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Era distinta de las otras. Su color era amarillo y parecía más cálida, más brillante.

—Puedo quedarme aquí, sin pensar en otra cosa que el insoportable silencio y el sabor del agua fresca en la lengua, o puedo ir a descubrir la fuente de esa luz.

Mina se impulsó por el agua, medio nadando, medio reptando, y avanzó despacio, con sigilo, hacia la extraña luz.

A medida que se acercaba vio que no era un único punto de luz como había imaginado, sino múltiples luces, como un puñado de velas. Se dio cuenta de que las luces parecían diferentes —más cálidas y brillantes— porque estaban fuera de la torre. Las veía reflejadas en la superficie de cristal. Se acercó, picada la curiosidad.

La hilada de luces estaba suspendida en el agua como perlas ensartadas, como pequeñas linternas colgadas de una cuerda, en una hilera irregular, dentada, que se mecía, se desplazaba y se balanceaba con las corrientes submarinas.

«Qué extraño —se dijo para sus adentros la joven—. Parece una especie de red...»

El peligro surgió repentinamente ante ella en ese instante. Intentó huir, pero moverse bajo el agua era una tarea desesperadamente lenta. Las luces empezaron a girar con rapidez, aturdiéndola, y la cegaron y la confundieron. Una red de pesada cuerda surgió veloz en el centro de las luces giratorias y, sin darle tiempo a escapar, cayó sobre ella.

La joven luchó desesperadamente para soltarse de la trampa de pliegues de la pesada cuerda que le había caído sobre la cabeza y los hombros, enredándose en sus brazos, manos y piernas. Intentó levantar esos pliegues, apartarlos, quitárselos de encima, pero las luces eran tan brillantes que no veía lo que hacía.

La red se cerró a su alrededor, más y más ceñida hasta que los brazos se le quedaron pegados contra el pecho, y los pies y las piernas encogidos, de forma que no podía moverse.

Vio y sintió que la red era arrastrada por el agua, con ella dentro, y que se dirigía rápidamente hacia el muro de cristal. No se frenó al llegar al muro y Mina creyó que iba a estrellarse contra él. Cerró los ojos y se preparó para el violento impacto.

Una sensación de frío paralizante, como si hubiese caído en agua helada, fue todo lo que ocurrió. Jadeante por la impresión, abrió los ojos y se encontró con que había pasado a través de una portilla que se había abierto creando un remolino y que a continuación giraba de nuevo en espiral para cerrarse.

La red dejó de moverse y Mina se quedó suspendida en el agua, todavía atrapada en la red, así que le costó un ímprobo esfuerzo girar la cabeza un poco, y sólo vio parte del entorno. Por lo que alcanzó a vislumbrar, se hallaba en una especie de cámara pequeña y bien iluminada, llena de agua de mar.

Dos caras la observaban a través de la pared de cristal.

«Pescadores —comprendió de repente al recordar que los pescadores de Schallsea utilizaban luces de noche para atraer a los peces hacia las redes—. Y yo soy su captura.»

No llegó a ver bien a los que la habían atrapado porque la red empezó a girar y salieron de su campo visual. Al parecer, los dos estaban tan impresionados de verla como a la inversa. Se pusieron a hablar entre ellos; Mina los veía mover la boca aunque no oía lo que decían.

Fue entonces cuando se percató de que la superficie del agua por encima de su cabeza se rizaba, como si estuviese entrando aire en la cámara. Alzó los ojos y vio que el nivel comenzaba a bajar. Los pescadores estaban sacando el agua de la cámara y la sustituían por aire.

El agua es como aire para ti... el aire será como agua.

Mina recordó la advertencia de Chemosh sobre el encantamiento que le había lanzado, una advertencia que no había tomado muy en serio en aquel momento porque no imaginaba que iban a separarse el uno del otro.

El nivel del agua bajaba rápidamente.

Mina empujó la red con las manos y pateó con los pies en un frenético intento de liberarse. Sus esfuerzos fueron fútiles y sólo consiguieron que la red girara de manera descontrolada.

Trató de llamar la atención hacia su apremiante situación y a señalar hacia arriba.

Las caras tras el cristal observaron sus forcejeos con ávido interés, pero o no entendían o no les importaba lo que le pasaba.

Mina no había olvidado la advertencia de Chemosh de que lo llamara si tenía problemas. Cuando quedó atrapada en la red estaba demasiado sobresaltada para hacerlo, y después demasiado ocupada en tratar de liberarse por sí misma. Y después, la había podido el orgullo. Él no dejaba de recordarle que era débil, igual que lo eran todos los mortales. Quería demostrarle su valía, igual que la había demostrado en el Alcázar de las Tormentas, pero el sentido común le dictaba que buscara su ayuda en esta ocasión.

No obstante, Mina no quería gritar su nombre con pánico. Aunque muriera en ese mismo instante, el orgullo no le permitía suplicarle.

«Chemosh —llamó quedamente, para sus adentros, al recuerdo de los oscuros ojos y el ardiente contacto—. Chemosh, estoy en apuros. Los habitantes de esta torre me han capturado en una especie de red.»

Silencio. Si el dios la había oído, no respondió.

El nivel del agua descendió hasta sus hombros. No se atrevía a inhalar. Mantuvo el agua en los pulmones tanto tiempo como pudo, hasta que éstos empezaron a arderle y a dolerle. Cuando el dolor se hizo insoportable, abrió la boca. El agua le resbaló por la barbilla. Intentó respirar, pero era como un pez fuera del agua. Jadeó, boqueando, para llevar aire a sus pulmones.

—Chemosh —dijo, cuando la vida se le escapaba ya—. Voy a ti. No tengo miedo. Abrazo la muerte, porque ya no seré una mortal...

La red y su cautiva cayeron al suelo. Ansiosamente, los dos hechiceros giraron la manilla de la puerta de la esclusa de aire y entraron con premura a pesar de que el repulgo de las faldas de las túnicas chapoteaba en el agua que les llegaba a los tobillos. Los dos se inclinaron para ver mejor a su captura.

La mujer yacía de espaldas, enredada en la red, con los ojos abiertos de par en par, boqueando, los labios azulados. Las manos y los pies se sacudían con espasmos.

—Tienes razón —le dijo un hechicero al otro en un tono de interés académico—. Se está ahogando con el aire.

12

Deslizándose a través de las paredes cristalinas de la torre, Chemosh se encontró en una estancia pensada para utilizar como biblioteca en algún momento en el futuro. Estaba desordenada, pero las estanterías que revestían las paredes tenían sin duda el propósito de albergar libros. Había estuches de pergaminos vacíos en el centro de la habitación, así como varios escritorios, un surtido de banquetas de madera y numerosas sillas de respaldo alto de cuero, todas revueltas. Se veían unos cuantos libros en los anaqueles, pero la mayoría seguían metidos en cajas y embalajes de madera.

—Parece que he llegado en día de traslado —comentó Chemosh.

Se acercó a una de las estanterías y tomó uno de los volúmenes polvorientos que se había caído de lado. Estaba encuadernado con cuero negro y no tenía nada escrito en la cubierta. Una serie de ideogramas labrados en el lomo daba título al libro, o eso supuso Chemosh. No los entendía ni sentía interés por entenderlos. Había reconocido lo que eran: palabras del lenguaje de la magia.

—Vaya... —murmuró—. Como había sospechado.

Tiró el libro al suelo y buscó a su alrededor algo con lo que limpiarse las manos.

Chemosh siguió fisgoneando, mirando dentro de los cajones y levantando las tapas de cajas. Sin embargo, no halló nada que le interesara y dejó la biblioteca por una puerta que había en el otro extremo de la estancia. Salió a un corredor estrecho que se curvaba hacia la izquierda y hacia la derecha. Miró primero a un lado y luego al otro; no vio nada que despertara su curiosidad. Echó a andar hacia la derecha; lanzaba ojeadas por las puertas abiertas por las que pasaba. Las estancias estaban vacías, destinadas a alojamientos o a clases. De nuevo, nada de interés, a no ser que se consideraran interesantes los preparativos en marcha para recibir a una multitud.