Rhys se percató de que la perra evitaba a la señora Jenna. No gruñía, como habría hecho con uno de los Predilectos, pero se apretaba contra su pierna y no dejaba de observar a la hechicera con desconfianza.
Se suponía que la mujer no tendría que haber oído el comentario, pero resultó que sí ya que se encogió de hombros y dijo:
—Tiene razón, no soy de su agrado. Me temo que les caigo mal a los perros.
—Lo siento, señora... —empezó Rhys,
—¡Oh, no te disculpes! —Jenna sonrió—. A la mayoría de los perros les resulta difícil estar cerca de hechiceros. Creo que tiene que ver con los ingredientes de conjuros que llevamos encima: guano de murciélago, ojos de tritón, colas secas de lagartijas... A los perros no les gusta el olor. Por otro lado, a los gatos no parece importarles. Razón por la que los magos suelen tener felinos como familiares, supongo.
Gerard carraspeó.
—Todo eso es muy interesante, pero los dos habéis viajado desde muy lejos y hay asuntos que tenemos que discutir...
—Muy cierto, alguacil —lo interrumpió en tono enérgico la señora Jenna—. Volvamos al tema que nos interesa. Sobre perros podremos charlar después. Tengo cuarto reservado en la posada y allí podremos hablar con más comodidad y en privado. Hermano Alarife, si me ofreces el brazo para ayudarme a caminar con mis débiles piernas, te lo agradeceré.
La hechicera deslizó la mano enjoyada en el doblez del brazo de Rhys a pesar de que sus pasos eran tan firmes como los de Atta. No obstante, saltaba a la vista que era una mujer acostumbrada a que se la obedeciera, por lo que el monje hizo lo que le pedía.
La señora Jenna tiró de Rhys hacia sí y luego echó una ojeada hacia atrás y vio a Atta que caminaba junto a Beleño.
—Gerard no ha dejado de entonar alabanzas sobre esa maravillosa perra tuya, hermano. Tengo entendido que está entrenada para conducir tanto un rebaño de ovejas como a unos kenders.
—Sobre todo rebaños de ovejas, señora —contestó Rhys, sonriente.
—¿Se la entrenó para ello desde que era cachorra?
—Podría decirse que es algo innato en ella —repuso el monje—. Sus padres eran perros pastores experimentados.
—La razón por la que te lo pregunto no es simple curiosidad. ¡Poseo una tienda de productos mágicos en Palanthas y tengo un gran problema con los kenders! ¡No te lo imaginas! Empleo un guardia, pero el gasto es considerable y esas espabiladas bestezuelas siempre son más listas que él. Estaba pensando que quizá un perro resultara mucho más fiable y, desde luego, un perro comería menos que ese bruto al que tengo contratado. ¿Sería posible eso?
Jenna parecía seria respecto a su necesidad y realmente interesada en lo que Rhys tuviese que decir. El monje supuso que esa mujer era muy capaz de embrujar a los pájaros para que salieran de los vallenwoods si se lo proponía, y no sólo merced al uso de su magia. También era extremadamente peligrosa. Como jefa del Cónclave de Hechiceros, Jenna dominaba la magia divina de Ansalon —magia que había desaparecido durante años con la ausencia de los dioses en este mundo— y el monje veía ese poder en los ojos de la mujer, un parpadeo de fuego latente que ardía a gran profundidad bajo la superficie plácida y lisa, un fuego que hablaba de mortíferas batallas disputadas y victorias obtenidas pero sólo a un alto precio.
Rhys respondió cortésmente que sin duda a un perro se lo podría entrenar para realizar ese trabajo, si bien —a diferencia de lo hecho con Gerard-no se ofreció a ocuparse él del entrenamiento. Una vez que el tema de conversación se hubo agotado y mientras subían por la escalera que conducía a los pisos altos de la posada, Jenna ofreció sus disculpas.
—Realmente no era mi intención insultarte cuando mencioné que al kender y a ti os faltaba poder para ocuparos de esos Predilectos, hermano, pero me temo que te ofendí.
—Tal vez un poco —reconoció.
—Lo noté. —Jenna le dio unas palmaditas en el brazo—. Mi falta de tacto es deplorable, según me han dicho a menudo. O quizá, como le ocurre a tu perra, tampoco te gusta el hedor de la magia. —Lo miró de reojo.
Rhys no sabía qué decir. Estaba desconcertado por la forma en que la mujer parecía taladrarlo hasta el fondo del alma para ver qué había en su interior.
—En cualquier caso —continuó ella antes de que el monje hubiese sacado a relucir una excusa—, espero que me perdones. Ésta es mi habitación. ¡Cuidado, hermano! —avisó bruscamente Jenna a la par que levantaba la mano en un gesto de advertencia—. No toques el picaporte. Será mejor que te eches hacia atrás.
Rhys retrocedió y faltó poco para que tropezara con Gerard y el paladín, que subían la escalera a su espalda, los dos tan enfrascados en una conversación sobre el tristemente célebre forajido barón Samuval, que se había apoderado de la mitad de Abanasinia, que ninguno prestaba mucha atención de por dónde caminaban. Beleño subía detrás y rezongaba algo sobre haberse perdido la cena.
Todos esperaron a que Jenna pronunciara unas palabras en el extraño lenguaje de la magia que Rhys, encerrado en el monasterio gran parte de su vida, no había oído nunca. Le recordó patas de arañas y campanillas de plata. Beleño tarareaba una canción y miraba en derredor con aire aburrido. La puerta emitió un breve fulgor de color azul pálido y después se abrió.
—Supongo que piensa que con eso nos ha impresionado —dijo Beleño a Atta en un aparte—. Yo podría hacerlo... si quisiera.
A juzgar por su actitud, se habría dicho que la perra compartía la opinión del kender.
—Siempre utilizo magia para cerrar mi puerta —explicó Jenna mientras los invitaba a entrar en el cuarto, que era el mejor que tenía la posada—. No porque tenga cosas valiosas que proteger, sino simplemente porque siempre acabo extraviando las llaves. Hablaba en serio cuando dije que quería uno de esos perros —añadió cuando Rhys pasaba ante ella—. No lo dije para hacerme la agradable.
Jenna se ganó a Beleño al pasar una bandeja con dulces de uno a otro y ofrecerles cerveza o un vino claro y frío. Una vez que se hubieron acomodado, con el kender inmovilizado en una esquina por Atta, todos se volvieron hacia Rhys.
—Gerard nos ha contado parte de tu historia, hermano —dijo el paladín—, pero nos gustaría oírla de tus propios labios.
Rhys relató lo ocurrido de mala gana. Imaginaba que no le creerían y lo entendía perfectamente. De estar en su lugar le habría parecido una historia difícil de tragarse. Decidió que no perdería tiempo en discutir con ellos ni intentaría convencerlos de que lo que decía era verdad. Si se mofaban, se pondría en camino. Tenía que encontrar a Lleu; tal y como estaban las cosas, ya había perdido mucho tiempo.
Ni Jenna ni Dominique dijeron nada mientras Rhys habló. No lo interrumpieron. Los dos lo miraban con seria atención. En el punto en el que
Rhys describió brevemente el asesinato de los monjes, Dominique musitó unas pocas palabras y el monje comprendió que el paladín alzaba una plegaria por las almas de los seguidores de Majere. Dominique frunció el entrecejo cuando oyó a Rhys decir que había vuelto la espalda a Majere y había cambiado su lealtad a Zeboim, pero el paladín no le dirigió una sola palabra de reproche.
A sabiendas, el monje invitó a Beleño a ofrecer su propia versión de los hechos. Rhys había llegado a valorar el coraje y la decisión del kender y quería dejar claro que eran amigos y compañeros. El relato de Beleño fue largo y divagador; saltaba de una idea a otra, de forma que a veces resultaba incoherente. Jenna y Dominique escucharon pacientemente, si bien en ocasiones la hechicera se vio obligada a taparse la boca con la mano para contener la risa.