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—¿Alguno de los otros dioses sabe esto? —inquirió Lunitari.

—Chemosh es el único y ha mantenido cefrada la boca hasta ahora, aunque sólo es cuestión de tiempo que difunda la noticia.

—¡Los otros dioses darían cualquier cosa con tal de recuperar esos artefactos! —exclamó Lunitari, exultante—. A partir de ahora, nosotros los hechiceros, antaño vilipendiados, seremos un poder en el mundo.

—De ahora en adelante ningún clérigo osará levantar su mano contra nosotros —convino Solinari.

Los tres se quedaron callados. Nuitari estaba pensando que aquello había salido inesperadamente bien cuando Solinari rompió el silencio.

—Comprenderás, primo, que jamás confiaré en ti respecto a nada.

—Nada volverá a ser igual entre nosotros —se lamentó con tristeza Lunitari.

Nuitari miró a uno y a otro alternativamente. Tenía los carnosos labios apretados y la capucha le velaba los ojos de párpados cargados.

—Afrontadlo, primos, ha nacido una nueva era. Fijaos en Mishakal. Ya no es la dulce diosa de la curación, ahora va por los cielos enarbolando una espada de fuego azul. Los sacerdotes de Kiri-Jolith marchan a la guerra. Incluso Majere ha dejado de mirarse el ombligo y se ha involucrado en los asuntos del mundo, aunque no tengo la menor idea de lo que se trae entre manos. La confianza entre todos nosotros acabó en el momento en el que mi madre robó el mundo. Tienes razón, prima, nada volverá a ser lo mismo. Sois unos necios si pensabais lo contrario.

Mientras se echaba más la capucha sobre la cara de luna llena, Nuitari se preguntó qué habrían dicho si les hubiese contado que tenía a Mina prisionera...

10

Basalto! —Caele abordó al enano mientras caminaba por un pasillo—. ¿Es cierto que el señor se ha marchado de la torre? —Es cierto —contestó Basalto. —¿Adonde ha ido?

—¿Cómo quieres que lo sepa? —demandó malhumoradamente Basalto—. ¡Como si tuviera que pedirme permiso a mí!

El enano siguió caminando de forma que las botas claveteadas resonaban en el suelo de piedra al tiempo que pateaba el repulgo de la túnica para no tropezar con él. Caele apretó el paso para seguirlo.

—Quizá el señor ha ido a hacer un trato con Chemosh —aventuró el semielfo con optimismo.

—O tal vez nos ha dejado para enfrentarnos solos al Señor de la Muerte —replicó Basalto, que estaba de muy mal humor.

—¿Eso crees? —Caele palideció.

A Basalto le habría gustado responder afirmativamente por el simple placer de poner nervioso al semielfo. Sin embargo necesitaba que Caele lo ayúdala, así que, de muy mala gana, sacudió la cabeza.

—Tiene algo que ver con Chemosh, aunque ignoro qué es.

A Caele eso no lo tranquilizó y no se apartó de Basalto.

—¿Adonde vas?

—Venía a buscarte. Hay que dejar libre a Mina para que camine una hora arriba y abajo por el corredor... bajo nuestra supervisión, claro.

—Bajo tu supervisión —lo rectificó Caele, que se dio media vuelta—. No pienso hacer de niñera de esa zorra intrigante.

—De acuerdo —respondió Basalto satisfecho—. Cuando el señor regrese, ¿dónde le digo que estás? ¿En tu cuarto estudiando tus hechizos?

Caele se paró. Maldiciendo entre dientes, giró sobre sus talones.

—Pensándolo mejor, te acompañaré. Me sentiría muy mal si te ocurriera algo tetrible a manos de esa mujer.

—¿Y qué crees que podría ocurrirme? —lo increpó el enano, encrespado—. No hay ni pizca de magia en ella.

—Por lo visto el señor no comparte tu certidumbre, ya que ha mandado que estemos los dos para vigilarla...

—Deja de hablar de ella, ¿quieres? —gruñó Basalto.

—¡Le tienes miedo! —dijo con suficiencia Caele.

—No es cierto. Es sólo que... Bueno, si te interesa, no me gusta estar cerca de ella. Hay algo raro en esa mujer. No he dormido bien una sola noche desde que la confundimos con un pez y la atrapamos en la red. Por la luna negra, ojalá Chemosh viniera y se la llevara y punto final.

—Alguien podría matarla y arrojar su cadáver a los tiburones —sugirió Caele.

Parados frente a la puerta del cuarto de Mina la oyeron ir de aquí para allí en el interior.

—Podríamos decirle al señor que intentó escapar... Basalto soltó un resoplido.

—¿Y cómo planeas matarla? ¿Lanzándole un conjuro? ¡Eso funcionaría, aunque sólo después de que le explicaras por adelantado y con exactitud lo que pensabas hacerle y en qué forma iba a afectarla! De otro modo sería tanto como danzar ese salaz baile kender.

Caele se retiró la manga de la túnica para dejar a la vista un cuchillo que llevaba atado al antebrazo.

—No tendremos que decirle nada por adelantado ni cómo la afectará esto.

Basalto contempló el arma. Eta una idea tentadora.

—Si crees que Chemosh está furioso con nosotros ahora...

—¡Bah! Nuitari arreglará su chapuza. —Caele se acercó más y bajó la voz—. ¡Quizá sea esto lo que el señor quiere que hagamos! ¿Por qué otra razón nos iba a decir que la sacáramos de su prisión sino para tenderle una trampa y que intente escapar? Incluso nos dio instrucciones sobre qué hacer si tal cosa ocurría: «Si intenta huir, matadla». Eso es lo que dijo.

Basalto se había estado estrujando el cerebro para intentar comprender qué razón tenía Nuitari para acceder a que Mina saliera de su segura prisión. Por mucho que detestara admitirlo, las palabras de Caele tenían sentido.

—La mataremos sólo si intenta escapar —manifestó.

—Lo intentará —predijo el semielfo. En los ojos tenía el brillo del ansia de sangre y los labios salpicados de saliva.

—Eres un cerdo —dijo Basalto, que puso la mano en la puerta y empezó a entonar el conjuro que revocaría el cierre de hechicero.

Dentro del cuarto Mina dejó de caminar.

—Los dos Túnicas Negras vienen, mi señor —le informó a Chemosh—. Los oigo caminar por el corredor. ¿Estás seguro de que Nuitari se ha ido?

—De otro modo no estaría hablando contigo, amor mío. Sólo Nuitari es capaz de mantener un hechizo tan poderoso a tu alrededor. ¿Le tienes miedo, Mina?

—Nuitari no me da miedo, mi señor, pero me pone la piel de gallina, como cuando se toca a una serpiente o te cae una araña por el cuello.

—Los tres primos son así. Es por la magia. Algunos de nosotros se lo advertimos a sus padres: «¡No permitáis que vuestros hijos esgriman semejante poder! ¡Tenedlos subordinados a vosotros!». Pero Takhisis no hizo caso, como tampoco Paladine ni Gilean. Solamente después, cuando sus hijos se revolvieron contra ellos, empezaron a prestar oídos a nuestro buen juicio. Claro que, para entonces, ya era demasiado tarde. Ahora tengo la capacidad de humillar a los primos, de arrebatarles su poder, de arrancarles los colmillos.

—¿Y cómo te propones hacer tal cosa, mi señor? —inquirió Mina. Fuera del cuarto oyó que uno de los hechiceros hurgaba en la cerradura de la puerta.

—A no tardar, el mundo verá que los hechiceros están indefensos, impotentes contra mis Predilectos, y ¿qué hará el mundo? ¡Darles la espalda con desprecio! Ahora mismo los hechiceros buscan desesperadamente libros sobre conjuros, pergaminos y artefactos en un intento de hallar algún modo de detenerme. Fracasarán. Nada de lo que hagan surtirá el menor efecto en los Predilectos.

—¿Y qué pasa con Nuitari? —preguntó Mina, con lo que llevó de nuevo la conversación al punto donde la habían iniciado.

—Perdona por desviarme del tema, querida. Nuitari ha ido a la reunión de su cónclave, en el que, presumo, estará contando a sus primos que los ha traicionado al construir una torre para sí. No volverá pronto y, dentro de unos instantes, aquí se va a desatar el caos más absoluto. Estate preparada.

—Lo estoy, mi señor —contestó sosegadamente Mina.

Ahora oía la sonora voz del enano entonando palabras.

—¿Entiendes lo que tienes que hacer? —preguntó Chemosh.

—Sí, mi señor. —Mina reanudó su ir y venir por la estancia como si no pasara nada.