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Lleu imprimió toda su fuerza al golpe. Rhys, sosteniendo el emmide con las dos manos, levantó el bastón por encima de la cabeza para frenar la acometida. El acero chocó con el emmide. El bastón aguantó, si bien la violencia del impacto repercutió en los brazos del monje y transmitió vibraciones a través de todo su cuerpo, de manera que notó la potencia del golpe hasta en los dientes. Al parecer, Rhys había juzgado mal a su hermano. Esos músculos no estaban tan fofos como aparentaban.

El rostro de Lleu se contrajo con una mueca, casi un gruñido. Los músculos de los brazos se le hincharon, sus ojos brillaron. Había esperado que la cuchilla partiera en astillas la frágil vara y se sentía furioso y frustrado porque le hubiera desbaratado el ataque. Volvió a enarbolar la espada sobre la cabeza, con intención de golpear de nuevo el bastón.

Rhys arremetió con los pies descalzos; primero con uno, y después con el otro, que acertó a dar a Lleu en el plexo solar.

Lleu gimió y se encogió al tiempo que dejaba caer la espada.

Rhys retrocedió y esperó a que su hermano se recuperara.

—¡Me golpeaste con los pies! —dijo jadeante Lleu, que se irguió despacio mientras se daba masajes en el abdomen.

—Sí, lo hice.

—Pero... —balbució Lleu—. ¡Eso no es juego limpio!

—Quizá no lo sea en un torneo de caballeros —convino Rhys de forma cortés—. Pero si lucho por mi vida utilizaré cualquier arma que tenga a mi disposición. Recoge tu espada. Atácame otra vez si quieres.

Lleu tomó la espada y se abalanzó sobre Rhys. La hoja de acero destelló rojiza con la luz del sol poniente. Lleu propinó estocadas y arremetidas con más fuerza que destreza, ya que era un clérigo que había entrado en contacto con la esgrima muy recientemente, no como un caballero, que se entrenaba a lo largo de casi toda su vida.

Rhys no corría ningún peligro. Podría haber puesto fin al combate casi antes de que empezara con un golpe de la vara en el vientre o en la cabeza o con otra patada bien dirigida. No quería hacer daño a su hermano, pero en seguida vio que a Lleu no lo coartaba tal miramiento. Estaba encorajinado, herido tanto en su amor propio como físicamente. Con paciencia, Rhys frenó los golpes de su hermano, que se iban haciendo cada vez más violentos y desesperados, y esperó la ocasión.

Al agacharse para esquivar una de las cuchilladas en arco de Lleu aprovechó para meter el emmide entre las piernas de su hermano, y lo derribó. Lleu cayó pesadamente sobre la espalda. No soltó la espada, pero un giro del emmide lanzó el arma volando por el aire hasta caer en la hierba, cerca de la perra.

Lleu maldijo y se levantó a trompicones.

Atta, guarda —ordenó Rhys mientras señalaba la espada.

La perra se levantó al instante y se situó delante del arma.

La mano de Lleu fue hacia el cinturón, sacó un cuchillo y apuntó a la perra.

Rhys le asió la mano que aferraba el cuchillo y apretó el antebrazo de manera que hundió los dedos profundamente en las partes blandas de la muñeca.

De pronto, a Lleu se le quedó la mano inerte y el cuchillo cayó al suelo.

Rhys se agachó, recogió el cuchillo y se lo guardó en su cinturón.

—La parálisis es temporal —le advirtió a su hermano, que se miraba la mano con una expresión de total estupefacción—. Dentro de unos minutos volverás a tener sensación en los dedos. Este era un combate amistoso. O eso entendí.

Lleu se puso ceñudo, pero después pareció avergonzado. Se frotó la mano inutilizada y retrocedió, alejándose de la perra.

—Sólo quería asustar a esa chucha pulgosa, nada más. No le habría hecho daño.

—Eso es verdad —dijo Rhys—. No le habrías hecho daño a Atta. De haberlo intentado, ahora yacerías en el suelo con la garganta desgarrada.

—Me dejé llevar por el entusiasmo, nada más —se disculpó Lleu—. Olvidé dónde estaba, creía hallarme en el campo de batalla. ¿Puedes devolverme la espada y el cuchillo? Prometo controlarme.

Rhys le tendió el cuchillo, recogió la espada que la perra vigilaba y se la dio a su hermano, que la tomó con la mano izquierda. Lleu la miró, fruncido el entrecejo.

—Sigo pensando que debería haber hendido esa vara tuya. La condenada hoja debe de tener el filo embotado. Haré que lo afilen cuando vuelva a casa.

—A la cuchilla no le pasa nada —dijo Rhys.

—¡Bah! ¡Pues claro que sí! —repuso Lleu con sorna—. ¡No irás a decirme que esa ramita resistió el golpe de una espada larga!

—Esta «ramita» ha resistido incontables espadas durante quinientos años —contestó Rhys—. ¿Ves estas diminutas muescas? —Alzó la vara para que Lleu la examinara—. Las hicieron espadas, mazas y todo tipo de armas de acero. Ninguna la rompió, ni siquiera la dañó gran cosa.

—Podrías haberme dicho que el maldito palo era mágico. ¡No es de extrañar que perdiera! —Lleu parecía ofendido.

—Ignoraba que se trataba de ganar o de perder —replicó Rhys suavemente—. Creía que te estaba haciendo una demostración de una técnica de combate.

—Como he dicho, me dejé llevar por el entusiasmo —masculló Lleu. Meneó la mano derecha. Ahora podía mover los dedos y envainó la espada—.

Creo que es suficiente demostración por hoy. ¿Cuándo coméis aquí? Me muero de hambre. —Pronto.

—Estupendo. Iré a asearme. Te veré en la cena. —Lleu se dio media vuelta, pero pareció cambiar de opinión y se giró otra vez—. He oído contar que vosotros, los monjes, os sostenéis con hierba y bayas. Espero que tal cosa no sea cierta.

—Tendrás una buena cena —le aseguró Rhys.

—¡Te cojo la palabra! —Lleu le dijo adiós con la mano y se alejó. Al parecer todo quedaba olvidado, perdonado.

Lleu incluso se paró para disculparse con Atta y le rascó la cabeza. La perra aceptó que la tocara pero sólo después de que Rhys hiciera un gesto de asentimiento con la cabeza; después, en cuanto Lleu se hubo marchado, se sacudió como si quisiera librarse de todo rastro del hombre. Trotó hacia Rhys, a quien dio con el hocico en la pierna, y alzó hacia él los expresivos ojos castaños.

—¿Qué pasa, chica? —preguntó Rhys, frustrado. La rascó detrás de las orejas—. ¿Qué tienes contra él, aparte del hecho de que es joven e irreflexivo y tiene una excesiva buena opinión de sí mismo? Ojalá pudieras decirme lo que piensas. Con todo, hay una razón para que los dioses hicieran mudos a los animales. —La mirada preocupada de Rhys siguió la marcha de su hermano, que se alejaba por la pradera.

»No soportaríamos oír las verdades que podríais decirnos.

5

Rhys no regresó al monasterio de inmediato. Atta y él caminaron hacia el arroyo que suministraba agua tanto para hombres como para animales y se sentaron en la hierba, debajo de los sauces. Atta rodó sobre un costado y se quedó dormida, agotada por los rigores del día, primero protegiendo a las ovejas y después a su amo. Sentado con las piernas cruzadas en la orilla del arroyo, Rhys cerró los ojos y se entregó al dios, Majere. El susurro del viento entre las ramas del sauce y el suave canto vespertino de los pinzones se mezclaron con el murmullo risueño del arroyo para aliviar las conjeturas y la inquietud por el extraño comportamiento de su hermano.

A pesar del hecho de que no lo había sermoneado ni había logrado que cambiase de vida de inmediato, como su padre había esperado que ocurriera, Rhys no tenía la impresión de haber fracasado. Los monjes de Majere no contemplaban la vida bajo el prisma del triunfo o el fracaso. Uno no fallaba en una tarea. Sencillamente, no tenía éxito. Y puesto que uno siempre se esforzaba en lograrlo, mientras siguiera intentándolo entonces no podía fracasar realmente.

Tampoco reprochaba a sus padres que lo cargaran con esa responsabilidad; y eso que seguramente ni siquiera habían pensado en él hacía quince años. Estaban desesperados. Lo que lo hacía sentirse mal era que tendría que decirles que él no podía hacer nada al respecto. Podía hablar con el maestro antes, claro, pero Rhys sabía lo que el monje mayor le contestaría. Lleu era un hombre adulto. Había elegido su camino. Quizá fuera posible persuadirlo mediante buenos consejos y el ejemplo, pero si eso no lo cambiaba nadie tenía derecho a impedirle seguir su camino o apartarlo de él o forzarlo a tomar otro, ni siquiera a pesar de que el suyo fuera un camino de autodestrucción. La decisión de cambiar tenía que tomarla Lleu o en caso contrario no tardaría en volver a las andadas. Eso era lo que enseñaba Majere, y era lo que los monjes creían.