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Cuando Takhisis, Reina de la Oscuridad, buscó espíritus para impulsar su regreso al mundo, no encontró muchos de aquellos comprometidos con Chemosh. Escondidos en la tenebrosidad de la muerte en vida, guardaron silencio, sin acudir a la llamada, y aguardaron a su señor.

Y ahora, reencontrado el mundo, depuesta y muerta la traicionera reina, el dios había regresado. Chemosh se hallaba allí, pero no estaba contento.

En la cripta familiar que antaño había sido su templo, se erguía en medio del polvo, de los excrementos de ratones y de pedazos de cuerpos desmembrados —una clavícula aquí, una espinilla allí— y miró a sus seguidores, que se acercaban lentamente desde los oscuros rincones y salían trabajosamente de los sarcófagos. Una mueca torció sus labios.

—Sois una fea caterva —les dijo—. Y apestáis. Vuestro hedor llega al firmamento. Me sorprende no haber localizado el mundo guiado por vuestro olor.

Los cadáveres no le entendieron. Volvieron las cuencas vacías hacia él y aguardaron sus órdenes en un silencio que ninguna lengua podía romper.

Allí parados, con un aspecto increíblemente estúpido, a uno se le cayó un dedo. Otro perdió una rótula. A otro se le desprendió un brazo.

Chemosh frunció el entrecejo. Una rata le pasó por encima de las botas. Sumido en el desánimo, el dios no se molestó en matarla y la dejó escapar. El animal se refugió dentro de una calavera y la cola se agitó ridículamente en la boca, que parecía sonreír en una mueca patética.

—Ahí estáis, esperando mis órdenes. ¿Y qué se supone que voy a deciros que hagáis? ¿Salir a reclutar seguidores de mi culto? ¡Aguardad! —ordenó, irritado, ya que algunos de los cuerpos descompuestos habían interpretado mal el comentario y se dirigían a la salida—. No era una orden, revoltijo de huesos descerebrados. Me imagino el tipo de seguidores que a buen seguro me traeríais. Oh, sí, todo el mundo está deseoso de adorar a un dios cuyos devotos fieles se hallan en la última etapa de putrefacción.

Chemosh les asestó una mirada furibunda y les hizo un ademán brusco, impaciente.

—¡Oh, largaos! Fuera de aquí. Me revolvéis el estómago. Id y aterrorizad a algún pueblo. Con suerte, algún clérigo de Mishakal os encontrará y os hará pedacitos —añadió mientras sus seguidores se dirigían a la salida en medio de tintineos y chasquidos de huesos que dejaban un rastro de los fragmentos que iban perdiendo.

El dios se sentó en la losa de un sarcófago y se quitó de un capirotazo un trocito de hueso que se le había quedado enganchado en los calzones de terciopelo negro.

—¿Dónde están los jóvenes, los fuertes, los hermosos? —demandó— ¿Por qué no han acudido a mí? Yo os diré por qué. —Echó una mirada asqueada a los esqueletos que se alejaban—. Los jóvenes no piensan en la muerte, sino en la vida, en vivir, en el gozo y la felicidad, en la juventud y la belleza. Si les hablas de Chemosh, los haces reír. «Vuelve para hablarme de él cuando sea viejo y feo», dicen. Ésos son los seguidores a los que intereso, vejestorios artríticos y desdentados, viejas brujas cotorras que entonan mi nombre y sacuden gatos negros en mi dirección. ¡Gatos! —rezongó—. ¿Para qué quiero yo gatos?

Chemosh propinó una patada al cráneo y lo lanzó rodando. La rata se escabulló del interior y corrió hacia un rincón polvoriento.

—Lo que quiero es juventud, fuerza, poder. Conversos que acudan a mí de buen grado, anhelantes. Conversos que frecuenten mis templos a plena luz del día y proclamen que están orgullosos de servirme. Eso es lo que quiero. Lo que necesito. —Apretó el puño—. Y así ganar el puesto de poder en el cielo que me corresponde. —Se puso de pie y deambuló, agitado, por la cripta.

»Sargonnas tiene su imperio minotauro que crece de día en día. Y la remilgada Mishakal, ¡cómo la adoran! Todos acuden en masa a adorarla mientras gritan «¡Sáname, sáname!». ¿Cómo voy a competir con eso? —Hizo un alto para sacudir las telarañas que se le habían pegado en la chaqueta de terciopelo negro.

«Hasta Zeboim, esa mujerzuela desvergonzada, tiene el corazón de todos los marineros de la flota. ¿Y yo? Yo tengo moho y herrumbre a espuertas. Y arañas. ¿Cómo me voy a convertir en un rey entre los dioses cuando los más inteligentes de mis servidores son los gusanos que se alimentan de ellos?

Chemosh se limpió el polvo de las manos, se quitó la tierra y los fragmentos óseos que manchaban sus botas y salió por la puerta destrozada que conducía a la cripta. Subió por la sinuosa escalera que llevaba a la superficie, de vuelta al aire fresco del exterior.

—Voy a hacer cambios —juró—. La muerte tendrá un nuevo rostro. Un rostro con ojos brillantes y labios rojos como rubíes.

Salió a la noche y se detuvo para alzar la vista hacia las estrellas, a la nueva y recién configurada formación de las constelaciones, a las tres lunas recientemente reaparecidas. Sonrió.

—Labios que la gente se morirá por besar.

Libro I

Ámbar

1

Mina enterró a su soberana debajo de una montaña. La reina había creado esa montaña, la había moldeado, le había dado forma, la había alzado con sus manos inmortales. Y ahora yacía bajo ella.

La montaña moriría. Roída por los dientes del viento, picoteada por las gotas de lluvia, lentamente, con el tiempo, siglo tras siglo, la magnífica montaña que Takhisis había creado se desmenuzaría en polvo, se mezclaría y se perdería entre las cenizas de su creadora muerta. La última afrenta. La amarga ironía final.

—Lo pagarán —juró Mina, que contemplaba cómo se ponía el sol tras la montaña y cómo las sombras se apoderaban del valle—. Lo pagarán... Todos los que hayan estado involucrados en esto, mortales o inmortales. Se lo haría pagar si no estuviera tan cansada. Tan, tan cansada.

Se despertaba cansada; si es que podía utilizar el término «despertar», ya que nunca dormía realmente. Se pasaba la noche sumida en un inquieto duermevela en el que seguía consciente de cada cambio del viento, de cada gruñido o grito de animal, de cada mengua de luz de luna o parpadeo de estrellas. El sueño le lamía los pies y las ondas le mojaban los dedos. Cada vez que las olas del sueño, silenciosas y sosegadas, relajantes y apacibles, empezaban a arrastrarla con ellas, se despertaba con un sobresalto, como si se estuviera ahogando, y el sueño se retiraba.

Mina pasaba las horas diurnas guardando la sepultura de la Reina Oscura. Nunca se alejaba mucho de esa tumba debajo de la montaña, aunque Galdar no dejaba de atosigarla para que se marchara aunque sólo fuera durante un rato.

—Ve a dar un paseo entre los árboles —le suplicaba el minotauro—. O báñate en el lago. O sube a lo alto de las peñas para contemplar la salida del sol.

Mina no podía marcharse. Sentía el horrible temor de que alguna persona de Ansalon encontrara aquel lugar sagrado y que, una vez descubierto, los curiosos bobalicones acudieran a mirar el cuerpo y a darle golpecitos con el dedo mientras soltaban risitas tontas. Los buscadores de tesoros y los saqueadores irían y arramblarían con las joyas y cargarían con los sagrados artefactos. Los enemigos de Takhisis se presentarían para vanagloriarse ante ella. Sus seguidores afluirían, desesperados por recibir respuesta a sus plegarias, a intentar hacerla volver.

Eso, concluyó Mina, sería lo peor de todo. Takhisis, una reina que había gobernado el cielo y el Abismo, encadenada para siempre a las gemebundas súplicas de quienes no habían hecho nada para salvarla cuando murió, salvo alzar las manos y sollozar: «¿Qué va a ser de mí?».

Un día sí y otro también, Mina paseaba frente a la entrada de la tumba bajo la montaña, donde había puesto el cadáver de su reina. Había trabajado muy duro durante semanas, tal vez durante meses —había perdido la noción del tiempo—, a fin de ocultar la entrada, y para ello había plantado delante árboles, arbustos y flores silvestres y los había guiado de forma que la taparan al crecer.