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Chemosh se encontraba en las almenas de su castillo, ubicado en lo alto del acantilado; contemplaba, malhumorado, el Mar Sangriento mientras cavilaba diversas formas de vengarse de Nuitari, rescatar a Mina, robar la torre y conseguir las valiosas reliquias atesoradas en su interior. Concibió y después descartó varios planes y, tras mucho reflexionar, no tuvo más remedio que admitir que la perspectiva de alcanzar todos esos objetivos era poco menos que imposible. Nuitari era listo, el muy maldito. En la eterna partida de khas entablada entre los dioses, Nuitari se había anticipado a cada uno de sus movimientos y los había frustrado.

Chemosh observaba las olas que rompían en la costa rocosa. Debajo de esas olas Mina languidecía atrapada en la prisión de Nuitari. Chemosh ardía en un intenso deseo de descender al fondo del océano, entrar en la torre y arrebatarle a la joven, pero eludió la tentación. No le daría a Nuitari la satisfacción de mofarse de él. Haría que Nuitari lo pagara y conseguiría recuperar a Mina. Aún tenía que resolver cómo iba a hacerlo; Nuitari tenía todas las de ganar de momento.

Casi. Había una pieza en el tablero sobre la que nadie ejercía ningún control, una pieza que tal vez le daría la victoria a Chemosh.

El dios de la muerte repasaba un plan y otro plan cuando reparó en que una ola más grande que el resto se alzaba y avanzaba rápidamente hacia la costa.

—Krell —llamó al Caballero de la Muerte, que merodeaba por allí para atender obsequiosamente a su señor—. Zeboim viene a hacerme una visita.

Krell dio un salto en el aire; si el acero hubiera podido palidecer, el yelmo se habría quedado blanco.

—Mira esa ola —señaló Chemosh.

Zeboim se erguía grácilmente en lo alto de la gigantesca ola. El agua se enroscaba bajo sus pies descalzos, el cabello de la diosa ondeaba tras ella, la espuma del mar la vestía. Sostenía el viento en sus manos y lo proyectaba hacia adelante conforme se acercaba. Las ráfagas empezaron a sacudir el castillo.

—Podrías intentar esconderte en la bodega —sugirió Chemosh—, o en la cámara del tesoro o debajo de la cama, si consigues meterte. La mantendré ocupada. Será mejor que te des prisa...

No hacía falta que apremiara a Krell, porque éste ya corría hacia la escalera en medio de un escandaloso matraqueo metálico de la armadura.

La ola rompió sobre las almenas del Castillo Predilecto. El torrente de agua azul verdosa, teñida de rojo, habría empapado al dios que estaba allí de haber permitido éste que el agua lo tocara. Tal como eran las cosas, el mar formó remolinos alrededor de las botas y cayó por la escalera como una cascada. Chemosh oyó un bramido y un golpeteo metálico. La avenida de agua había arrastrado a Krell.

Zeboim bajó a las almenas con tranquilidad; con un ademán hizo retirarse al mar y lo mandó de nuevo a batir con furia interminable las rocas de la base del acantilado donde el dios se había construido su castillo.

—¿A qué debo el honor de tu visita? —preguntó suavemente Chemosh.

—¡Tienes el alma de mi hijo prisionera! —En los ojos azul-verdosos de Zeboim ardía la ira—. ¡Libéralo... ya!

—Lo haré, pero quiero algo a cambio. Entrégame a Mina —repuso fríamente Chemosh.

—¿Es que crees que llevo a tu preciada mortal en un bolsillo de aquí para allí? —increpó Zeboim—. No tengo ni idea de dónde se halla tu muchachuela. Ni me importa.

—Pues debería importarte —dijo el dios—. Tu hermano retiene a Mina contra su voluntad. Devuélveme a Mina y liberaré a tu hijo... si es que quiere marcharse.

—Se marchará —aseguró Zeboim—. Él y yo tuvimos una pequeña charla. Está preparado para seguir adelante. —Reflexionó sobre la negociación—. Entrégame a ese desgraciado de Krell —pronunció el nombre como si lo moliera entre los dientes—, y cerraremos el trato.

—Sólo si me entregas a ese incordiante monje de Majere —adujo Chemosh al tiempo que sacudía la cabeza—. Sin embargo, lo primero es lo primero. Tienes que devolverme a Mina. Tu hermano la tiene encerrada en la Torre de la Alta Hechicería, en el fondo del Mar Sangriento.

—Rhys Alarife no es un monje de Majere —gritó Zeboim, ofendida—. Es mi monje y está apasionadamente dedicado a mí. Me adora. Haría cualquier cosa por mí. De no haber sido por él y su fiel entrega a mí, mi hijo seguiría prisionero de ese... —Zeboim hizo un alto cuando lo último que había dicho Chemosh se abrió paso en su mente.

»¿Cómo que la Torre de la Alta Hechicería del Mar Sangriento? —barbotó—. ¿Desde cuándo?

—Desde que tu hermano restauró la torre que se alzaba antiguamente en Istar. Su recién construida torre está ahora en el fondo del Mar Sangriento.

—¿Una torre en el Mar Sangriento? —se mofó la diosa—. ¿En mi mar? ¿Sin mi permiso? Me tomas por una estúpida, milord.

—Lo siento, pensé que lo sabías —dijo con fingida sorpresa—. Unos hermanos tan unidos y apegados... Creía que él te lo contaba todo. Te aseguro, mi señora, que tu hermano Nuitari ha levantado la torre que otrora se erguía en Istar. Le está devolviendo su antigua gloria y planea llevar hechiceros Túnicas Negras bajo el océano para poblarla.

Zeboim estaba muda por la sorpresa. Abrió la boca pero no emitió una sola palabra. Asestó una feroz mirada a Chemosh, convencida de que le mentía, pero aun así miró con incertidumbre a su espalda, hacia el mar que parecía temblar con su indignación.

—La torre no se encuentra lejos de aquí —añadió Chemosh al tiempo que gesticulaba—. A tiro de piedra. Mira hacia el este. ¿Recuerdas donde solía estar el Remolino? A unos ochenta kilómetros de la costa. Puedes verla desde donde estamos...

Zeboim miró bajo el agua. Ahora que el dios le había señalado el lugar, constató que estaba en lo cierto. Podía ver la torre.

—¿Cómo se atreve? —estalló.

El trueno sacudió los muros del castillo; Krell, agazapado en el fondo de un pozo, tembló del yelmo a las botas. La impetuosa diosa se dispuso a saltar de cabeza desde las almenas.

—¡Ahora veremos!

—¡Espera! —gritó Chemosh para hacerse oír por encima de rugido de la ira de la diosa—. ¿Qué pasa con nuestro trato?

—Es cierto. —Zeboim reflexionó con más calma—. Tenemos un asunto que concluir antes de que le arranque los ojos a mi hermano y se los dé al gato de comida. Liberarás a mi hijo.

—Si tú liberas a Mina.

—Me entregarás a Krell.

—Si me entregas al monje.

—Y tú —agregó Zeboim con altanería— tendrás que acabar con esos a los que llamas Predilectos.

—¿Es que se me va a negar el derecho a tener discípulos? —demandó Chemosh, ofendido—. Ya puestos, podría pedirte que dejaras de abordar a los marineros.

—Yo no los abordo —estalló Zeboim—. Ellos deciden rendirme culto voluntariamente.

Los dos se miraron fijamente, ambos maquinando cómo conseguir lo que el otro quería.

«Por fin Mina estará en mi podet —reflexionó Zeboim—. Al final tendré que entregársela a Chemosh, pero puedo utilizarla para mis propósitos durante un tiempo.»

«¿Debería confiar en la Arpía del Mar en cuanto a Mina? —se preguntó Chemosh, pero a continuación pensó, más seguro de sí mismo—. Zeboim no se atrevería a hacerle daño. Tendré de rehén el alma de su hijo hasta que se cumpla el trato.»

«En cuanto a Krell, atormentarlo ha acabado siendo un aburrimiento —comprendió Zeboim—. Mi monje es mucho más valioso para mí, y no digamos divertido. Lo conservaré.»

«Majere es una clara amenaza—pensaba Chemosh—, en tanto que Zeboim es un estorbo secundario. Si, como ella afirma, el monje ha cambiado su lealtad del dios Mantis a la Arpía del Mar, entonces Rhys Alarife ya no representa una amenaza para mí. Sé cómo trata Zeboim a sus adeptos. El pobre hombre tendrá suerte si sobrevive. Y tener a Krell a mi disposición en lugar de que esté escondido constantemente debajo de la cama sería una ventaja considerable.»

«En cuanto a la torre... —Zeboim pasó al siguiente tema irritante—. No me sorprende nada de lo que haga ese hermanito mío cara de luna. Aunque pagará por su descaro, naturalmente. ¡Demoleré esa torre! Mas, ¿por qué se interesa el Señor de la Muerte en una Torre de la Alta Hechicería? ¿Por qué le iba a importar a Chemosh en uno u otro sentido? Aquí hay algo más de lo que parece a primera vista y he de descubrir qué es.»