—No estoy muy seguro de que me guste todo esto, alguacil —contestó Rhys, sin moverse de donde estaba—. ¿Qué clase de trampa es la que tienes intención de tender?
Gerard no contestó. En cambio, señaló hacia donde charlaban y reían el joven Cam y las dos chicas.
—Cabe la posibilidad de que esté arreglando un encuentro con una de esas muchachas esta misma noche, hermano.
—Llévate a Atta-dijo el monje tras vacilar un momento—. Si me ve acercarme a uno de los Predilectos es muy posible que lo ataque. Nos encontraremos en la posada.
Cuando Atta estuvo fuera de su vista, Rhys asió el bastón y echó a andar hacia la escalera. Sabía lo que iba a encontrarse; ni Beleño ni Atta se habían equivocado una sola vez antes. Caminó hasta donde se encontraba el joven justo cuando él y las muchachas prorrumpían en carcajadas.
Al ver acercarse a Rhys, Cam dejó de tontear con las chicas para ocuparse de su tarea.
—Buenas tardes, hermano —saludó a la par que le dedicaba una encantadora sonrisa—. ¿Qué negocio te lleva arriba?
Rhys miró directamente a los verdes ojos del joven.
No vio luz en ellos, sólo sombras; sombras de esperanzas no cumplidas, sombras de un futuro que jamás se haría realidad.
—¿Te sientes mal, hermano? —preguntó Cam, que posó la mano en el brazo de Rhys en actitud solícita—. No tienes buen aspecto. Quizá deberías sentarte aquí, a la sombra, y descansar. Puedo traerte agua...
—Gracias, pero no será necesario —repuso el monje—. Descansaré un poco aquí, al fresco.
Varios comerciantes habían instalado puestos cerca de la escalera para aprovechar la casi constante afluencia de gente. Entre ellos había un emprendedor vendedor de empanadas de carne que había colocado mesas y bancos para comodidad de sus clientes. Las dos chicas que charlaban con Cam se suponía que vendían cintas del puesto que tenían, aunque en ese momento se dedicaban más a soltar risitas tontas que a comerciar.
—Como gustes, hermano —dijo Cam, que reanudó la conversación con las dos jóvenes.
Sin hacer caso de las miradas furiosas y los comentarios cortantes del vendedor de empanadas, al que no le hacía gracia que ocupara sitio en una mesa alguien que no había hecho gasto, Rhys tomó asiento en el banco y escuchó la conversación que mantenía Cam con las chicas. No tuvo que escuchar mucho tiempo; una de ellas accedió a reunirse con Cam esa misma noche.
Rhys se puso de pie y se marchó, con gran satisfacción del vendedor de empanadas de carne, que se acercó apresuradamente al banco en el que el andrajoso monje se había sentado y lo limpió con un trapo.
6
Rhys encontró a Gerard y a Beleño al pie de la posada en compañía de dos personas a las que el monje no conocía. —¿Y bien, hermano? —preguntó el alguacil. No hizo falta que Rhys contestara. Gerard supo por la expresión de su semblante que no eran buenas noticias. Juró entre dientes y pateó un montón de tierra con la puntera de la bota.
—El muchacho ha quedado en verse esta noche con una de las chicas en un sitio que se llama el Mirador de Flint una hora después de la Oscurecida —informó Rhys.
—Nos ocuparemos de ese asunto luego —dijo una de las dos personas desconocidas, una mujer—. Olvidaste que esperaba tener el placer de que nos presentaras, alguacil.
—Es la señora Jenna, jefa del Cónclave de Hechiceros —la presentó Gerard—. Y este caballero es Dominique Timonel, guerrero ungido de Kiri-Jolith. Os presento al hermano Rhys Alarife, ex monje de Majere.
—¿Ex monje? —repitió la señora Jenna a la par que enarcaba una ceja con gesto inquisitivo.
A pesar de su edad, la mujer seguía siendo lo bastante atractiva para llegar a fascinar. Tenía los ojos grandes y brillantes; las finas arrugas que los rodeaban parecían desdibujarse a la luz de su esplendor. Vestía ropas de terciopelo decoradas con hilo de oro y plata, y en los dedos le brillaban anillos. Los saquillos que llevaba colgados del cinturón eran de piel de la mejor calidad, con flores y bestias fantásticas pintadas primorosamente. Una esmeralda de gran calidad le colgaba de una cadena de oro al cuello. La señora Jenna no sólo era una de las hechiceras más poderosas de Ansalon, sino también una de las más ricas.
—Nunca había conocido a un «ex» monje de Majere —prosiguió la mujer con sorna.
Rhys hizo una reverencia pero se mantuvo callado.
—El hermano Alarife goza ahora del favor de Zeboim —dijo Gerard.
—No de mucho favor, supongo —dijo la señora Jenna mientras contemplaba la túnica verde mar de Rhys con expresión divertida.
—Eres afortunado por contar con la consideración de Zeboim, hermano. —Dominique Timonel se adelantó para tenderle la mano—. Es mejor tener a favor a la Arpía del Mar que en contra, como mi pueblo sabe bien.
Dominique no tenía que precisar el nombre de su pueblo. Tanto su apellido, Timonel, así como su tez negra como el azabache, proclamaban su procedencia ergothiana, una raza de armadores y marineros que vivían en la isla de Ergoth, en la parte occidental de Ansalon. Por ser Ergoth una isla y sus habitantes depender del mar para ganarse la vida, los ergothianos construían numerosos templos a Zeboim y se contaban entre sus más fieles seguidores. De ahí que hasta un guerrero ungido de Kiri-Jolith ergothiano pudiera proclamar su respeto por la oscura y caprichosa diosa del mar sin entrar en conflicto.
Rhys había oído hablar de esos paladines de Kiri-Jolith, dios de la guerra por causas justas, aunque hasta ese momento no había conocido a ninguno. Dominique, que parecía estar mediando la treintena, era alto y musculoso, de rostro atractivo, si bien parecía un tanto adusto e inabordable, como si estuviera reflexionando constantemente sobre el lado serio de la vida. Sobre la reluciente cota de malla vestía una sobreveste marrón y blanca adornada con el escudo de armas de una cabeza de un bisonte, símbolo de Kiri-Jolith. Llevaba el cabello negro peinado en una trenza que le colgaba a la espalda, como era costumbre entre su pueblo, y portaba espada larga, el arma sagrada del dios, ceñida a la cintura en una vaina con símbolos sagrados grabados. La mano del caballero nunca se hallaba lejos de la empuñadura. Por esas y otras señales (un chillido de Beleño), Rhys consideró que la espada era un objeto sagrado bendecido por el dios.
—Es un honor conoceros a los dos.
Rhys hizo otra reverencia a la dama hechicera y al guerrero ungido. Después se irguió, bastón en mano, y los miró. Atta, bien entrenada, permaneció sentada a su lado sin meter ruido ni moverse. Rhys se vio a sí mismo reflejado en los ojos de los dos: un monje alto y muy delgado, vestido con una túnica raída de un deplorable color verde; sus únicas posesiones de valor: una perra negra y blanca y un sencillo bastón de madera; su único compañero: un kender que se chupaba los dedos quemados, compungido. Beleño había cometido el error de intentar examinar la espada sagrada de Dominique.
Rhys entendía muy bien que esas dos personas importantes albergaran dudas sobre él, si bien eran demasiado educadas para demostrarlo.
La señora Jenna rompió el silencio, que empezaba a ser incómodo.
—Es todo un misterio esto que nos planteas, hermano Rhys Alarife. El alguacil nos ha contado algo sobre esos «Predilectos de Chemosh». Es un informe que me parece fascinante, sobre todo la idea de que no se los puede destruir. —La hechicera esbozó una sonrisa de superioridad—. Al menos a manos de un monje y de un místico kender.
—No tengo nada contra los místicos —agregó Dominique en un tono serio y estricto—. Ni contra los kenders. Es sólo que tus poderes para vértelas con los muertos vivientes están comprensiblemente limitados.
—Lo que pasa es que está enfadado porque toqué su estúpida espada —gruñó Beleño, que asestó al paladín una mirada torva—. Es culpa de Atta, por no tenerme vigilado. Los miraba a ellos. Y me parece que no le gusta ninguno de los dos, sobre todo la hechicera.