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Entonces acaeció la muerte de Takhisis y —lo más cruel de todo— el descubrimiento de que Zeboim había estado ausente todo ese tiempo y que él habría podido abandonar aquel maldito montón de piedras ruinosas cuando hubiera querido, porque ningún dios habría podido impedírselo. La ira que esa noticia provocó fue tal que derribó una insignificante torre.

Krell no había sido nunca un hombre religioso. No había creído realmente en los dioses hasta el terrorífico instante en que descubrió que los clérigos tenían razón, que, después de todo, los dioses existían y sentían un profundo interés por la vida de los mortales.

Habiendo descubierto la religión en el momento en que Zeboim lo abrió en canal, Krell presenció con sumo interés el regreso de los dioses y la muerte de Takhisis y la desaparición de Paladine. La muerte de un líder creaba un vacío de poder. Krell previo una pugna para llenar ese vacío. Se le ocurrió la idea de que podía ofrecer sus servicios a un rival de Zeboim a cambio de la libertad de su prisión.

Krell jamás había rezado una plegaria, pero la noche que tomó esa decisión se puso de hinojos e invocó el nombre del único dios que podría sentir inclinación por ayudarlo.

—Sálvame de mi tormento y te serviré del modo que me pidas —prometió a Chemosh.

El dios no respondió.

Krell no desesperó. Los dioses estaban muy ocupados escuchando un montón de plegarias. Repitió la suya todos los días, pero siguió sin recibir respuesta, y empezó a perder la esperanza. Sargonnas —padre de Zeboim— iba incrementando su poder. No era probable que otro dios del panteón oscuro acudiera en su auxilio.

—Bien, en cuanto a esa tal Mina, esa aniquiladora de Caballeros de la Muerte, viene de camino para acabar conmigo —gruñó Krell, cuya voz repiqueteó dentro de la armadura hueca con un sonido semejante a grava que rodara en el fondo de una cazuela de hierro—. Quizá debería dejar que lo hiciera —añadió, deprimido.

Jugueteó fugazmente con la idea de poner fin a su tormento merced al olvido de la nada, pero en seguida la rechazó. Su presunción era tal que no soportaba privar al mundo de Ausric Krell, ni siquiera de un Ausric Krell muerto.

Además, la llegada de la tal Mina aliviaría la monotonía de su existencia aunque sólo fuera durante un rato.

Krell salió de la Torre de la Calavera y cruzó la plaza de armas, que estaba húmeda y resbaladiza por el constante embate de las olas y las rociadas de espuma, y entró en la Torre del Lirio. Estaba dedicada a los Caballeros del Lirio, la fuerza armada de los caballeros negros, a cuya honorable orden había pertenecido Krell. En vida había tenido sus aposentos allí y, aunque ya no hallaba descanso en el sueño, a veces regresaba al pequeño cuarto de las estancias altas y se tumbaba en el colchón infectado de bichos para torturarse con el recuerdo de lo agradable que había sido dormir. Este día no volvió a su cuarto, sino que permaneció en el piso bajo, donde Ariakan había instalado una biblioteca en varias estancias llenas de anaqueles con libros que trataban de cualquier tema militar, desde ensayos sobre el arte de montar dragones hasta consejos prácticos para mantener la armadura limpia de herrumbre.

Krell no tenía nada de erudito y jamás había tocado un libro salvo cuando utilizó un volumen de la Medida para mantener abierta una puerta que no dejaba de dar golpes. Él le daba otro uso a la biblioteca. Allí recibía a sus huéspedes. O, más bien, allí se divertía.

Hizo los preparativos para recibir a Mina y arregló todo como le gustaba. Quería dar una bienvenida a lo grande a tan importante invitada, así que arrastró el cadáver mutilado de un enano —su último visitante— y lo puso en la empalizada, con los otros.

Acabado el trabajo en la Torre del Lirio, Krell desafió al viento azotador y a la lluvia torrencial para regresar a la Torre de la Calavera. Escudriñó la bola escrutadora y contempló con anhelante expectación el avance del pequeño velero que navegaba hacia el abrigo de una ensenada donde, en los gloriosos días de antaño, atracaban los barcos que suministraban provisiones al Alcázar de las Tormentas.

Ignorante de que Krell la observaba, Mina miró con interés el Alcázar de las Tormentas.

La fortificación de la isla la había diseñado Ariakan para que resultara inexpugnable desde el mar. Construida de mármol negro, la fortaleza se alzaba en lo alto de los acantilados arriscados de piedra negra que semejaban las puntiagudas protuberancias dorsales de un dragón. Los acantilados eran escarpados, imposibles de escalar. El único modo de entrar o salir del Alcázar de las Tormentas era a lomos de un dragón o por barco. Sólo había un pequeño muelle construido en una ensenada abrigada, en la base de los negros acantilados.

El muelle había servido como acceso portuario de vituallas para hombres y animales, abastecimiento de armamento, esclavos y prisioneros. Posiblemente estos suministros los podrían haber transportado los dragones, prescindiendo de la necesidad de tener un muelle. Sin embargo, los reptiles —sobre todo los orgullosos y temperamentales Azules que los caballeros preferían como montura— se negaban firmemente a servir de bestias de cara. Pedirle a un Dragón Azul que trajera una carga de heno muy probablemente daría pie a que te arrancara la cabeza de un bocado. Resultaba más fácil proveerse de suministros por barco. Como Ariakan era hijo de Zeboim, lo único que tenía que hacer era rezarle a su madre para pedirle un viaje tranquilo, y los nubarrones de tormenta se disipaban y el mar se tornaba calmo.

Mina lo ignoraba todo sobre el arte de la guerra cuando Takhisis la había puesto, con diecisiete años, al frente de sus ejércitos. La joven había aprendido de prisa y Galdar había sido un excelente maestro. Miró la fortaleza y vio la brillantez del diseño y su concepto.

El muelle resultaba fácil de defender. La ensenada era tan pequeña que sólo podía entrar un barco sin correr peligro, aparte de que únicamente podía hacerlo con marea baja. Unos estrechos escalones, tallados en la cara del acantilado, constituían la única vía de acceso a la fortaleza. Esos peldaños estaban resbaladizos y resultaban tan peligrosos que apenas se utilizaban. Casi todos los suministros se subían a la fortaleza mediante un sistema de cuerdas, poleas y tornos.

Mina se preguntó, igual que se preguntaban los historiadores, cuan diferente habría sido el mundo si aquel hombre brillante que había diseñado la fortaleza hubiera sobrevivido a la Guerra de Caos.

El viento se calmó al entrar en la ensenada y la obligó a remar en las tranquilas aguas hasta el muelle. La ensenada, situada en el este, se hallaba a la sombra, pues el sol se hundía ya hacia poniente. Mina bendijo las sombras, pues esperaba coger por sorpresa a Krell. La fortaleza era enorme y el muelle, ubicado a un extremo de la isla, se hallaba lejos del principal cuerpo de la construcción. Era imposible que supiera que Krell observaba todos y cada uno de sus movimientos.

Mina echó la pequeña ancla y aseguró el velero atando el cabo alrededor de un saliente rocoso. En tiempos había habido un muelle de madera, pero hacía mucho que se había convertido en astillas por la ira de Zeboim. Mina bajó del velero y alzó la vista hacia la escalera de roca negra; frunció el entrecejo y sacudió la cabeza.

Estrechos y toscamente tallados, los peldaños ascendían precariamente, sinuosos, por la cara del risco, y estaban resbaladizos por las algas marinas y mojados con las rociadas saladas. Por si fuera poco, daba la impresión de que la vengativa Reina del Mar hubiese arrancado trozos de los escalones con los dientes. Muchos aparecían quebrados y partidos, como si la ira de Zeboim se hubiese extendido para sacudir el suelo bajo los pies de Krell.

«No tengo que preocuparme por el enfrentamiento con Krell —se dijo Mina a sí misma—. Dudo que consiga llegar viva al final de los peldaños.»

Aun así, como le había dicho a Chemosh, había caminado por lugares más oscuros. Y no resbaladizos solamente.

Mina seguía vestida con la coraza de negro acero marcado con la calavera traspasada por el rayo. Colgó el yelmo en el cinturón de cuero y luego, de mala gana, se desabrochó el resto de la armadura. Trepar ya resultaba peligroso sin estar entorpecida por las espinilleras y los brazales. En el cinturón llevaba su arma preferida, la maza o «estrella matutina» que había utilizado durante la Guerra de los Espíritus. La maza no era un artefacto mágico y tampoco estaba encantada. No serviría de nada contra un Caballero de la Muerte. Sin embargo, ningún caballero de verdad entraría en batalla desarmado, y Mina quería que Krell la viera como una verdadera Dama de Takhisis. Confiaba en que la repentina aparición de uno de sus antiguos compañeros, que se presentaba sin previo aviso en el Alcázar de las Tormentas, diera qué pensar al Caballero de la Muerte y se sintiera tentado de conversar con ella en lugar de matarla al instante.