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Mina adelantó la mano y le dio unos golpecitos en el brazo que le quedaba.

—Adelante, Galdar. Sé que tu dios te ha estado hostigando, exigiendo que te unas a él en la conquista de Silvanesti.

La joven esbozó una triste sonrisa ante la repentina turbación del minotauro.

—He oído por casualidad tus plegarias a Sargonnas, amigo mío —le dijo—. Ve y lucha por tu dios. Cuando vuelvas, me contarás todo lo que pasa en el mundo.

—Si consigo salir de este condenado valle jamás podré regresar. Lo sabes, Mina —contestó Galdar—. Los dioses se encargarán de que sea así. Se ocuparán de que nadie logre nunca...

Las palabras se le quedaron paralizadas en la lengua, porque mientras las pronunciaba estaban resultando ser inciertas. El minotauro se quedó mirando fijamente el extremo del valle, se frotó los ojos y volvió a mirar.

—Debo de estar viendo visiones. —Estrechó los ojos para protegerlos del sol.

—¿Qué pasa ahora? —inquirió cansinamente Mina, que no estaba mirando.

—Viene alguien caminando por el valle —informó el minotauro—. Pero eso es imposible.

—Es posible, Galdar —dijo la joven, que dirigió la vista hacia donde él miraba—. Viene alguien.

El hombre caminaba con aire resuelto por los huesos pelados del desértico valle barrido por el viento. Era alto y sus movimientos poseían un donaire imperioso. El cabello, largo y oscuro, ondeaba al viento. Su figura rielaba en las ondas de calor que irradiaba la superficie rocosa cubierta de arena.

—Viene a buscarme.

2

El valle era una depresión cóncava excavada en el mismo lecho rocoso que se había elevado para formar la montaña. Una fina capa de arena, de color amarillo rojizo, cubría la roca. Allí crecían unos pocos arbustos ralos y escuálidos, pero no árboles. En aquella zona no crecía ningún árbol a excepción de los que habían surgido delante de la tumba. Un regato —de una tonalidad azul cobalto en contraste con el rojo— zigzagueaba por el suelo del valle y se abría paso entre la roca.

El interior de la montaña en la que se hallaba enterrada la Reina Oscura era un enjambre de cuevas, y durante el último año Mina y Galdar habían hecho su hogar de dos de ellas. Durante el día, el calor del sol irradiaba del suelo en ondas titilantes. La temperatura descendía vertiginosamente de noche y volvía a subir a niveles insoportables de día.

El valle estaba maldito por los dioses. Ningún mortal podía encontrarlo. Galdar había dado con él sólo porque había rezado noche y día a Sargonnas suplicándole que le dejara hallarlo y, finalmente, el dios consintió. Cuando Mina se llevó el cadáver de su diosa del templo donde Takhisis había muerto, Galdar la había seguido. Sólo él sabía el terrible dolor que debía de estar padeciendo la joven. Esperaba poder ayudarla a enterrar a su reina para siempre. Había seguido a Mina durante un día y una noche, pero parecía imposible alcanzarla, y entonces, una mañana después de despertar de un sueño extenuante, ya no encontró su rastro.

Supuso, naturalmente, que los dioses no querrían que ningún mortal descubriera la tumba de la reina Takhisis y que le ocultaban a Mina por esa razón. Galdar suplicó a Sargonnas que le permitiera reunirse con la joven, y Sargonnas le había concedido su petición... a cambio de un precio. El dios había transportado a Galdar hasta el lugar secreto del enterramiento. Mina

y él habían sepultado a la Reina Oscura debajo de la montaña y después Galdar había pasado el resto del tiempo intentando persuadir a la muchacha de que volviera al mundo. En eso había fracasado, y ahora el dios se disponía a presionarlo para que cumpliera su parte del trato. Barcos minotauros estaban llegando a Silvanesti cargados de tropas y colonos que hacían suyo el antiguo territorio elfo, lo que ponía muy nerviosos a los humanos que vivían en las otras naciones de Ansalon.

Los Caballeros de Solamnia, los caballeros de la Legión de Acero y los formidables guerreros bárbaros de las Praderas de Arena; todos ellos contemplaban con creciente ira la invasión del continente por parte de los minotauros. Sargonnas necesitaba un embajador que tratara con esas naciones. Necesitaba un minotauro que entendiera a los humanos para que se presentara ante ellos y los aplacara, los convenciera de que los minotauros no tenían planes de expansión, que se contentaban con conquistar y apoderarse de las tierras de su antiguo enemigo, y que Solamnia y las demás naciones no corrían peligro.

Galdar había vivido con humanos y había luchado a su lado durante años. Era la elección perfecta como embajador ante los humanos, y el hecho de que éstos se sintieran inclinados a confiar en él y que les cayera bien lo hacía aún más perfecto. Galdar quería servir al dios que lo había salvado de Takhisis al quitarle el brazo y devolverle su amor propio. Sargonnas no era un dios paciente. Dejó claro a Galdar que o acudía en ese momento o que no fuera nunca.

Al reparar en la figura que se acercaba, el minotauro pensó al principio, con gran temor, que quizá Sargonnas se había cansado tanto de esperar que iba a buscarlo.

Una segunda ojeada le quitó esa idea de la cabeza. No distinguía los rasgos del visitante, que todavía se encontraba muy lejos, pero su porte era de humano, no de minotauro.

Sin embargo, a ningún humano se le permitía acceder a este valle. Ningún mortal, a excepción de ellos dos, podía entrar allí.

A Galdar se le puso de punta el vello de la nuca, y se le erizó el pelaje de la espalda y de los brazos con un escalofrío.

—No me gusta esto, Mina. Deberíamos huir. Ahora. Antes de que ese hombre nos vea.

—No es un hombre, Galdar —dijo la joven—. Es un dios. Viene a buscarnos. O, más bien, viene a buscarme a mí.

El minotauro la vio llevarse la mano a la cintura y cerrar los dedos sobre la empuñadura de un cuchillo. Tanteó en busca de su propia arma y descubrió que no la tenía.

—Te cogí el cuchillo, Galdar —le dijo la joven con una sonrisa—. Te lo quité anoche.

Al minotauro no le gustó cómo lo sostenía, como si fuese algo preciado para ella.

—¿Quién es ese hombre, Mina? —demandó con la voz ronca por un miedo que no sabía identificar—. ¿Qué quiere de ti?

—Deberías marcharte, Galdar —contestó en tono quedo, sin apartar la mirada del desconocido, que se iba acercando. Había apretado el paso. Parecía impaciente por llegar a su punto de destino—. Esto no te concierne.

La figura llegó a una distancia desde la que se le distinguían los rasgos. Era un humano de edad indeterminada. Tenía un rostro que los humanos consideraban apuesto, con un hoyuelo en el mentón, mandíbula cuadrada, nariz aquilina, pómulos prominentes, frente plana. Llevaba largo el negro cabello; los mechones lustrosos se rizaban en los hombros y le colgaban por la espalda. La piel era tan pálida que parecía estar sin sangre. Ni los labios ni las mejillas tenían color, mientras que los ojos eran tan oscuros como la primera noche de la creación. Hundidos bajo las espesas cejas, parecían aún más oscuros al quedar en la sombra.

Vestía de negro, con ropas lujosas que denotaban opulencia. La casaca de terciopelo le llegaba a las rodillas. Ajustada a la cintura, la prenda iba ribeteada con plata en las mangas y en el dobladillo del faldón. Las polainas, también negras, le llegaban justo debajo de las rodillas, y las adornaban cintas del mismo color, como lo eran las medias de seda y las botas, éstas con hebillas de plata. La camisa blanca lucía chorreras de puntilla en la pechera, que también asomaban por las bocamangas y caían lánguidamente sobre las manos. Se movía con donaire y seguridad en sí mismo, consciente de su propio poder.

Galdar tuvo un escalofrío. A pesar del fuerte sol, no sentía el calor del astro. Un frío tan arcaico que hacía joven a la montaña se le metió en la médula de los huesos. A lo largo de su vida se había enfrentado a enemigos terribles, incluida la dragona Malys, Señora Suprema, y no había huido de ninguno de ellos. Pero ahora no pudo evitarlo y empezó a retroceder lentamente.