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—A propósito de Majere... —Gerard vaciló un momento—. ¿Dónde está el hermano Rhys? —Giró sobre sus talones y vio que el monje, el kender y la perra seguían parados bajo los árboles—. ¿No vas a regresar con nosotros a Solace, hermano?

—Creo que me quedaré aquí un rato —contestó Rhys—. Para dar a Atta ocasión de descansar.

—Yo me quedo con él —añadió Beleño, aunque nadie le había preguntado.

—Como quieras. Te veré por la mañana, hermano —dijo Gerard—. Gracias por tu ayuda esta noche y gracias a Atta por salvarme la vida. Mañana encontrará un gran hueso de vaca en su escudilla.

Dominique y él retomaron el camino mientras proseguían con sus planes y en seguida se perdieron de vista.

La noche se había tornado muy oscura. Las luces de Solace se habían apagado de forma que la ciudad había desaparecido, tragada por el sueño. Parecía que Lunitari hubiese perdido intetés en ellos ahora que Jenna se había marchado; la luna roja se había envuelto en un tormentoso cúmulo de nubes y se negaba a reaparecer. Cayeron unas pocas gotas de lluvia; el trueno retumbó a lo lejos.

—No vamos a volver a Solace, ¿verdad? —Beleño soltó un suspiro.

—¿Crees que deberíamos? —inquirió Rhys en voz queda.

—Mañana el plato del día es pudín de carne de pollo —dijo el kender en tono melancólico—. Y Atta iba a tener un hueso de vaca. Pero supongo que tienes razón. La gente impottante ha tomado el mando y nosotros sólo estorbaríamos. Además —añadió, más animoso—, tiene que haber pudín de carne de pollo allí dondequiera que vayamos a parar. ¿Hacia dónde nos dirigimos?

—Al este —contestó Rhys—. Tras los Predilectos.

Monje, kender y perra emprendieron la marcha calzada adelante justo cuando estallaba la tormenta y se ponía a llover.

9

Nuitari llegó tarde al Cónclave de Hechiceros que se había convocado precipitadamente en la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth. Se encontró con que sus dos primos, Solinari y Lunitari, ya estaban allí. La expresión en el semblante de los dioses era sombría, reflejo de la plasmada en los rostros de sus hechiceros. Al parecer, fuera cual fuera el asunto que se estaba tratando, las cosas no auguraban nada bueno para los magos de Ansalon.

Nuitari sólo tuvo que oír las palabras «Predilectos de Chemosh» para saber el porqué. Sus primos lo miraron cuando entró pero no dijeron nada a fin de no perderse palabra del informe que Jenna presentaba a sus colegas.

Esta reunión de hechiceros que formaba el Cónclave no era una asamblea formal. La asamblea formal del Cónclave, celebrada a intervalos regulares, se planeaba con meses de antelación. Eran acontecimientos fastuosos que se desarrollaban en la Sala de los Magos de la Torre, conforme a rituales y ceremonias preceptuados. Esta reunión de emergencia se había convocado apresuradamente, sin tiempo que perder en rituales formales, y se celebraba en la biblioteca de la torre, donde los hechiceros tenían acceso inmediato a libros de consulta y pergaminos que se remontaban a épocas lejanas. Los hechiceros se agrupaban alrededor de una mesa de madera; los Túnicas Negras estaban sentados junto a los Túnicas Blancas, sentados a su vez al lado de los Túnicas Rojas.

Por lo general, una convocatoria urgente de la jefa del Cónclave se consideraba como un asunto de vida o muerte y exigía que cualquier miembro del Cónclave dejara lo que quiera que estuviera haciendo y viajara de inmediato por los caminos de la magia hacia la Torre de la Alta Hechicería de

Wayreth. La falta de asistencia se castigaba severamente, y el hechicero podía acabar incluso expulsado del Cónclave.

Un antiguo conjuro que sólo conocía el jefe o la jefa del Cónclave le permitía emitir dicha convocatoria urgente. Ya de vuelta en su hogar de Palanthas, Jenna había sacado una caja de palisandro de su escondrijo, entre los pliegues del tiempo. Dentro de la caja había un estilo de plata. Lo mojó en sangre de cabra y escribió las palabras de la convocatoria sobre una piel de cordero. Pasó la mano por encima de las palabras, de izquierda a derecha y viceversa, varias veces. Las palabras se disiparon, la piel de cordero se arrugó y se consumió hasta desaparecer.

En cuestión de instantes el emplazamiento se le aparecería a cada miembro del Cónclave como letras de sangre y fuego. A una Túnica Blanca que dormitaba en la cama la despertó la intensa luz de trazos llameantes en el techo del dormitorio. Un Túnica Negra vio materializarse las palabras en la pared de su laboratorio. Partió de inmediato aunque de mala gana, ya que acababa de invocar a un demonio del Abismo que sin duda haría trizas el mobiliario durante su ausencia. Un Túnica Roja estaba peleando con unos goblins cuando vio las palabras dibujadas en la frente del enemigo con el que combatía en ese momento. El Túnica Roja llegó magullado, falto de aliento y con las manos embadurnadas de sangre. Se había visto obligado a abandonar a un grupo de cazadores de goblins, quienes ahora miraban en derredor, aturullados por la sorpresa y preguntándose qué había sido del mago.

—Adiós a mi parte del botín —masculló mientras ocupaba su asiento.

—Verás cuando mi marido se despierte y descubra que no estoy —dijo la Túnica Blanca a su lado—. Tendré que dar muchas explicaciones cuando vuelva a casa.

—No sabéis lo que es tener problemas —rezongó el Túnica Negra, que suspiró al pensar en el destrozo que estaría haciendo el demonio en su laboratorio. Eso si es que todavía tenía un laboratorio.

Sin embargo, todos los trastornos personales se olvidaron cuando los hechiceros escucharon el relato de Jenna, mudos por la impresión. Empezó por contar la historia de Rhys tal como el monje se la había relatado a ella y acabó con el malogrado ataque al Predilecto.

—El conjuro que le lancé era «estallido solar» —les dijo—. Presumo que todos lo conocéis, ¿no es así?

Hubo un asentimiento general de cabezas encapuchadas.

—Como sabéis, este conjuro es especialmente eficaz contra los muertos vivientes. Tendría que haber dejado churruscado a ese cadáver andante. No surtió efecto alguno en él. El Predilecto se rió de mí.

—Puesto que fuiste tú quien ejecutó el hechizo, Jenna, entiendo que no cabe la posibilidad de que cometieses un error o que pronunciases mal ninguna palabra o que usaras un ingrediente de conjuros adulterado.

El que había hablado era Dalamar el Oscuro, portavoz de la Orden de los Túnicas Negras. Aunque era elfo y relativamente joven para su longeva raza, Dalamar daba la impresión de ser más viejo que el humano de más edad que había sentado a la mesa. Tenía el negro cabello surcado de canas y los ojos muy hundidos en las cuencas oculares. El rostro de estructura delicada semejaba una talla de marfil. Pese a que parecía débil, se encontraba en la cúspide de su poder y gozaba del respeto de todas las Órdenes.

Le habría correspondido ser el jefe del Cónclave excepto por algunas equivocaciones cometidas en el pasado que habían conducido a dioses y hechiceros a ponerse en su contra y ascender a Jenna en vez de a él. Los dos habían sido amantes muchos años atrás y aún seguían siendo amigos cuando no eran rivales.

—Puesto que fui yo quien ejecutó el conjuro, estoy en disposición de aseguraros que no hay posibilidad de que cometiera ningún error —repuso fríamente la mujer.

Dalamar parecía escéptico. Jenna alzó una mano hacia el cielo.

—Con Lunitari como testigo —declaró—. Que la diosa nos envíe una señal si erré el conjuro.

—Jenna no cometió ningún error —manifestó Lunitari a la par que miraba ceñuda a Nuitari.

—Dalamar no dijo que lo cometiera —repuso Nuitari—. De hecho, afirme) lo contrario.

—Pero no era eso lo que quería decir.