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Chemosh nunca había recorrido las salas de una de las Torres de la Alta Hechicería. Ámbito de los dioses de la magia, las torres eran morada de hechiceros y sus laboratorios, sus libros de conjuros y sus artefactos, todo lo cual se guardaba celosamente, el acceso prohibido a todos los advenedizos. Incluidos los dioses.

Sobre todo los dioses.

Antes de la ascensión de Istar, Chemosh no había mostrado inclinación a entrar en una de las torres. Que los hechiceros guardaran sus pequeños secretos. Mientras no interfiriesen en los asuntos de sus clérigos, sus clérigos no interferirían en los de ellos. Entonces apareció el Príncipe de los Sacerdotes y de repente el mundo —y el cielo— cambió.

Cuando el Príncipe de los Sacerdotes puso de patitas en la calle a los hechiceros de Istar y llenó la torre de artefactos sagrados, robados en las ruinas de templos demolidos, los dioses se indignaron. Algunos de los más belicosos, incluido Chemosh, propusieron tomar al asalto la Torre de Istar y recobrar los objetos por la fuerza. La propuesta se debatió en los cielos y finalmente se descartó al considerar que eso sería quitar el libre albedrío a las criaturas que habían creado. La humanidad debía ocuparse de la humanidad. Los dioses no intervendrían a menos que fuese evidente que corrían peligro los pilares del propio universo. Chemosh quería recuperar sus artefactos, pero más aún deseaba la destrucción del Príncipe de los Sacerdotes y de Istar, de modo que estuvo de acuerdo con los demás. Accedió a esperar y ver qué pasaba.

La humanidad metió el cuezo. Apoyó al Príncipe de los Sacerdotes, lo respaldó. El universo dio un peligroso tumbo. Los dioses tuvieron que actuar.

Descargaron la destrucción sobre el mundo. Todos los clérigos desaparecieron. Comenzó la Era de la Desesperación. Los dioses se mantuvieron aparte, distantes, y esperaron a que la gente regresara a ellos. Chemosh podría haber recobrado sus artefactos entonces, pero estaba metido hasta el cuello en una oscura y secreta conspiración destinada a hacer que la reina Takhisis volviera al mundo. No se atrevió a hacer nada que pudiera llamar la atención hacia el complot. Cuando empezó la Guerra de la Lanza y los otros dioses se concentraron en ella, Chemosh entró en el Mar Sangriento a buscar la torre. Había desaparecido, enterrada a gran profundidad bajo las cambiantes arenas del lecho oceánico.

Ahora se había reconstruido la torre y no le cabía duda de que sus artefactos y los de los otros dioses debían de estar dentro, en algún sitio. No se habían destruido. Podía percibir su propio poder que emanaba de los que había bendecido y, en algunos casos, forjado. Su esencia era demasiado tenue para ayudarlo a localizar las reliquias sagradas, pero se percibía... un tufillo de muerte entre las rosas.

Con gesto irritado se frotó una mancha de polvo de la manga de la chaqueta mientras pensaba qué hacer y si merecería la pena iniciar una búsqueda.

Una voz queda, suave por la amenaza y la malicia, rompió el silencio: —¿Qué haces en mi torre, Señor de la Muerte?

Una cabeza abombada, cadavérica, incorpórea, flotaba en la oscuridad. Los ojos sin párpados eran más negros que la oscuridad; los labios carnosos sobresalían y se retraían.

—Nuitari —dijo Chemosh—. Supuse que te encontraría rondando por aquí, en algún sitio. No te he visto mucho últimamente. Ahora sé por qué. Has estado muy ocupado.

Nuitari se deslizó silenciosamente hacia adelante. Las pálidas manos salieron de los pliegues de las mangas de su negra túnica de terciopelo. Los largos y delicados dedos estaban en continuo movimiento, ondeando, encogiéndose como los tentáculos de una medusa.

—Te he hecho una pregunta. ¿Qué haces aquí, Señor de la Muerte? —repitió Nuitari.

—Salí a dar un paseo...

—¿Por el fondo del Mar Sangriento?

—... y pasé por casualidad por aquí. No pude evitar fijarme en las mejoras que has hecho en las inmediaciones. —Chemosh dirigió una lánguida mirada en derredor—. Tienes un bonito sitio. ¿Te importa si echo un vistazo?

—Sí, me importa —contestó Nuitari. Los ojos sin párpados lo miraban fijamente—. Creo que será mejor que te vayas.

—Me iré —respondió placenteramente Chemosh—, tan pronto como me devuelvas mis artefactos.

—No sé de qué hablas.

—Entonces deja que te refresque la memoria. Estoy aquí para recuperar los artefactos que me fueron robados por el Príncipe de los Sacerdotes y que se escondieron en esta torre.

—Ah, esos artefactos. Me temo que vas a volver a casa con las manos vacías. Lamentablemente todos fueron destruidos, consumidos por el fuego que redujo a cenizas la torre.

—¿Por qué será que no te creo? —dijo Chemosh—. Tal vez porque eres un consumado mentiroso.

—Esos artefactos se destruyeron —repitió Nuitari, que metió las agitadas manos en las mangas de la túnica.

—Me pregunto si tus primos, Solinari y Lunitari, están enterados de la existencia de este pequeño proyecto de construcción tuyo —comentó Chemosh, que miraba atentamente a Nuitari—. Quedan dos Torres de la Alta Hechicería en el mundo, la de Wayreth y la de Palanthas, que está oculta en Foscaterra. Los tres compartís la custodia de esas torres, pero me da el corazón que tú no compartes la custodia de ésta. Aprovechando la confusión cuando regresamos al mundo, decidiste emprender camino por ti mismo. Tus primos acabarán descubriéndolo, pero sólo después de que hayas trasladado aquí a tus Túnicas Negras y todos sus libros de hechizos y demás parafernalia, de modo que resultará muy difícil a cualquiera sacarte de este lugar. No creo que a tus primos les haga gracia.

Nuitari permaneció callado, los ojos sin párpados impasibles, oscuros.

—¿Y qué hay de los demás dioses? —continuó Chemosh, ampliando el tema—. Kiri—Jolith, Gilean, Mishakal... Y tu padre, Sargonnas. Vaya, a él sí que le interesará conocer la existencia de tu nueva torre, sobre todo al estar situada debajo de las rutas marinas por las que sus barcos se dirigen a Ansalon. Vaya, apuesto que el dios astado dormirá mejor por la noche con la seguridad que da saber que un puñado de Túnicas Negras que siempre lo han despreciado trabajan en sus negras artes bajo las quillas de sus barcos. Por no mencionar a Zeboim, tu querida hermana. ¿Quieres que siga?

Los gruesos labios de Nuitari se curvaron en un gesto despectivo. A pesar de que eran gemelos, hermano y hermana se despreciaban al igual que despreciaban a los padres que les habían dado la vida.

—Ninguno de los otros dioses lo sabe, ¿verdad? —concluyó Chemosh—. Has guardado esto en secreto, sin contárnoslo a ninguno.

—No veo que nada de esto sea de tu incumbencia —replicó Nuitari, estrechando los ojos sin párpados.

—Personalmente, no me importa lo que hagas, Nuitari. —Chemosh se encogió de hombros—. Por mí puedes construir torres a mansalva. Constrúyelas en todos los océanos, de aquí a Taladas. Constrúyelas en la luna oscura, si eso te place. ¡Uy, un chiste malo! —Sonrió—. No diré una palabra a nadie si me devuelves mis artefactos.

«Después de todo —añadió con un gesto reprobatorio—, son reliquias santas, objetos sagrados que bendije al tocarlos. No os sirven de nada ni a ti ni a tus hechiceros. De hecho, podrían resultar mortíferos si cualquiera de tus Túnicas Negras fuera tan necio de intentar manipularlos. Lo mejor sería que me los entregaras.

—Ah, pero es que sí me son útiles —dijo fríamente Nuitari—. Sólo su valor intrínseco tiene ya un precio, como acabas de demostrar al hacerme una oferta por ellos. —Nuitari levantó un dedo pálido para dar énfasis a su postura.

«Siempre y cuando esos artefactos existieran, cosa que, hasta donde yo sé, no es así.

—¿Hasta dónde sabes? —Ahora le tocó a Chemosh hacer una mueca burlona y a Nuitari le llegó el turno de encogerse de hombros.

—He estado muy ocupado. No he tenido tiempo de buscar por ahí. Y ahora, mi señor, aunque he disfrutado mucho con esta conversación, tienes que marcharte.