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Margaret Weis

Ámbar y Cenizas

Quiero dar las gracias a Deb Guzman, de Delavan, Wisconsin, y a sus collies, Coy, Tell y Bizzy, por enseñarnos a mí y a mi collie, Tess, el fascinante trabajo del perro pastor con el rebaño.

Mi agradecimiento a Joshua Stewart, de Beaumont, Texas, por sugerirme el término «emmide» para el cayado de Rhys.

También doy las gracias a Weldon Chen, «Granak» de Reno, Nevada, que me hizo un tablero de khas para que pudiera aprender a jugar. Gracias asimismo a Tom Wham, de Lago Ginebra, Wisconsin, que jugó conmigo numerosas partidas de khas y me ayudó a comprender las reglas.

Para Jamiey Renae Chambers.

Hemos afrontado unas cuantas tempestades muy fuertes en el mar. Vuestra amistad y dedicación mantuvo a flote nuestro barco.

Con cariño y agradecimiento,

Margaret

Prefacio

Recuerdo con tanta claridad como si hubiese sido ayer la primera vez que di con una obra de Margaret. Era a mediados de los ochenta y acababa de enviar a varias editoriales el manuscrito de mi primera novela, Ecos de la Cuarta Magia. Como me estaba volviendo loco por estar pendiente del cartero a diario, decidí entretenerme con otra cosa. Me habían hablado de ciertos libros nuevos de fantasía que estaban causando sensación, de modo qué fui a la librería del barrio y compré la primera novela de Dragonlance.

Estaba inmerso en ese libro cuando empezaron a llegar las malas noticias. Carta tras carta de rechazo aparecieron en mi puerta; ¡no tenía ni idea de lo mucho que deseaba que publicaran mi trabajo! La frustración dio paso a la indignación, que descargué con el libro que tenía en mis manos en ese momento. Me acuerdo de que manifesté en unos términos que no dejaban lugar a dudas que yo podía escribir un libro mejor que ése, sin darme cuenta de que esas manifestaciones eran la exteriorización de mi dolor.

Al cabo de unos cuantos años alcancé un acuerdo con TSR y, posteriormente, se me pidió que asistiera a Gen Con. Mi editora, Mary Kirchoff, me condujo hacia donde dos personas, Margaret Weis y Tracy Hickman, se preparaban para la firma de ejemplares.

—Mira a esos dos —me dijo—. Aprende cómo se comportan unos profesionales con una fila que espera para el autógrafo.

Me senté, un tanto azorado a causa de mi reacción con el libro de Dragonlance varios años atrás. Os diré que por entonces no había terminado esa novela. Me sentía demasiado furioso y frustrado.

Me presentaron a Margaret y a Tracy e intercambiamos unas cuantas palabras corteses. Poca cosa, porque empezaba a formarse la fila. Lo que más me impactó durante la firma de autógrafos fueron las preguntas y los comentarios de los lectores. Llegaba un aficionado tras otro y hablaba de Kitiara, Tanis y Raistlin de forma reverente y emocionada. A esas personas, numerosas, inteligentes y eruditas, las había conmovido profundamente el libro que yo había tirado a un lado con rabia años antes.

Aquel instante sigue siendo una revelación para mí. Lo primero que hice cuando volví a casa fue ir a la librería y comprar todos los primeros libros de Dragonlance. En esta ocasión los leí sin dobleces. Cuando acabé, podría haber sido una de aquellas personas que querían saber más cosas de Raistlin, que se preocupaban por Tanis y que estaban prendadas de Flint y de Tasslehoff. Era una historia maravillosa y narrada maravillosamente, con personajes ricos en matices y encantadores (vale, a excepción de Sturm. ¡Chico, detestaba a Sturm y vitoreé al dragón! Juaaajajajaaa).

Bien, como iba diciendo... No me sorprende que Margaret atraiga a montones de aficionados a todas las firmas de autógrafos ni me sorprende lo más mínimo que, después de todos estos años, se sigan vendiendo decenas de miles de copias al año de aquellos primeros libros de Dragonlance. Cuentan una historia conocida pero nueva a la vez. Nos muestran héroes que nos resultan familiares pero que son únicos al mismo tiempo. Y nos hablan de villanos maravillosos, deliciosos. Y, por supuesto, también está Raistlin, tan multidimensional, tan frío y tan malo, tan conflictivo y tan controvertido y tan franco. Sin lugar a dudas, los libros merecen todo elogio.

¡Vaya!

Y otra vez ¡vaya!

Margaret Weis es una de mis escritoras favoritas. Ojalá pudiera enlazar las palabras de una forma tan maravillosa como ella. También es una de las personas que prefiero. Muy a menudo, demasiado, oímos ese tópico de que la sonrisa de alguien «ilumina una habitación». Y muy contadas veces conocemos a una persona cuya sonrisa haga eso realmente.

Sigue así, Margaret, ¡y que no se te ocurra dejar de escribir!

R. A. Salvatore

Prólogo

El templo dedicado a su culto estaba situado debajo de la muralla y las fortificaciones del castillo, debajo de torres y atalayas, incluso debajo de las mazmorras. La familia noble, a quien antaño había pertenecido el castillo, había enterrado a sus honorables muertos en esa cripta para preservar la sagrada inviolabilidad de la muerte, para mantener las sepulturas a salvo de los ladrones de tumbas y cosas peores. Aun así los ladrones aparecieron.

Hace mucho tiempo, la noble y olvidada familia se extinguió en alguna noble guerra largo tiempo olvidada. Con el castillo abandonado, no quedó nadie que protegiera a los muertos. Aunque la cripta era profunda y la escalera que conducía a ella estaba oculta, los que tenían olfato para los tesoros la localizaron. Los ladrones forzaron las losas de mármol de las tumbas, talladas a semejanza del noble caballero o de la noble dama, y las tiraron al suelo, donde se hicieron añicos. Arrebataron los anillos de rubíes de las manos esqueléticas, despojaron las calaveras de diademas de oro, arrancaron colgantes de diamantes y se llevaron las espadas enjoyadas.

Después de los ladrones aparecieron cosas peores.

Vilipendiados en todo Ansalon, los que abrazaban el culto a Chemosh, Señor de la Muerte, no tenían más remedio que celebrar sus rituales sagrados en sitios ocultos. Los templos dedicados al culto de Chemosh se encontraban en cuevas, catacumbas y sótanos, y se rumoreaba que había uno en las alcantarillas de Palanthas. Los mejores escenarios para un templo del dios eran aquellos que ya estaban dedicados a la muerte, porque el poder del dios se experimentaba con mayor intensidad. Los cementerios de la zona eran sitios ideales, pero solían estar a la vista y, en consecuencia, las autoridades locales tenían por costumbre hacer redadas a menudo con el propósito de erradicar a los muertos vivientes, y por ello resultaban lugares de culto peligrosos para los clérigos de Chemosh. El hallazgo de una cripta familiar cuya existencia era desconocida para el resto del mundo resultó un descubrimiento importante.

Vestidos con las negras túnicas ceremoniales, tapados los rostros con blancas máscaras de calaveras —pues los seguidores de Chemosh no confiaban en nadie, ni siquiera los unos en los otros—, los clérigos del Señor de la Muerte celebraban los rituales que hacían que los cadáveres volvieran a lo que ellos consideraban «vida». Cuando morían ellos, el alma de estos clérigos no era libre de unirse al Río de los Espíritus hacia la siguiente etapa del portentoso viaje. Al haber jurado lealtad al dios a cambio de favores concedidos mientras estaban vivos, el dios los obligaba a permanecer en el mundo una vez que habían muerto y a cumplir sus mandatos, y sus restos mortales eran animados para obedecer la orden de proteger el templo o el tesoro y expulsar a los invasores, mientras sus cadáveres morían una y otra vez para ser reanimados una y otra vez.

Cuando llegó la Era de los Mortales y Takhisis robó el mundo a los demás dioses —incluido Chemosh—, los clérigos de éste perdieron su poder. Los cadáveres ya no se levantaban a su orden ni tomaban las armas con las descarnadas manos para protegerlos de sus enemigos. Algunos clérigos quemaron las túnicas y las máscaras blancas para mezclarse con sus vecinos. Otros conservaron la fe, la mantuvieron a salvo y en secreto. Con la esperanza de que algún día su dios regresaría, tapiaron las criptas, las tumbas, las catacumbas, y guardaron el secreto en su corazón. Los leales a Chemosh vivos esperaron el momento oportuno, y otro tanto hicieron los muertos.