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Caele se metió rápidamente, y una losa cayó sobre su sarcófago.

—¿Están muertos, mi señor? —preguntó Mina.

—No —contestó la voz de Chemosh, que resonó por encima del bramido de la ira de la diosa del mar—. Todavía no. Tienen aire suficiente para respirar un rato si no les entra el pánico y lo usan todo para chillar.

Los gritos ahogados que habían estado saliendo del sarcófago del semielfo cesaron de repente.

—Bien, ponte en marcha —le dijo a la joven.

—¿Y qué pasa con Zeboim?

—No te molestará. Por extraño que parezca ha venido a rescatarte. Otro temblor sacudió la torre e hizo que Mina trastabillara. —¿Y Nuitari?

—Asuntos familiares tendrán ocupado a Cara de Luna un tiempo considerable. Está intentando arreglar las cosas con sus primos. A su regreso se encontrará con que tiene que dar muchas explicaciones a su hermana. De momento, la Torre del Mar Sangriento es toda tuya, Mina. Te encuentras sola en ella.

—A excepción del guardián. Necesito un arma, mi señor.

—No, no la necesitas —dijo Chemosh—. Sólo una Dragonlance serviría de algo contra ese guardián y, por desgracia, no tengo ninguna a mi disposición. Cuentas con tu cerebro y con mi bendición, Mina. Úsalos.

—Sí, mi señor —repuso Mina, y se quedó sola.

11

Mina encontró la larga escalera de caracol que giraba en torno al hueco cenital de la torre e inició el descenso. La escalera estaba hecha de madreperla y se enroscaba en espiral, de manera que le recordaba el interior de una concha del nautilo. Aquí y allí se veían grietas en las paredes, probablemente por las sacudidas que la torre había sufrido a manos de la indignada diosa, y a Mina le preocupó que el siguiente zarandeo resquebrajara los muros. Afortunadamente, los sismos que zarandeaban la torre cesaron. Mina no veía el exterior pero supuso que Nuitari había regresado y ahora intentaba apaciguar a su enfurecida hermana.

Dentro de la torre reinaba el silencio. El agua que rodeaba la estructura parecía absorber el sonido, de forma que cualquier ruido que se hacía dentro se oía amortiguado.

El silencio resultaba relajante. Ahora que ya no estaba prisionera se sentía como en casa; era reconfortante saber que el mar la acunaba. Quizá había despertado algún recuerdo largo tiempo soterrado del naufragio que se había llevado a sus padres dejándola huérfana, un recuerdo que siempre permanecía allí, enterrado justo bajo la superficie, uno que nunca conseguía evocar realmente.

—Nuestras mentes bloquean sucesos traumáticos como ése para protegernos de ellos— le había dicho Goldmoon en una ocasión—. Quizá algún día recuerdes qué te pasó o puede que no lo recuerdes nunca. No te mortifiques por eso, pequeña. Es natural.

Pero a Mina siempre la había atormentado, se había sentido culpable y avergonzada por no recordar a esos padres que tanto la habían amado, que quizá incluso habían sacrificado la vida por ella, y había intentado con todas sus fuerzas evocar sus rostros o el sonido de la voz de su madre. Acabó obsesionada con tratar de recordar, una obsesión que sólo terminó cuando el Dios Único, Takhisis, la reprendió por perder el tiempo.

—¡Qué importa quién te dio a luz! —había dicho Takhisis, fría y furiosa—. Yo soy tu madre. Yo soy tu padre. Busca en mí protección, amparo y alimento.

Mina había obedecido la orden de la deidad y después obedeció todas las demás que le dio el Dios Único. No se había permitido pensar de nuevo en sus padres hasta que la tuvieron prisionera en esa torre bajo el mar. Disponía de tanto tiempo en la torre... Tiempo para pensar, tiempo para evocar su infancia. La frustración, la vergüenza y la necesidad de saber habían resurgido en ella. Sin embargo tuvo cuidado de guardar esas sensaciones para sí. No quería encolerizar a Chemosh como había encolerizado a Takhisis.

La escalera espiral estaba iluminada por pequeñas esferas de luz situadas a intervalos y que Basalto renovaba a diario. En la escalera había puertas que se abrían a otros pisos de la torre. Mina las miraba con curiosidad; le habría gustado explorar, ver cómo estaban construidas las estancias y qué aspecto tenían, ya que la torre la intrigaba. Pero no disponía de tiempo.

—Pospondré eso para otro día —se dijo, y la idea la hizo sonreír porque sabía perfectamente bien que lo más probable era que jamás volviera a ver el interior de la torre.

La escalera la llevó finalmente hasta la base de la estructura, y Mina se encontró ante una puerta de acero con bandas de bronce e inscripciones mágicas. Inscripciones que también aparecían alrededor del arco de piedra de la puerta. Mina identificó los signos como escritura mágica, la misma que había leído en el libro que Nuitari le había dado. Sabía lo que decían esos signos, pero no lo que significaban.

Desentendiéndose de las inscripciones, la joven examinó la puerta para descubrir algún modo de pasar por ella. No había cerradura ni picaporte. Seguramente los signos inscritos daban información de cómo abrirla y Mina lo intentó recitando las palabras en voz alta, pero fue en vano. La puerta no cedió.

Frustrada, Mina le dio una patada a la puerta.

La puerta giró suave y silenciosamente sobre un eje central y se abrió. Mina retrocedió un paso y miró la puerta con desconfianza. —Demasiado fácil. Esto es una trampa —masculló.

No la cruzó, aunque se acercó a la entrada en arco y la examinó con detenimiento.

—Pero ¡qué idiota soy! —se increpó—. Si es una trampa, será mágica y en tal caso nunca lo descubriré por mucho que mire. Más vale que lo intente y corra el albur.

Cruzó la puerta y se sorprendió agradablemente al ver que salía al otro lado sin incidentes. Lo que no le pareció tan agradable fue que la puerta girara sobre el eje y se cerrara con un sonoro golpe a su espalda. A ese lado del acceso no había inscripciones; por lo visto, una vez que uno entraba se suponía que sabía cómo salir de nuevo.

Mina se encogió de hombros y se dio la vuelta. Ya se ocuparía de ese problema a su debido tiempo. Ahora tenía una tarea que realizar, una fascinante tarea. Se encontraba delante de lo que parecía ser una inmensa pecera.

Mina y los otros niños del orfanato habían tenido peces en cuencos de cristal; a los niños les habían enseñado a alimentar a los peces y a cuidarlos. Observaban sus costumbres y se maravillaban ante el hecho de que aquellas criaturas respiraran agua con la facilidad con la que las personas respiraban aire. Esa esfera era semejante a esas peceras, sólo que muchísimo más grande, con la misma circunferencia que la torre. La pared de cristal estaba cubierta de signos grabados en el vidrio. Haces de luz iluminaban la esfera y a las criaturas que nadaban en ella.

—Qué hermoso —musitó quedamente Mina, pasmada—. Hermoso y letal.

Las gráciles medusas, que se desplazaban a la deriva a merced de los remolinos y de las corrientes, mataban a sus presas inyectándoles un veneno que las paralizaba e impedía que escaparan. Aquellas medusas eran enormes, varias veces más grandes que Mina, con tentáculos lo bastante grandes para atrapar a un hombre adulto.

Un calamar gigante, tan grande que podría arrastrar un barco bajo las olas, yacía sobre el suelo con los tentáculos estremeciéndose mientras dormía. Unas rayas venenosas, las pastinacas, se deslizaban pegadas a la pared de cristal. Monstruosos jaquetones toro nadaban de aquí para allí y abrían y cerraban las mandíbulas repletas de filas de dientes. El fondo estaba cubierto de coral de fuego, hermoso pero abrasador al tacto.

Dentro de la inmensa esfera, en el centro y rodeado por sus letales guardianes, se hallaba el Solio Febalas.

Mina lo miró, estupefacta. La Sala del Sacrilegio no era en absoluto como la había imaginado.

La estructura remedaba el castillo de arena de un niño. Era de diseño sencillo, con cuatro muros y una torre en cada esquina, así como murallas almenadas. No tenía ventanas. Desde ese ángulo, veía lo que parecía una puerta, aunque no alcanzaba a distinguir detalles. Lo que resultaba verdaderamente asombroso era que la Sala del Sacrilegio, que supuestamente contenía un número indefinido de artefactos, sólo medía alrededor de metro y medio de altura y otro tanto de anchura.