El dios le había proporcionado otras formas de entretenimiento. Un tablero de khas descansaba sobre un pedestal en un rincón. Las piezas estaban cubiertas de polvo; nunca las había tocado. Comía poco, justo lo suficiente para conservar las fuerzas para caminar. Nuitari se alegraba de no haber hecho el gasto de poner una alfombra allí. A esas alturas la chica la habría desgastado hasta hacerle un agujero.
El dios de la magia negra habría podido deslizarse a través de la pared de haber querido y la habría pillado por sorpresa, pero decidió que no empezaría su relación de una forma tan hostil; así pues, quitó el poderoso cierre mágico de la puerta, llamó a ésta y pidió cortésmente permiso para entrar.
Mina no interrumpió su incansable ir y venir; como mucho, miró a la puerta, si acaso. Divertido, Nuitari abrió y entró en el cuarto. La chica no lo miró.
—Vete y déjame sola. He contestado a todas las absurdas preguntas que me has hecho y que estoy dispuesta a contestar. O si no, será mejor que le digas a tu señor que quiero verlo.
—Tus deseos son órdenes, Mina —contestó Nuitari—. El señor está aquí.
Mina dejó de caminar. No se sobresaltó ni pareció desconcertada en lo más mínimo. Lo miró a la cara audazmente, con gesto desafiante.
—¡Déjame marchar! —demandó y entonces añadió inesperadamente, en voz baja y apasionada-: O mátame.
—¿Matarte? —Nuitari se permitió abrir los cargados párpados, que siempre parecían entrecerrados—. ¿Tan malo es el trato que te he dado que deseas la muerte?
—¡No puedo estar confinada! —gritó Mina, y su mirada recorrió la estancia como si quisiera abrir un agujero a través de la sólida roca meramente con los ojos. Recobró el dominio de sí misma al instante. Se mordisqueó el labio y pareció lamentar su estallido.
»No tienes derecho a retenerme aquí —añadió.
—Ninguno —convino con ella Nuitari—. Claro que soy un dios y hago lo que quiero con los mortales, y al Abismo con tus derechos. Aunque ni siquiera yo voy por ahí matando inocentes, como hace Chemosh. He recibido informes acerca de sus Predilectos, como los llama él.
—Mi señor no los mata, sino que les otorga el don de la vida eterna —replicó Mina—, siempre jóvenes y hermosos. Les quita el miedo a la muerte.
—Tengo que reconocer que eso sí que lo hace —dijo Nuitari con sequedad—. Por lo que tengo entendido, una vez que uno está muerto el miedo a morir se reduce de manera considerable. Al menos, así se lo explicaste a Basalto y a Caele cuando intentaste seducirlos.
Mina le sostuvo la mirada, cosa que a Nuitari le resultaba desconcertante porque eran muy pocos los mortales o los dioses capaces de hacerlo. Se preguntó, con un destello de irritación, si esta muchachuela había sido tan osada con su madre.
—Les hablé de Chemosh —admitió Mina sin asomo de disculpa—. Eso es cierto.
—Ni Basalto ni Caele aceptaron tu oferta, sin embargo, ¿verdad?
—No —repuso Mina—. Te reverencian y te tienen un gran respeto.
—Digamos que les gusta el poder que les otorgo. A la mayoría de los hechiceros les gusta el poder y serían muy reacios a perderlo, ni aun a cambio de una «vida eterna» que, por lo que he observado, es más la muerte infundida de cierta calidez. Dudo que conviertas a muchos hechiceros al culto de tu señor.
—También lo dudo yo —dijo Mina, que sonrió.
La sonrisa le transformó el rostro, hizo que los ojos ambarinos resplandecieran, y Nuitari se sintió atraído hacia su cálido encanto. De hecho se sintió como si se deslizara hacia su interior, sintió que la calidez lo envolvía...
Se repuso con un sobresalto y contempló a la mujer con los ojos entrecerrados, escrutadoramente. ¿Qué poder poseía esa mortal que la hacía capaz de seducir a un dios con su sonrisa? Había visto mujeres mucho más atractivas que ella. Una de sus Túnicas Negras, una hechicera llamada Ladonna, había sido famosa por su belleza, muy superior a la de Mina. Con todo, tenía algo, incluso en ese instante, que lo turbaba profundamente.
—Compréndelo, mi señor, por favor. Tenía que intentar convertirlos, era la única posibilidad de poder escapar.
—¿Por qué quieres dejarnos, Mina? —inquirió Nuitari, que fingió sentirse dolido—. ¿Te hemos tratado mal de algún modo? Aparte de tenerte aislada, claro, y eso es por tu propia seguridad. Confieso que Basalto y Caele, los dos, están un poco locos. Caele, en especial, no es de fiar, aparte del hecho de que hay pergaminos y artefactos por todas partes que podrían dañarte. He intentado hacer tu estancia lo más agradable posible. Tienes todos esos libros para leer...
Mina echó una ojeada a las estanterías y las descartó con un ademán. —Ya los he leído.
—¿Todos? —Nuitari la miró, divertido—. Discúlpame, pero no te creo.
—Elige uno —lo desafió Mina.
Nuitari lo hizo y sacó un libro de una estantería.
—¿Cómo se titula? —preguntó la mujer.
—Draconianos: estudio. ¿Puede salir Bien del Mal?
—Ábrelo por la primera página.
Así lo hizo el dios.
—«Los estudiosos —empezó a recitar Mina— han mantenido desde hace mucho tiempo que, puesto que a los draconianos se los creó mediante magia perversa, que nacieron de los huevos corrompidos de los dragones del Bien, son y siempre serán perversos, criaturas que no pueden poseer cualidades de redención. No obstante, el estudio de un grupo de draconianos que están establecidos actualmente en la ciudad de Teyr revela...» —Se interrumpió—. ¿Cito correctamente el texto?
—Palabra por palabra —contestó Nuitari, que cerró bruscamente el libro.
—Leí mucho de pequeña, en la Ciudadela —dijo Mina, que frunció el entrecejo—, o creo que debí de hacerlo. En realidad no recuerdo haber leído, sólo me acuerdo de la luz del sol y las olas lamiéndome los pies y a Goldmoon cepillándome el cabello... Pero aun así creo que tengo que haber pasado mucho tiempo leyendo, porque cada vez que cojo un libro me encuentro con que ya lo he leído.
—Apuesto que a éste no lo has leído. —Nuitari hizo aparecer un volumen que se materializó en su mano—. Hechizos de invocaciones para Túnicas Blancas. Niveles avanzados.
—¿Para qué iba a leerlo? —dijo ella al tiempo que se encogía de hombros—. La magia no me interesa.
—Dame este capricho —pidió Nuitari—. Lee el primer capítulo. Si me complaces, te dejaré salir de la habitación una hora cada día. Puedes deambular por los corredores y las estancias de la torre. Vigilada, naturalmente. Por tu propia seguridad.
Mina lo miró como si se preguntara a qué jugaba, a la par que tendía la mano.
Nuitari no sabía bien qué esperaba conseguir del experimento; tal vez el mero placer de humillar a esa joven mortal que era excesivamente arrogante y atrevida para su gusto.
—Debería advertirte que el libro tiene un hechizo... —comentó mientras le tendía el ejemplar.
—¿Qué clase de hechizo? —inquirió Mina, que le cogió el libro de las manos y lo abrió.
—Uno de salvaguardia —contestó el dios, asombrado.
Recordaba cuando Caele había cogido ese mismo libro. Su autor, un Túnica Blanca, le había puesto un encantamiento de salvaguardia para que sólo los hechiceros de su Orden pudieran usar los conjuros. Caele, de los Túnicas Negras, había dejado caer el ejemplar con una maldición y se pasó los siguientes instantes retorciéndose los dedos quemados y mascullando juramentos. Se había pasado día y medio malhumorado a costa del incidente y se había negado a volver con Basalto para ayudarlo a desembalar.