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Confiaba en que esa ignorancia continuara durante un poco más de tiempo, lo suficiente hasta que sus seguidores y él se establecieran firmemente. Los dos únicos dioses que significaban una verdadera amenaza para sus planes eran su hermana gemela, Zeboim, y el dios de la vida marina, Habbakuk.

Afortunadamente, Zeboim se había ido por las ramas, algo relacionado con un Caballero de la Muerte al que había maldecido. En cuanto a Habbakuk, se hallaba inmerso en una batalla contra un gran señor, un dragón que se había instalado en los mares del lado opuesto del globo, una distracción proporcionada por el socio de Nuitari, el dragón marino Midori.

Nuitari no había pensado que tuviera que preocuparse por ninguno de los otros dioses y, además de sorprenderlo, le había desagradado sobremanera descubrir a Chemosh caminando tranquilamente por las salas de la torre. El Ojo de Dios mostró la creciente ambición de Chemosh.

El Ojo de Dios mostró a Mina.

Como todos los dioses, Nuitari era un admirador de la joven. Jugó con la idea de tantearla, de convertirla en uno de sus seguidores. El hecho de que fuera una creación de su madre le hizo desechar la idea. Nuitari no quería tener nada que ver con algo que hubiera tocado su madre, así que se la dejó a Chemosh.

Una buena decisión. La debilidad de Chemosh por esa mortal había sido su perdición. Aun cuando Nuitari no había esperado que Chemosh dejara morir a Mina, el dios de la luna invisible no había tardado en darse cuenta de cómo aprovechar aquello en su beneficio.

Escudriñando el interior del cuenco con forma de dragón, Nuitari había visto al Señor de la Muerte postrado en su lecho, abatido, derrotado, solo, contando únicamente con el fantasma de Mina para ayudarlo, para respaldarlo.

El fantasma de Mina. Nuitari chasqueó los gruesos labios.

—Una excelente ilusión —les dijo a sus hechiceros—. Habéis embaucado incluso a un dios. Cierto, se trata de un dios predispuesto a que lo embaucaran, pero incluso así... Buen trabajo.

—Gracias, mi señor.

—Señor, gracias.

Los dos Túnicas Negras hicieron una respetuosa reverencia.

—¿Podéis mantener esa ilusión todo el tiempo que os pida? —preguntó Nuitari.

—Siempre y cuando tengamos al modelo vivo desde el que trabajamos, mi señor, sí, podemos mantenerla.

Los hechiceros y el dios se volvieron a mirar la celda que habían conjurado in situ. Los muros de la celda eran de cristal, y dentro se veía a Mina

—empapada, desaliñada y... vivita y coleando—, que paseaba de un lado a otro.

—¿Me puede oír? —quiso saber Nuitari.

—Sí, milord. Nos oye y nos ve. Nosotros la vemos pero no podemos oírla.

—¿Nadie la puede oír? ¿Ni su voz ni sus plegarias?

—Nadie, mi señor.

—Estupendo. Mina —llamó Nuitari—, creo que no he tenido ocasión de darte la bienvenida a mi morada. Confío en que tu estancia sea prolongada y placentera. Placentera para nosotros, aunque me temo que para ti no. Por cierto, no me has dado las gracias por salvarte la vida.

Mina interrumpió su incesante ir y venir, se dirigió hacia la pared de cristal y le dirigió una mirada feroz y desafiante, tanto que los ojos ambarinos le centelleaban. Le dijo algo, ya que se la vio mover los labios.

—No sé leer los labios, pero no creo que esté expresando su gratitud, mi señor —observó uno de los Túnicas Negras.

—No, me parece que no. —Nuitari sonrió de oreja a oreja e hizo una reverencia burlona.

Nadie oía las maldiciones de Mina, ni siquiera los dioses. La joven arremetió con los puños contra la pared, que era suave y transparente como el hielo. Volvió a golpearla, una y otra vez, con la esperanza de encontrar una grieta, una hendidura, una imperfección.

—Como le dije a Chemosh, en verdad es magnífica —manifestó Nuitari, admirado—. Reparad en eso, caballeros. No tiene miedo. Está débil a causa de la terrible experiencia por la que ha pasado, medio muerta y, sin embargo, lo que más le gustaría ahora sería encontrar el modo de llegar hasta vosotros y arrancaros el corazón. Utilizadla a voluntad, pero guardadla bien.

—Confiad en ello, mi señor —dijeron los dos Túnicas Negras.

Nuitari dio la espalda a la celda de Mina y se volvió a mirar el cuenco del Ojo de Dios para contemplar la ilusión de la joven, que, de pie junto a Chemosh, lo miraba con apenada aflicción.

—Fijaos en eso. —Nuitari señaló con un gesto desdeñoso la congoja del dios—. Chemosh está convencido de que su amante está muerta, de que sólo le queda su espíritu. Llora. Qué trágico. Qué triste. —Nuitari se echó a reír—. Y qué útil para nosotros.

—Tengo que admitir, mi señor, que albergaba ciertas reservas sobre ese plan tuyo —dijo uno de los hechiceros—. Nunca habría imaginado que sería posible engañar a un dios.

Los pensamientos de Nuitari volaron hacia su madre.

—Sólo a uno que sea débil —contestó, sombrío—. Y, aun en tal caso, sólo una vez.