Valió la pena -dijo Cristina.

– Valió LA PENA -remarcó Roberto.

Esa noche hicieron el amor gloriosamente. Y a pesar de que Roberto sentía que nunca había estado tan en contacto con su propio placer, con sus propias sensaciones y ocupado en su propio orgasmo, le pareció que Cristina también había disfrutado del sexo más que otras veces.

Confirmó esa sensación cuando apagó el velador de su lado y vio cómo Cristina se incorporaba en la cama, lo miraba con una sonrisa y le decía esa frase, que en el folklore lúdico interno de esa pareja era señal de máxima aprobación:

– Muy bien Gómez… muy bien.

Roberto le devolvió la sonrisa y le guiñó un ojo. Ella lo miró todavía una vez más y se dio vuelta, apagó la luz, se acurrucó en la cama cerca del cuerpo de él y cerró los ojos.

Unos segundos después susurraba entredormida, como hablándose a sí misma:

– … Muy bien.

Alrededor de las dos de la tarde, apenas sintió que estaba despierto, Roberto tanteó la cama buscándola pero no la encontró.

Si bien Cristina le había avisado que al mediodía se iría al asado en casa de Adriana, Roberto se había dormido seguro de que ella dejaría plantada a su amiga, como tantas otras veces, y se quedaría con él.

Se levantó bufando y con el mismo humor calentó el café que había quedado de la noche. Revolvió el renegrido líquido y hundió en el remolino del centro su sensación de conquista del paraíso.

Ella se había ido. Ella prefería ese estúpido asado a un maravilloso reencuentro.

"¡Carajo!", masculló.

Tomó el café sin atreverse a sentir el sabor. ¿Qué diría Laura de todo esto?

Encendió el ordenador, buscó entre los mensajes recibidos y… Ahí estaba.

Entonces ¿para qué estar en pareja?