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El alma de su hijo era asunto de Zeboim, de modo que Rhys guardó la pieza de khas en la bolsa y se encogió al oír el chillido del kender cuando el caliente metal entró en contacto con él. Rhys no disponía de tiempo para ayudarlo. Krell empezaba a recuperarse de la primera impresión que lo había paralizado de miedo ante el ataque de la mantis y ahora respondía a las acometidas dando puñetazos al cuerpo verde del insecto y pateando brutalmente en un intento de quitárselo de encima. Rhys debía llevar a buen término el intento de huida mientras Krell y la mantis combatían. El monje confiaba en que la mantis destruyera a Krell, pero no se quedaría para ver el resultado final.

Se dio media vuelta para echar a correr, pero sólo había dado unos pasos cuando comprendió que no llegaría lejos, que estaba demasiado debilitado.

Jadeante, mareado y con ganas de vomitar, salió a la noche dando traspiés en el pavimento irregular y tambaleándose hasta que tropezó con una baldosa rota. La debilidad le impidió recobrar el equilibrio y cayó de bruces al suelo. Intentó seguir adelante, pero lo único que consiguió fue jadear. Estaba mareado, exhausto, acabado. Le faltaban fuerzas para seguir corriendo y a su espalda se oían sonoras pisadas y los bramidos furiosos de Krell.

Rhys alzó la vista al cielo.

—¡Zeboim! —gritó con voz entrecortada, rota—. Tu hijo está a salvo, en mi poder. Ahora todo depende de ti.

El mar se agitó. Nubes grises se acumularon en el horizonte a la espera de la orden de ataque. Rhys esperó también, seguro de que, en cualquier momento, la diosa los sacaría de la isla.

Un rayo zigzagueó desde el cielo y se descargó en lo alto de la torre; el impacto arrancó un gran trozo de roca. El trueno retumbó, a lo lejos. Rhys seguía estando en el patio, con el kender y la pieza de khas en la bolsa.

Las pesadas botas del Caballero de la Muerte sonaron más cerca.

El horripilante ataque de la mantis había empavorecido a Krell. Ningún mortal podía infligir daño a un Caballero de la Muerte, pero un dios sí, y Krell experimentó dolor y terror cuando las mandíbulas del insecto empezaron a masticarle el alma, cuando los espantosos ojos bulbosos reflejaron la nada de su existencia maldita.

Krell siempre había odiado a los bichos.

Impulsado por el pánico, se las ingenió para descargar unos cuantos puñetazos contra la mantis que bastaron para librarse de su presa. Desenvainó la espada y la hundió en el cuerpo del insecto. Manó sangre verdosa. Las mandíbulas de la mantis chasquearon de un modo horrible y las espinosas garras salieron disparadas hacia él.

Krell arremetió frenéticamente y golpeó a la mantis una y otra vez, con embates ciegos, a tontas y a locas, sin saber dónde daba, empujado por el único deseo de matar al espantoso bicho, matarlo, matarlo. Tardó varios segundos en darse cuenta de que estaba hendiendo el aire con la espada.

Se paró y miró a su alrededor, atemorizado.

La mantis había desaparecido. El cayado del monje seguía allí, tirado en el suelo. Krell levantó el pie, dispuesto a pisotear el bastón y hacerlo astillas. Mantuvo el pie en vilo. ¿Y si lo tocaba y el bicho volvía? Despacio, Krell bajó el pie al suelo y se apartó. Lo sorteó dando un rodeo, tan lejos de él como le era posible.

Después echó una ojeada debajo de la mesa. La pieza del caballero no estaba allí, y tampoco el kender.

Miró el tablero. El otro caballero seguía en su casilla. Lo agarró bruscamente y lo estudió, esperanzado, pero después lo arrojó lejos a la par que soltaba un áspero juramento.

Obstaculizado por la gigantesca mantis, Krell no había visto a Rhys escapar con la pieza de khas, pero no le costó mucho deducir lo que había pasado. Salió en persecución del monje, espoleado por la atroz idea de lo que Chemosh le haría si perdía a Ariakan.

Salió disparado al patio. Divisó a Rhys a cierta distancia, huyendo como alma que lleva el diablo. También divisó los nubarrones grises y amenazadores que se acumulaban en el cielo. Un rayó cayó en una de las torres. Krell tenía la impresión de que el siguiente se descargaría sobre él.

—¡No me pongas la mano encima, Zeboim! —bramó con desesperado disimulo—. Ese monje tuyo cogió la pieza equivocada. Tu hijo sigue en mi poder. ¡Si haces algo para ayudar a escapar a ese ladrón, Chemosh hará que fundan a tu precioso chico de peltre y que batan su alma hasta que caiga en el olvido!

Los relámpagos saltaron de nube en nube; el trueno emitió un gruñido ominoso. El viento se levantó y el cielo se tornó más y más oscuro. Cayeron unas cuantas gotas de lluvia, así como granizo.

Y eso fue todo.

Krell rió entre dientes y, frotándose las manos, fue en pos del monje.

Rhys oyó el grito de Krell y se le cayó el alma a los pies.

—¡Zeboim! —llamó en tono urgente—. Miente. ¡Tengo a tu hijo! ¡Sácanos de aquí!

Los relámpagos titilaron. El retumbo del trueno se apagó. Los nubarrones agrupados en lo alto bullían con incertidumbre. El Caballero de la Muerte corría por el patio de armas; prietos los puños, llameantes los ojos rojos, avanzaba furioso.

—Majestad —rogó el monje—, hemos arriesgado la vida por ti. Ha llegado el momento de que arriesgues algo por nosotros.

Unas gotas de lluvia cayeron con desgana a su alrededor. El viento suspiró y se calmó. Las nubes empezaron a retirarse.

—De acuerdo, majestad —dijo Rhys, que se arrancó de un tirón la bolsa del cinturón—. Perdóname por lo que estoy a punto de hacer, pero no me queda otro remedio.

Con la bolsa asida en una mano, el monje miró en derredor para orientarse y calcular distancias. Aquél sería su último movimiento, emplearía en él las pocas fuerzas que le quedaban. Salió corriendo a toda velocidad.

Los cielos se abrieron y la lluvia se precipitó sobre él a cubos, pero Rhys hizo caso omiso de la advertencia de la diosa. Podía bramar y soplar y amenazar todo lo que quisiera, pero no osaría hacer nada drástico contra él porque tal vez era verdad que tenía a su hijo en su posesión.

Zeboim intentó derribarlo con el aire. Lo tiró, pero Rhys se puso de pie otra vez y continuó corriendo. Lanzó granizo contra su rostro, y el monje levantó los brazos para protegerse los ojos y continuó la carrera.

Krell venía tras él. Las pisadas del Caballero de la Muerte hacían que el suelo temblara.

Rhys resbaló y dio un traspié; las fuerzas le flaqueaban, pero tampoco le quedaba mucho espacio por cubrir. La plaza de armas acababa bruscamente en un cúmulo de rocas y, más allá, el mar.

Krell vio el peligro y apretó el paso.

—Deténlo, Zeboim —gritó, furioso—. ¡Si no lo haces, te arrepentirás!

Rhys guardó la bolsa, con el kender y la pieza de khas, en la pechera de la túnica y trepó a las quebradas rocas, que estaban húmedas y resbaladizas por la lluvia. Se escurrió y tuvo que usar las dos manos para no caer. Sollozó de dolor al apoyar los dedos rotos.

Oía el siseante jadeo de Krell a su espalda y percibía su ira. Continuó adelante.

Se había quedado sin fuerzas para cuando llegó al borde de la isla, aunque, de todos modos, ya no la necesitaba. Sólo tenía que dar otro paso y para eso no se precisaba mucha energía.

Rhys miró abajo. Se encontraba en lo alto de un acantilado vertical. Al fondo —muy lejos, allá abajo— el oleaje rompía contra la pared rocosa. La rabia y el miedo de la diosa alumbraba la noche como si fuese de día. Rhys se fijó en pequeños detalles, como la espuma arremolinada, el movimiento ondulante de verdes algas al ser arrastradas por el agua sobre una roca brillante y que flotaban en la superficie como el cabello de un ahogado.

El monje contempló más allá del océano el horizonte envuelto en la bruma y la lluvia torrencial.

Krell había llegado a las rocas y avanzaba torpemente entre ellas a la par que bramaba maldiciones y blandía la espada.

Moviéndose despacio, como si quisiera evitar resbalarse, Rhys trepó a un promontorio que se extendía sobre el vacío. Estaba sereno, listo, el alma sosegada.