—¿Y no ves a Mina entre ellos?
El Caballero de la Muerte titubeó, angustiado.
—Mi señor, desde que morí mi vista no es tan buena como solía...
—¡Krell! —gritó Chemosh.
Los hombros del Caballero de la Muerte se encorvaron. —No, mi señor. Sé que no queréis oírlo, pero no está entre estos... El Señor de la Muerte estrechó a Krell entre sus brazos, con fuerza, tanta que estrujó la armadura y abolló el peto. —¡Krell, me has salvado de perder la cordura! Los ojos del Caballero de la Muerte irradiaron estupefacción. —¿Perdón, mi señor?
—¡Qué necio he sido! —manifestó Chemosh—. Pero ya se acabó. ¡Pagará por esto! ¡Juro por el Dios Supremo, que me expulsó del cielo, y por Caos, que me salvó, que Nuitari lo pagará!
Soltó a Krell y mandó retirarse a los orros muertos vivientes con un gesto de impaciencia. Se quedó mirando fijamente la imagen de Mina que seguía flotando delante de él.
—Dame tu espada, Krell —ordenó al tiempo que extendía la mano.
El Caballero de la Muerte desenvainó la espada y se la tendió al dios.
Asiéndola, Chemosh siguió mirando fijamente al fantasma de Mina unos instantes más y luego enarboló la espada y arremetió contra la imagen.
La imagen ilusoria de Mina desapareció. Chemosh volvió sobre sus pasos mientras cavilaba en voz alta.
—Un espejismo extraordinario que me engañó incluso a mí, pero a ti no podía engañarte, mi querido hermano, mi gran amigo, lord Krell.
—Me alegra haberos complacido, mi señor. —Krell estaba confuso; agradecido, pero confuso—. Pero no acabo de entenderos...
—¡Era una ilusión, Krell! ¡El fantasma de Mina era una ilusión! Por eso no la veías, porque Mina no está en tu reino, el reino de la muerte. Mina está viva, Krell. Viva y prisionera. —La expresión del dios se tornó sombría.
«Nuitari me mintió. No la mató, como fingió haberlo hecho. La tiene prisionera en su torre, en el fondo del Mar Sangriento. Mas ¿por qué? ¿Qué motivo tiene? ¿Acaso la quiere para él? ¿Es que supuso que la olvidaría una vez que la creyera muerta? Ah, ahora entiendo su juego. Probablemente le ha dicho que la he abandonado, pero ella no le creería. Mina me ama, me seguirá siendo leal. He de reunirme con ella...
Hizo una pausa.
—¿Y si ha tenido éxito en seducirla? Después de todo es una simple mortal —continuó el dios, endurecido el tono de voz—. Mina juró una vez amar y seguir a la Reina Takhisis, y luego le dio la espalda para venir conmigo. Tal vez Mina me haya sustituido por Nuitari, quizás ambos traman algo contra mí. Podría ir derecho hacia una trampa... —Giró bruscamente sobre sus talones—. ¡Krell!
—¿Sí, mi señor? —Desesperado, el Caballero de la Muerte trataba de seguir el hilo de los peregrinos pensamientos del dios.
—Dijiste que Zeboim recuperó la pieza de khas que contenía el alma de su hijo, ¿verdad? —preguntó Chemosh.
—¡No fue culpa mía! —se apresuró a decir Krell—. Había un kender y un bicho gigante...
—¡Deja de gimotear! De hecho hiciste algo bien, para variar. Te voy a mandar un encargo.
—¿Qué encargo, mi señor? —preguntó el Caballero de la Muerte con cautela—. ¿Dónde voy?
—A llevar un recado a Zeboim...
Krell cayó de hinojos.
—Tanto da si acabáis conmigo ahora mismo, lord Chemosh, y así terminamos de una vez.
—Vamos, vamos, Krell —dijo Chemosh en tono tranquilizador. De repente estaba de muy buen humor—. La diosa del mar estará encantada de verte porque serás portador de excelentes noticias... siempre y cuando te permita vivir lo suficiente para que se las cuentes...
2
El enano y el semielfo estaban escudriñando en el gran cuenco de metal dragontino; los dos reían entre dientes al ver a Chemosh con sus lamentos por su amante «muerta» y se mofaban del Señor de la Muerte haciendo burla de él —como llevaban haciendo muchos días—, cuando las cosas empezaron a ir terriblemente mal.
—¡Está sobre nuestra pista! —dijo el enano, alarmado. —No, no lo está —lo contradijo el semielfo, con sorna. —¡Te digo que lo ha adivinado! —chilló el enano—. ¡Fíjate en eso! ¡Tiene una espada! ¡Pon fin al conjuro, Caele! ¡De prisa!
—No corremos peligro, Basalto, pedazo de cobarde —replicó Caele con una mueca retorcida en los labios—. ¿Acaso crees que va a saltar a través de tiempo y espacio para cortarnos las orejas?
—¿Y cómo estás tan seguro de que no puede hacerlo? —bramó el enano—. ¡Es un dios! ¡Interrumpe el hechizo!
Caele echó un vistazo al semblante del dios —lívido de ira, los ojos ardientes como los fuegos eternos del Abismo— y decidió que su compañero mago podría tener razón. El semielfo puso las manos sobre el pesado cuenco de metal dragontino, plantó bien los pies y empujó el recipiente fuera del pedestal, de forma que el contenido se vertió en el suelo. Se derramó sangre en los pies descalzos de Caele y salpicó la negra túnica del enano. El dios y su espada se desvanecieron. —¡Por qué poco! —Basalto se enjugó la cara con una manga. —Sigo pensando que no habría podido hacernos nada —masculló Caele. —Más vale no correr el riesgo.
Caele recordó la enorme espada que el dios había blandido y no tuvo más remedio que estar de acuerdo. Basalto y él se quedaron mirando en silencio y con aire sombrío el vacío recipiente de metal dragontino, así como el charco de sangre. Ambos pensaban en otro dios que se iba a enfadar, un dios que estaba mucho más cerca.
—No fue culpa nuestra —murmuró Caele mientras se mordía las uñas—. Eso tenemos que dejarlo bien claro.
—Sólo era cuestión de tiempo que Chemosh descubriera el engaño —convino Basalto.
—Me sorprende que haya tardado tanto —añadió Caele—. Después de todo, es un dios. Asegúrate de señalar eso al señor cuando le cuentes lo que ha ocurrido...
—¡Cuando le cuente, dices! —gruñó Basalto.
—Sí, por supuesto, deberías contárselo —afirmó fríamente el semielfo—. Al fin y al cabo eres el Celador de la Torre, el responsable que tiene todo a su cargo. Yo sólo soy tu subordinado, de modo que has de ser tú quien se lo cuente al señor.
—Soy el Celador de la Torre, sí. Y fue a ti a quien se encomendó la tarea de realizar el conjuro de ilusión. ¡A mi entender, ha sido culpa tuya que Chemosh lo descubriera! Quizá cometiste un error...
Caele dejó de morderse las uñas. Los largos y esbeltos dedos se crisparon como garras.
—Tal vez si a ti no te hubiera entrado pánico y no me hubieses ordenado que pusiera fin al hechizo prematuramente...
—¡Ponerle fin al hechizo! ¿De qué diablos habláis?
La voz severa sonó a espaldas de los magos. Los dos Túnicas Negras intercambiaron una mirada alarmada y luego, acobardados, se volvieron hacia Nuitari, Señor de la Luna Negra.
Ambos hechiceros se inclinaron en una profunda reverencia. Los dos vestían la negra túnica, símbolo de su dedicación a Nuitari. Aparte de eso, no había más semejanza entre ellos. Caele era alto y delgado, con cabello desgreñado y grasiento que rara vez se molestaba en lavar. Era medio humano y medio elfo, y profesaba un profundo odio hacia ambas razas. Basalto, el enano, era achaparrado y conservaba limpia la negra túnica y la barba arreglada. No le caía bien nadie de ninguna raza.
Al enderezarse tras la reverencia, los dos trataron de aparentar tranquilidad, como si no fueran conscientes en absoluto de encontrarse de pie en un suelo de piedra empapado con sangre de dragón, con el cuenco de metal dragontino volcado y cabeceando a sus pies.
El alto Caele contempló desde arriba, con desprecio, a Basalto, que a su vez alzaba la vista hacia él y le asestaba una mirada fulminante por debajo de las tupidas y negras cejas.
—Díselo —articuló Caele.
—Díselo tú —gruñó Basalto.
Más vale que alguno lo haga y mejor cuanto antes —dijo con irritación Nuitari.