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Una voz le habló desde la oscuridad.

—Estoy aquí, Mina. Si te digo cómo encontrarme, ¿vendrás a mí? Mina se sentó en la cama, ansiosa. —¿Quién eres? ¿Cómo te llamas?

—Soy Takhisis, pero eso lo olvidarás. Para ti, no tengo nombre. No lo necesito porque como yo no hay otros en el universo, estoy exclusivamente yo, soy el único dios.

—Entonces te llamaré el Único —dijo Mina, que se bajó de la cama de un salto, se vistió con premura y se preparó para viajar—. Iré a decirle a madre adonde me dirijo...

—Madre —repitió Takhisis con desprecio y cólera—. No tienes madre. Tu madre está muerta.

—Lo sé —respondió Mina con voz temblorosa—, pero Goldmoon se ha convertido en mi madre. La quiero más que a nadie y he de decirle que me marcho o cuando descubra que no estoy se preocupará.

El tono de voz de la diosa cambió, dejó de ser enfadado para convertirse en un arrullo dulce.

—No debes decírselo o estropearás la sorpresa. Nuestra sorpresa, tuya y mía. Porque llegará el día en el que regresarás para decirle a Goldmoon que has encontrado al único soberano del mundo.

—Pero ¿por qué no puedo decírselo ahora? —demandó Mina.

—Porque todavía no me has encontrado —respondió Takhisis con voz severa—. Ni siquiera estoy segura de que seas digna de esto. Tienes que demostrar tu merecimiento. Necesito una discípula que sea valiente y fuerte, que no se deje desalentar por los incrédulos ni se deje influenciar por los antagonistas, que afronte dolor y tormentos sin encogerse. Me tienes que demostrar que vales para todo eso. ¿Tienes arrestos, Mina?

La muchacha tembló, aterrada. No creía tener el valor necesario. Quería volver a la cama, y entonces pensó en Goldmoon y en la maravillosa sorpresa que sería para ella. Imaginó el gozo de Goldmoon cuando la viera volver trayendo consigo un dios. Se llevó la mano al corazón.

—Los tengo, dios Único. Haré esto por mi madre adoptiva.

—Es justo lo que yo habría querido —dijo Takhisis, que se echó a reír como si Mina hubiera dicho algo gracioso.

Así comenzó la tercera parte de la vida de Mina, y si la primera era un borrón y la segunda era luz, la tercera fue sombra. Actuando de acuerdo con el mandato del Único, Mira escapó de la Ciudadela de la Luz. Buscó un barco en la bahía y subió a él. Era una nave sin tripulación. Mina era la única persona a bordo, pero el timón daba vueltas, las velas se recogían y se desplegaban; todas las faenas las llevaban a cabo manos invisibles.

El barco navegó en las corrientes del tiempo y la condujo a un lugar que le dio la impresión de que lo conocía desde siempre y, al mismo tiempo, que acababa de descubrirlo. En ese lugar Mina contempló el semblante de la Reina Oscura por primera vez, y la diosa era hermosa y terrible, y Mina se inclinó y la adoró.

Takhisis la sometió a prueba tras prueba, desafío tras desafío. Mina los soportó todos. Conoció un dolor semejante al de la muerte, pero no gritó. Experimentó un dolor semejante al de parir, y no rechistó.

Entonces llegó el día en el que Takhisis le dijo:

—Estoy satisfecha contigo. Eres mi elegida. Ha llegado el momento de que vuelvas al mundo y prepares a la gente para mi regreso.

—Volví al mundo la noche de la gran tormenta —le dijo Mina a Galdar—. Te conocí ese día. Llevé a cabo mi primer milagro contigo, te devolví el brazo.

El minotauro le echó una mirada significativa y la joven enrojeció. —Quiero decir... que el Único te devolvió el brazo. —Refiérete a ella por su verdadero nombre —instó duramente Galdar—. Llámala Takhisis.

Miró involuntariamente el muñón que era todo cuanto le quedaba del brazo con el que había manejado la espada. Cuando descubrió el verdadero nombre de la deidad que le había devuelto el brazo amputado, el minotauro había rezado a su dios, Sargonnas, para que se lo quitara de nuevo.

—No quería ser su esclavo —masculló Galdar, pero Mina no lo oyó.

La muchacha estaba pensando en soberbia, orgullo desmedido y ambición. Estaba pensando en el ansia de poder y quién había sido el verdadero responsable de la caída de la Reina Oscura.

—Fue culpa mía —musitó—. Ahora ya puedo admitirlo. Yo fui la que la destruyó, no los dioses. Ni siquiera ese despreciable dios elfo, Valthonis, o comoquiera que se llame. Yo la destruí. Yo la traicioné.

—¡No, Mina! —exclamó el minotauro, conmocionado—. Eras su esclava tanto como cualquiera de nosotros. Te utilizó, te manipuló...

La joven alzó los ojos de color ámbar y buscó los de él.

—Eso es lo que tú crees. Lo que creen todos. Sólo yo sabía la verdad. La sabía, como la sabía mi soberana. Puse en marcha un ejército de muertos. Luché contra dos poderosos dragones y los maté. Conquisté a los elfos y los sometí. Conquisté a los solámnicos y los vi huir de mí como perros apaleados. Hice de los caballeros negros una fuerza a la que se temiera y se respetara.

—Todo en nombre de Takhisis —dijo Galdar, que se rascó el pelaje del maxilar y se frotó el hocico con aire intranquilo.

—Quería que fuera en mi nombre —confesó Mina—. Ella lo sabía. Lo vio en mi corazón y por eso iba a destruirme.

—Y por eso ibas a dejar que lo hiciera —replicó Galdar.

Mina suspiró y agachó la cabeza. Se sentó en el duro suelo con las piernas dobladas hacia arriba y se abrazó las rodillas. Vestía la misma ropa que aquel fatídico día en el que su reina había muerto, la ropa sencilla que llevaba debajo de la armadura de una dama negra, es decir, camisa y polainas. Estaban harapientas ahora, descoloridas por el sol a un tono gris anodino. El único color fuerte que había en ellas era el rojo de la sangre de la reina, que había muerto en sus brazos.

Galdar sacudió la astada cabeza y se sentó erguido en la piedra que usaba de asiento, una piedra que su roce había pulimentado durante los últimos meses.

—Todo eso ha quedado atrás, Mina. Es hora de que sigas adelante. Todavía queda mucho que hacer en el mundo, y un nuevo mundo en el que hacerlo. Los caballeros negros están desperdigados, desorganizados. Necesitan un dirigente fuerte que los reunifique.

—No me seguirían —adujo la joven.

Galdar abrió la boca para replicar, pero volvió a cerrarla.

Mina alzó los ojos hacia él y comprendió que el minotauro sabía la verdad tan bien como ella. Los caballeros negros no volverían a aceptarla como su comandante. Habían recelado de ella desde el principio al ser una muchacha de diecisiete años que casi no distinguía un extremo de la espada del otro, que jamás había presenciado una batalla, cuanto menos conducir hombres a una.

Los milagros que realizaba habían acabado por convencerlos. Como la propia Mina le dijo una vez a aquel despreciable príncipe elfo, los hombres amaban a la diosa que veían en ella, no a la muchacha en sí, y cuando esa deidad fue derrocada y Mina perdió el poder de realizar milagros, los caballeros negros sufrieron una desastrosa derrota. Y, para colmo, creyeron que había desertado al final y los había abandonado para que afrontaran solos la muerte. Jamás volverían a seguirla, y no los culpaba por ello.

Tampoco quería ser líder de hombres. No quería volver al mundo otra vez. Estaba demasiado cansada. Sólo deseaba dormir. Se recostó en los huesos de la montaña donde su reina dormía el eterno descanso y cerró los ojos.

Debió de quedarse dormida porque al despertar encontró a Galdar acuclillado delante mientras le suplicaba de todo corazón que abandonara aquella prisión.

—Mina, ya te has castigado más que suficiente. Tienes que perdonarte, Mina. Lo que le ocurrió a Takhisis fue culpa de ella, no tuya. No tienes que culparte por eso. ¡Iba a matarte! Lo sabes. ¡Iba a apoderarse de tu cuerpo, a devorar tu alma! Ese elfo te hizo un favor al matarla.

Mina alzó la cabeza y su gesto lo hizo enmudecer, frenó las palabras en su boca y empujó al minotauro hacia atrás como si lo hubiese golpeado.

—Lo siento, Mina. No quería decir eso. Ven conmigo —instó Galdar.