—¿Te encuentras bien, señora? —preguntó el monje, preocupado.
—Ese hechizo tendría que haberlo reducido a cenizas —dijo Jenna, que parecía aturdida—. Sin embargo...
Alzó la mano. Una fina cernidura de cenizas, lo que quedaba de lo que había sido una gema naranja, se deslizó entre sus dedos y cayó al suelo junto a un charquito de cera roja, que era todo lo que quedaba de la vela. Un fino hilillo de humo ascendía en espiral de los restos ennegrecidos del pabilo.
—Te has quemado la palma de la mano —dijo Rhys.
—No es nada —contestó Jenna mientras se cubría apresuradamente la mano con la manga—. Ayúdame a ponerme de pie, hermano. Gracias. Estoy bien. Ve a ver a tu pobre perra.
Rhys no necesitaba que lo apremiara; se dirigió rápidamente hacia donde Beleño estaba sentado debajo del árbol y estrechaba al animal contra sí. Atta no se movía y tenía los ojos cerrados.
Las lágrimas se deslizaban por las mejillas del kender.
Con el corazón en un puño por la pena, Rhys se arrodilló a su lado. Alargó la mano para acariciarla.
Atta rebulló entre los brazos de Beleño, levantó la cabeza y abrió los ojos al tiempo que movía débilmente la cola.
—¡La traje de vuelta, Rhys! —exclamó Beleño con la voz ahogada en lágrimas—. ¡No respiraba, y había sido tan valiente, había intentado con todas sus fuerzas matar a esa cosa, que no podía soportar la idea de perderla!
Tuvo que dejar de hablar un instante para contener el llanto; de hecho, el monje también estaba llorando.
—Pensé en todo eso y en que los dos habíamos compartido una chuleta de cerdo esta noche, sólo que yo realmente no quería compartirla. Se me cayó y ella es muy rápida cuando se trata de pillar chuletas de cerdo. En fin, sea como sea, todo esto lo tenía en el corazón y pronuncié ese hechizo sencillo que mis padres me enseñaron, el que usé para que te sintieras mejor esa vez que luchaste con tu hermano. Fue como si todo lo que tenía en el corazón se desbordara y se derramara sobre Atta. Soltó un resuello y después resopló. Entonces abrió la boca, bostezó y me dio un lengüetazo en la cara. Creo que debía de tener algo de grasa de la chuleta de cerdo en la barbilla.
Rhys tenía su propio corazón tan rebosante de emoción que era incapaz de hablar; lo intentó, pero no consiguió pronunciar ni una palabra.
—Cuánto me alegro de que no esté muerta —prosiguió Beleño al tiempo que estrechaba a Atta, que no dejaba de lamerle la cara—. ¿Quién iba a evitar que me metiera en líos?
La perra rebulló y se escapó de los brazos del kender. Se sacudió de la cabeza a la cola y se sentó sobre los pies de Rhys, alzada la vista hacia él y meneando enérgicamente la cola. Beleño se puso de pie y se sacudió la ropa, tras lo cual se limpió las lágrimas y la baba de Atta. Alzó la vista hacia Jenna, que lo miraba asombrada, de pie delante de él.
La hechicera le tendió la mano (antes se había quitado todos los anillos).
—Te pido disculpas, Beleño, por lanzar calumnias contra ti antes —dijo Jenna muy seria—. Quiero estrecharte la mano. Eres el único que ha conseguido que su encantamiento funcione esta noche.
—Gracias, señora Jenna. Y no te preocupes por esas calumnias que me lanzaste —la tranquilizó el kender—. Estaba subido al árbol y no me ha dado ninguna. ¡En cuanto a tu hechizo, fue abracadabrante! Todavía veo puntitos azules bailándome en la retina.
—Puntitos azules. Para eso es para lo único que sirvió —rezongó Jenna, abatida—. He usado ese hechizo contra muertos vivientes incontables veces. Jamás me había fallado.
—Al menos el Predilecto admitió que se los puede destruir —comentó el monje en tono pensativo.
—Aja —masculló Gerard—. A un precio tan grande que ninguno de nosotros tendría arrestos para pagarlo.
—Pues claro que ha de haber un modo de destruirlos. Chemosh prometerá la vida eterna, pero ni siquiera él puede otorgar la inmortalidad —manifestó Dominique.
—Entonces ¿por qué nos lo ha dicho? —inquirió Jenna, frustrada—. ¿Por qué no dejarnos en la ignorancia?
—El dios confía en acobardarnos para que dejemos este asunto —conjeturó Dominique.
—Se está mofando de nosotros —dijo Gerard, que hizo un gesto de dolor al frotarse el dolorido cuello—. Como un asesino que deja a propósito una pista cerca del cadáver.
—¿Tú qué opinas, hermano? —preguntó la hechicera, que no parecía satisfecha con esas explicaciones.
—El dios sabe que su secreto se ha descubierto. De ahora en adelante todos los hechiceros y los clérigos de Ansalon estarán ojo avizor a esos Predilectos. La noticia se difundirá y cundirá el pánico. El vecino acusará al vecino. Los padres se revolverán contra sus hijos. La única forma de demostrar que una persona es inocente será acabar con ella. Si sigue muerta, entonces no era un Predilecto. El precio de destruir a esas criaturas será muy alto, sí.
—Y Chemosh consigue más almas —añadió Beleño—. Muy inteligente por su parte.
—Creo que nos subestimas, hermano —adujo Dominique, ceñudo—. Nos ocuparemos de que no haya inocentes que paguen las consecuencias.
—¡Entonces supongo que nosotros, los hechiceros, estaremos entre los primeros en ser acusados! Siempre ocurre lo mismo —le replicó Jenna.
—Señora Jenna —respondió el paladín con gesto estirado—, te aseguro que colaboraremos estrechamente con nuestros hermanos de las Torres.
La hechicera lo miró intensamente y después suspiró.
—No me hagas caso, estoy cansada y me aguarda una larga noche. —Se puso de nuevo los anillos que se había quitado un poco antes—. He de regresar al Cónclave para presentar mi informe. Me alegro de haberte conocido, Rhys Alarife, «ex» monje de Majere.
Dio énfasis a esa palabra; sus ojos, brillantes a la luz roja de Lunitari, parecían retarlo.
Rhys no aceptó el reto ni le preguntó qué quería decir con eso. Temía que le diera una respuesta burlona. Al menos, eso fue lo que se dijo a sí mismo.
—A ti también, Beleño. Que tus saquillos estén siempre llenos y las celdas de la cárcel, vacías. Dominique, amigo mío, lamento haber hablado de esa forma tan rencorosa. Estaremos en contacto. Alguacil Gerard, gracias por llamar nuestra atención sobre este asunto tan horrible. Y por último, adiós a ti también, lady Atta. —Jenna se agachó para dar unas palmaditas a la perra, que se encogió al sentir la mano de la mujer aunque le permitió que la tocara.
»Cuida a tu amo extraviado y ocúpate de que encuentra el camino a casa. Y ahora, amigos y conocidos, os deseo buenas noches.
Jenna posó la mano derecha sobre el anillo que llevaba en el pulgar de la izquierda, pronunció una palabra y desapareció.
—¡Ooooh! —exclamó el kender—. Recuerdo cuando hicimos eso. ¿Y tú, Rhys? Esa vez que Zeboim nos trasladó mágicamente al castillo del Caballero de la Muerte...
Rhys puso la mano en el hombro del kender.
Beleño pilló la indirecta y se calló.
Dominique escuchaba atento y miró a Rhys con expresión severa; no le gustaba recordar que el monje seguía a una diosa del mal. Parecía a punto de decir algo cuando Gerard se le adelantó.
—Menudo trabajo nocturno hemos hecho —comentó con acritud—. Todo lo que tenemos como prueba es esta hierba aplastada, un poco de sangre y cera de vela derretida. —Suspiró—. Tendré que informar de todo esto al alcalde. Agradecería, sir Dominique, que me acompañases. A ti Palin te creerá, aunque a mí no me crea.
—Tendré mucho gusto en ir contigo, alguacil —contestó el paladín.
—No sé qué decidirá hacer, naturalmente, pero voy a sugerirle que convoque una asamblea de la ciudad mañana para poner sobre aviso a la gente.
—Una idea excelente. Podéis celebrar la asamblea en nuestro templo. Al final de la teunión rezaremos para pedir fortaleza y guía. Enviaremos mensajeros a todos nuestros clérigos, al igual que a los de Mishakal y Majere...