Atta ponía la pata sobre la rodilla del kender y Beleño interpretaba esa acción como que era lo que él pensaba que la perra quería decir, de modo que por turnos Atta podía ser «paño» que tapaba la roca, o «cuchillo» que cortaba el paño.
—Qué serios están todos —comentó Beleño—. Atta tiene cuchillo, Rhys. Tú tienes paño, así que pierdes. Yo tengo roca, Atta. Tú pierdes también. Lo siento, quizá ganes a la próxima. —Dio una palmadita a la perra para aliviar sus sentimientos heridos—. He visto reuniones más alegres en los cementerios. ¿De verdad creen que van a poder matarlo?
—Chitón, baja la voz —le advirtió Rhys a la par que echaba una ojeada a Gerard—. Los dos hemos luchado contra los Predilectos anteriormente. ¿Qué probabilidades crees tú que tienen?
Beleño reflexionó.
—Sé que la hechicera no tiene en mucho a mi magia, y ese guerrero ungido mira de reojo tu bastón. Si quieres saber mi opinión, no creo que lo hagan mucho mejor. ¡Atta, has ganado! ¡El paño de cocina nos vence a ambos!
El sol se había puesto y una tenue luz amarilla iluminaba el cielo y se fundía con el trémulo azul que se oscurecía progresivamente hasta llegar a la negrura salpicada de estrellas sobre las montañas. La luna roja reverberaba anaranjada con el arrebol; la llamita del farol de Jenna parecía mucho más brillante ahora que la oscuridad los rodeaba.
La hechicera estaba sentada muy quieta y con los ojos cerrados, mientras repasaba los conjuros acompañándose con complejos movimientos de las manos. Dominique había terminado sus rezos y se incorporó un tanto entorpecido por haber estado de rodillas; envainó la espada con gesto reverente.
Gerard rompió la quietud de la noche.
—¡Cam viene hacia aquí! ¡Beleño, te necesito! Ven conmigo. No, la perra se queda.
El kender se incorporó de un brinco y se reunió con el alguacil. Rhys también se puso de pie; una palabra y un roce en la cabeza de Atta bastaron para que la perra se quedara a su lado.
Con expresión sosegada, concentrada, la señora Jenna salió de debajo de las ramas del árbol y se detuvo en un punto bañado por la luz de la luna roja. Alzó el rostro hacia Lunitari y sonrió como si gozara de la caricia de sus benditos rayos. Dominique se situó cerca de ella y le susurró algo, a lo que Jenna respondió con un silencioso asentimiento de cabeza; después sacó un objeto de uno de los bolsillos y lo asió fuertemente. Dominique se dirigió a ocupar su posición a cierta distancia de la hechicera, aunque sin perderla de vista.
Los dos habían desarrollado una estrategia en secreto, comprendió Rhys; una estrategia que seguramente no se habían molestado en discutir con Gerard.
El monje aferró el emmide con fuerza.
Gerard y Beleño estaban junto a la roca que había a un lado de la calzada.
—Ahí viene —dijo el alguacil, que posó la mano en el hombro del kender.
Un joven caminaba briosamente colina arriba. No había error posible, ya que portaba una antorcha para alumbrar el camino y la luz brillaba con fuerza en el cabello pelirrojo.
—Míralo bien, Beleño —dijo Gerard—. Mira muy bien dentro de él.
—Lo siento, alguacil —dijo el kender—. Sé lo que quieres que vea, pero no lo veo. Dentro de él no hay nada. Ya no.
Gerard encorvó los hombros.
—Está bien. Regresa y quédate con Rhys.
—Puedo ayudarte a hablar con él —se ofreció Beleño, que sentía lástima de su amigo—. Se me da bien hablar con los muertos.
—Tú vuelve, eso es todo —ordenó Gerard. Un tic nervioso le crispó un músculo de la mandíbula.
Beleño se alejó de prisa.
—Cam se acerca —informó y añadió tristemente-: No puede estar más muerto.
Jenna y Dominique intercambiaron una mirada.
—Beleño —Rhys se inclinó para susurrar al oído del kender—, voy a reunirme con Gerard. —Iré contigo...
—No. —Rhys echó una mirada a la hechicera y al paladín—. Creo que deberías quedarte aquí.
Dominique posó la mano en la empuñadura de la espada y extrajo parcialmente el arma de la vaina. La hoja empezó a emitir una extraña luz blanca.
—Tienes razón. Todavía tengo ampollas en los dedos. —Beleño estrechó los ojos para escudriñar las ramas de los árboles—. Tendré una vista excelente de lo que pase desde ahí arriba y también puedo realizar mis hechizos, si me necesitas. Aúpame, ¿quieres?
Rhys alzó al kender hasta las ramas más bajas del castaño. Beleño se encaramó de rama en rama, y a no tardar se perdió de vista.
El monje se deslizó entre las sombras con pasos ligeros, sin hacer ruido. Atta se movía a su lado, tan sigilosa como él; las manchas blancas del pelaje tenían un tono rosáceo por la luz de la luna roja. Ni Jenna ni Dominique estaban pendientes de Rhys.
—Toma, hermano, sujeta la antorcha —le dijo Gerard cuando el monje llegó a su lado—. Y ahora, retírate.
—Creo que debería quedarme contigo —objetó Rhys.
—¡He dicho que te retires! —espetó Gerard—. Es mi amigo, así que yo me ocuparé de esto.
El monje albergaba serias dudas al respecto, pero hizo lo que le ordenaba y retrocedió hacia las sombras.
—¿Quién anda ahí? —inquirió Cam al tiempo que alzaba la antorcha—. ¿Alguacil? ¿Eres tú?
—Soy yo, Cam —contestó Gerard.
—En nombre del Abismo, ¿qué haces aquí? —demandó el joven. —Te esperaba.
—¿Por qué? Ahora no estoy de servicio y soy libre de hacer lo que me plazca —replicó Cam, irritado—. Por si te interesa, he quedado con alguien aquí, una joven dama. De modo que te deseo buenas noches, alguacil...
—Jenny no va a venir, Cam —anunció sosegadamente Gerard—. Les conté a sus padres lo tuyo.
—¿Qué les contaste? —lo desafió el joven.
—Que habías prestado juramento a Chemosh, el Señor de la Muerte.
—¿Y qué si lo hice? —demandó Cam—. Solace es una ciudad libre, o eso es lo que no deja de repetir el viejo chocho del alcalde. Puedo venerar a cualquier dios que quiera...
—Desabróchate la camisa, muchacho, hazme ese favor—pidió Gerard.
—¿La camisa? —Cam se echó a reír—. ¿Qué tiene que ver la camisa con todo esto?
—Anda, compláceme y hazlo.
—Complácete tú mismo —replicó groseramente Cam. El joven se dio media vuelta y empezó a alejarse.
Gerard alargó la mano, asió la camisa del joven y le dio un fuerte tirón.
Cam giró sobre sus talones; tenía el rostro pecoso crispado por la ira y los puños prietos. La camisa se había desgarrado y estaba totalmente abierta.
—¿Qué es eso? —inquirió Gerard, que le señaló el pecho.
Cam bajó la vista hacia la marca estampada en la parte izquierda del torso. Sonrió y después la tocó con aire reverente. Alzó la vista hacia Gerard.
—El Beso de Mina —musitó el chico.
—¡Mina! —El alguacil sufrió un sobresalto—. ¿Conoces a Mina?
—No, pero veo su rostro todo el tiempo. Es como llamamos a la marca de su amor por nosotros. El Beso de Mina.
—Cam —empezó Gerard, grave la expresión—, hijo, estás metido en un buen lío. Un lío mayor de lo que te puedas imaginar. Quiero ayudarte...
—No, no es eso lo que quieres —gruñó Cam—. Lo que quieres es pararme.
Rhys ya había oído unas palabras muy parecidas anteriormente: «Habría intentado pararme, ese viejo de ahí». Las palabras que Lleu había pronunciado mientras él contemplaba el cadáver de su maestro. Luego fue el marido de la pobre Lucy, cortado en pedacitos. A lo mejor había intentado pararla.